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“Dame pan y llámame perro” de Nicolás Poblete: un animal no puede ir contra su instinto
Editorial Cuarto Propio, 2020, 230 págs.
Por Francisco Marín Naritelli
Publicado en El Mostrador 9 de mayo de 2020
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La historia es simple, en apariencia: Peñaflor, una joven muere despedazada a manos de una jauría de perros en una cueva. Paradójicamente Clara, así se llama, es una ferviente defensora de los animales, y recauda dinero en los estaciones del metro para una Fundación de rescate y protección animal. Pero el relato comienza como un collage de voces que se entrejuntan y fluyen para provocar sorpresa en el lector, para advertirle tácitamente que debe leer, seguir leyendo. Hasta terminar el libro. Solo así podrá unir todas las piezas del puzzle. De eso se trata Dame pan y llámame perro (Editorial Cuarto Propio, 2020).
Tal como en sus anteriores novelas como No me ignores o Concepciones, Nicolás Poblete, nacido en 1971 y que cuenta con un PhD en Literatura hispanoamericana de la Washington University de St. Louis, domina con destreza la narración en primera persona: nos trasmite lo que los personajes desean trasmitir, su dolor, su forma de ver el mundo, sus obsesiones y carencias. Ahora bien, ¿a quién se dirige esa polifonía de narradores? ¿A un periodista? ¿A un policía? ¿A una dueña de casa? ¿A un vecino? No se indica, nunca se nombra. Como si en esta prescindencia hubiera una apelación consciente a cualquiera que tome el libro y lo lea. Una complicidad, al menos una tentativa, porque lo que se nos cuenta no siempre es lo que quisiéramos escuchar o leer.
“Quizá no estoy siendo tan honesta. Por qué no serlo, ahora que… porque Ignacio una vez intentó asfixiarme. Es difícil de entender. Es difícil de contar. No es que quisiera hacerme daño” (pág. 100).
“Descalza en el metro de Santiago me hago paso entre los cuerpos. Sostengo mi alcancía como un trofeo, me anclo a él, porque es bondad. Expongo mi misión y me explayo en las explicaciones que requieren de ejemplos para que la gente se sensibilice” (pág. 176).
¿De qué habla el libro? ¿“tenencia responsable de mascotas”? A primera vista sí, pero el autor desmonta el eufemismo. Más bien, nos introduce en los recovecos de la perversidad. Porque no se trata de animales y su cuidado, solamente.
“Aunque era viejita, la perra recién había parido. Me hirió el alma saber que luego había sido matada a palos, que habíamos llegado muy tarde. A palos. Palos como los que restringían los movimientos del cerdo que, si hubiera podido, también me habría devorado a mí, como si detrás de ese disfraz animal, hubiera una persona despiadada y primitiva” (pág. 20).
“Ladridos cortos y feroces se disputan un lugar privilegiado para empezar a devorar, después de la cacería. Entre todos agarran a mi recién llegada. ¡Qué manera de fallar! De fallarle. No hay tiempo de cavar mucho, eso pienso. A centímetros de la superficie esos trozos. Los restos. ¿Qué hacer?” (pág. 42).
“Caminé y sentí algo raro, como si el mismo aire estuviera palpitando. Y el olor seguía ahí: sangre, excrementos, ese olor a muerte” (pág. 180).
Cavernas, brujerías, transfiguraciones, pactos con el demonio. La Virgen del Carmen. Un profesor de Historia obsesionado con la Colonia y las artes marciales, y con rasgos psicopáticos desde la adolescencia. Y no menor: la relación madre-hija, con sus vicisitudes, aprensiones, traumas y pequeños descubrimientos. Poblete aborda el tema y lo desentraña en sus diversas aristas. No solo abundan animales en toda la novela (perros, gatos, monos, cerdos, zorros, coipos, un polluelo de lechuza, gallinas, moscas, muchas moscas, etc.), hay una fijación constante por la carnicería, los despedazamientos, las mordidas. El dolor. La muerte. La fragilidad. El matadero. Literal y no tan figurado. Como si la vida fuera un matadero. Así tal cual. Con espontaneidad.
Si las cerdas, una y otra vez, preñadas van a morir al matadero. ¿Por qué no los propios seres humanos?
O bien, las turbulencias de una existencia precaria pueden asemejarse a una vida de animales. “Una vida de perros”.
O bien, las personas también pueden comportarse como animales. Por simple aburrimiento, con “ese instinto que impulsa a destruir”.
