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El espejo encerado
Sobre "Espectro familiar" de Nicolás Poblete y sus deleitables terrores
Por Marcelo Leonart
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“He visto las grietas que se abren hacia lo negro.”
Del cuento Quirquincho, incluido en el libro Espectro familiar de Nicolás Poblete
por Marcelo Leonart
Existe una frase escrita por Jorge Luis Borges para el prólogo de una edición en castellano de las Crónicas Marcianas de Ray Bradbury que siempre he recordado literalmente y que, ahora que escribo estas líneas, confirmo con el viejo ejemplar de editorial Minotauro que tengo en mis manos. En él, un cincuentón Borges, tal vez ya atisbando a manchas su ceguera amarillo patito, rememoraba su encuentro —en el año 1909— con el género del horror extraterrestre a través de Los primeros hombres en la luna de H. G. Wells y lo comparaba —obviamente que para bien— con los escalofríos sufridos con su reciente lectura de las crónicas de Bradbury, escritas cuando ir a nuestro satélite natural era una fantasía, y no como ahora, que hasta al mismísimo Marte miramos con los dientes largos, tal como lo veían los personajes del viejo Ray. Terminando su prólogo, Borges afirmaba que el libro del por ese entonces joven autor norteamericano, le había hecho revivir, en el otoño de 1954, “aquellos deleitables terrores”.
Espectro familiar, el nuevo libro de relatos de Nicolás Poblete, no tiene como protagonistas ni a marcianos ni a selenitas. Sus paisajes están muy lejos de los cráteres lunares de Wells o los oceános de arena descritos por Bradbury en su obra maestra. Pero de algún modo, tal vez por esa frase de Borges que desde hace mucho tiempo resuena en mi cabeza, aquella atmósfera ominosa se me ha colado en su lectura.
Los cuentos de Espectro familiar —relatos, hay que decir, urbanos, chilenos y rabiosamente actuales— bucean de una manera perversa, cruel y a la vez extrañamente cariñosa, por los recovecos de personajes heridos y desfasados en sus propios órdenes sociales y familiares. Sus protagonistas, muchas veces sus narradores o narradoras, habitan el mundo con una sensación de alerta, atentos y atentas a los detalles de su particular interés, y temerosos ante ambientes —dentro y fuera de las paredes de sus propios hogares— que aparecen hostiles y amenazantes, incluso en el ámbito más cotidiano. Nicolás Poblete, con un ojo que se inmiscuye, pero que no por eso deja de ser a veces frío y clínico, va hilvanando sus tramas complejas como una telaraña que nos enreda poco a poco en el lenguaje, en la atmósfera, en los sucesos narrados y en los omitidos, como si nosotros mismos fuéramos las víctimas de una película de terror, y él —el autor detrás de estos notables y escalofriantes cuentos— el monstruo o asesino que nos tiene página tras página, hasta la última de ellas, a su disposición.
A no engañarse, sin embargo. En este libro —donde no tan soterradamente, nos encontramos con materiales altamente explosivos, desde parricidios y abusos, hasta violaciones y suicidios, muertes dolorosas, terremotos y réplicas— hay historias que parecieran extraídas de las páginas de la crónica roja. (Ahí está Qué seas feliz donde se narra, a través de una carta de un hombre a la madre de sus hijos, el suceso de un parricidio feroz, el que no por anunciarse en las primeras líneas deja de ser impactante). Pero el grueso de las historias parecen sumergirse en ese ámbito privado, cargado con el inevitable peso de lo no-dicho. Lo que no aparece en los diarios. Lo que, a veces, ni siquiera puede expresarse en una conversación íntima. Lo que, de algún modo, sólo nos guardamos para nosotros mismos. El material ideal para que un narrador de fuste —que se sumerge en la ficción como en un terreno virgen para explorar a punta de observación, imaginación y palabras— transforme esas sensaciones en relato.