“Sabe que yo he llegado a pensar en que la naturaleza, la vegetación, estaba esperando la sangre. De puro seco que estaba ese lugar. Y ahí con toda esa acumulación de caca. Un asco. Pero ahí se bañó todo de rojo, de ese tono. Porque ahí faltaba atención, cuidado. Después yo vi, todos vimos el azul, el amarillo de los uniformes de los funcionarios de la Policía de Investigaciones” (pág. 44).
“¿Contar que me sentí protegida por tus brazos cuando, entre las piedras, vimos una rata con el vientre abierto y una maraña de trenzas sanguinolentas? ¿Contar que en la cuenca del río vimos una garza y también dos pidenes? ¿Que señalaste los litres y me advertiste, ‘mis dientes son firmes’? Dientes a medianoche, en la cueva, y el musgo oscuro, casi negro. La gruta, un refugio de verano; tan cavernosa, ni siquiera el aire caliente y sofocante penetraba en ella” (pág. 66-67).
“No estás peleando, no, es un juego, entrenamiento. Tu cuerpo una creación, tus movimientos, un arte. Arte marcial. No es un juego para relajarse, es una actividad seria donde, quizá en otro escenario, se juegan la cacería, la procreación. La alimentación más salvaje” (pág. 109).
Volvemos al collage para apreciar los múltiples subtemas que aparecen en el libro en sus más de doscientas páginas: los prejuicios, la salud mental, la vida rural, la pobreza, la religión, la crónica roja. El habla llana de testigos laterales, porque, como sucede en la mayoría de los casos, la tragedia les sucede a otros. Siempre a otros. Porque la brutalidad es inasible, y solo rodeándola se puede arribar a ella, tal vez.
“Ver los dientes de metal rajando la piel verde de la tuna me hizo altiro, o sea, me trajo súbitamente la imagen de los colmillos. De los perros. De los dientes ensañándose con esa pobre chica. Mi marido dice que esos son pensamientos morbosos, pero yo no puedo evitarlo. No puedo” (pág. 52).
“Se nota que nadie la asesoró a la señora esa, porque dedicarse a hacer mermeladas en este lugar, nada que ver. Yo creo que tenía sus ahorros y se daba el lujo de ser así no más, sin ambiciones, medio flojona. Eso me da pena en una mujer, porque se notaba que estaba bien aislada, sola, sin apoyo” (pág. 76).
Interesante también cómo Poblete se sumerge en las hipocresías y las curvaturas morales, a propósito de la protección animal y la tenencia responsable que en el momento de la narración todavía no existía como ley. Basada en hechos reales (un caso que se remonta al 2010), la novela bien podría funcionar como un reflejo de la sociedad chilena, tan eufemística como cruel cuando lo políticamente correcto choca con la realidad.
“Tampoco se trata de transformar a los animales en personas. La verdad es que me cuesta entender eso… Y para ser bien sincero, los perros en el centro, justo en la calle donde trabajo, le hacen la vida imposible a la gente. El otro día mordieron a un mendigo que siempre está ahí echado en la entrada del banco. Y hace un tiempo mordieron a una de las secretarias. Fue un escándalo. Esos perros forman bandas ahí, la gente los tira en la calle y ahí arman sus tropas. ¿Yo? No sé cuál es la solución perfecta, pero si estuviera en mis manos, yo no creo que gastaría plata en transferirlos a ningún lugar especial” (pág. 82).
“Yo mismo también firmé una carta, cuando los vecinos nos pidieron ayuda, para que sacaran a esos perros, porque nadie se hacía cargo. Esos perros ya habían atacado a unos niños y también mataron a una perra chica, a otros perros del barrio, pero por más alegatos, nunca pasó nada” (pág. 224-225).
“Yo sé que la muerte que tuvo no se la merece nadie, pero tampoco me vengan a decir que no sabía en lo que se estaba metiendo. A Malloco llegó a puro huevear, si quiere que le sea honesto; andaba con esa cosa de los perros, recolectando plata y haciendo propaganda con eso” (pág. 126).
“Todo era raro ahí. Dicen que la chica se escapó de un convento. Quién sabe qué hizo. Nunca vi yo a un padre ahí, la cabra era una huacha y la madre una loca, se notaba altiro” (pág. 146).
En definitiva, Dame pan y llámame perro es una novela descarnada, visceral, bien documentada, inteligente y delicada en cuanto construcción de personajes, sin caer en caricaturas o demasiadas explicaciones; cuya ficción busca asemejarse a la realidad, con su crudeza telegráfica. Con este libro, Nicolás Poblete solidifica su ya vasto y prolífico proyecto literario.
So riesgo de pecar de excesivo entusiasmo o vehemencia, a mi juicio estamos frente a uno de los mejores escritores chilenos de la actualidad.