Y es ahí, creo yo, donde está la fortaleza de este Espectro familiar. Porque la mirada siempre lateral, oblicua y fuera de la zona de confort de Nicolás, nos hace presenciar escenas que se nos aparecen como nunca vistas y tan atípicas, que consiguen capturar nuestra atención apenas empiezan a materializarse en nuestra cabeza. Como la historia narrada en Primates suicidas, donde una extravagante y liberal tía lleva su sobrina a un refugio en Farellones para desconectarse del mundo y recuperarse de los traumas de una reciente violación. La historia de las venturas y desventuras sexuales de Karina (la tía) y su marido, narradas con desfachatez por ella misma, parecen chirriar de un modo turbador ante la traumática historia de abuso protagonizada por Paulina, la sobrina (en un hecho que alguna vez me pareció leer, efectivamente en alguna página de crónica roja), lo mismo que el posterior encuentro con dos jóvenes con ganas de beber y quizás algo más, que terminan cercando a la joven abusada en torno a sus fantasmas. O la arquitectura narrativa de Señuelo, en la que un padre busca en los archivos del computador de su hijo las posibles causas de su suicidio, como un detective privado buscando los indicios de una muerte insoportable y que nos lleva a un inquietante mundo que incluye liebres muertas y galgos de carrera, veloces y hambrientos detrás de su presa.
O como la historia de Testarudo —para mí una de las cumbres del libro— donde un personaje muy original (un modelo fotográfico chileno residente en Córdoba y obsesionado con los perfumes) se ve obligado a volver a su patria con urgencia, para ayudar a su padre viudo y anciano a buscar a su madre muerta de cáncer (o tal vez su fantasma) en los dolorosos límites de la antigua casa paterna.
Como se ve, Poblete se atreve a desplegar su material donde otros solo dejan espacio para historias pequeñas y en sordina. Su ferocidad es la ferocidad de los escritores que observan la vida y la vuelven literatura. Nunca al revés. Porque el asalto que el autor pretende con estos relatos es ni más ni menos que dar testimonio de lo mencionado más arriba como epígrafe de este texto, y que ahí vuelvo a repetir.
“He visto las grietas que se abren hacia lo negro.”
Esta frase, enunciada en Quirquincho, uno de los más oblicuos e impactantes cuentos de Espectro familiar, me parece que es la frase que aúna el espíritu de todo el libro. En el mencionado relato, la narradora-protagonista, una niña-adolescente que se vanagloria de sus resultados en concursos escolares, rememora ante el espejo de un tocador construido por su padre, su distorsionada visión del abuso que fue objeto junto a su amiga Camila por un lumpérico grupo de flaites. Aquí —junto con el uso metafórico de la figura del quirquincho y su caparazón que lo protege de una manera insólita de sus naturales depredadores— lo sorprendente es cómo Poblete ubica, al inicio del cuento, en un momento crucial del libro y de manera magistral, la descripción del espejo del tocador donde la protagonista cuenta su historia.
Cito:“La madera está agrietada, como si la hubieran mojado y luego expuesto al sol durante meses. La pintura rosada ha empezado a descascararse revelando astillas ásperas. (...) El espejo también está opacado. He partido una vela por la mitad y con las dos manos he frotado los tubos sobre el espejo, como quien raya furiosamente con tizas. Claro que sobre el vidrio la cera no resalta tan evidentemente, más bien, el óvalo ha perdido su anterior brillo, y frente a él da la sensación de estar bajo el agua, intentando ver algo a través del agua turbia. (DESTACO) Sólo percibo una aproximación de cara, la mía, cuando siento la necesidad de verificar que aún hay un reflejo ahí.”
Al leer este trozo en el contexto de una lectura total de Espectro familiar se puede proyectar, estimo, una estructura de sentido que aglutina a cada uno de los relatos. Los espectros familiares de su título no son necesariamente los fantasmas de nuestros muertos como en las clásicas historias de terror. O, para poner el ejemplo, como los mutuos fantasmas de marcianos y humanos en las crónicas bradburianas. Los espectros son nuestras propias confusas historias —personales y familiares— que Nicolás Poblete busca asir e hilvanar con su prosa detallista y muchas veces delirante. Y esas historias —a veces en nuestras vidas y por cierto que en este libro— están vistas como a través de ese espejo opacado. Como aproximaciones a nuestros propios rostros. Y que no son nuestros rostros, quizás por el solo hecho de que no queremos reconocernos en lo que vemos ahí.
Vuelvo a Bradbury y vuelvo a Borges. Hace años, encerrado en mi pieza el invierno de 1984, descubrí con perplejidad —a través de las Crónicas Marcianas— la presencia de un nuevo tipo de horror que no incluía ni a monstruos ni vampiros.
Hoy, en estos extraños días de 2014, con de Nicolás Poblete, asaltado por un mundo cotidiano y ominoso como las vidas de todos y cada uno, he vuelto a revivir —Borges dixit— “aquellos deleitables terrores”.
Muchas gracias por escribirlos, querido Marciano. Un placer participar en su bautismo.
Santiago, 11 de abril de 2014