Bajas el volumen, girando la perilla. Tus dedos se curvan contrarreloj hasta que la rosca emite un clic que indica que la radio está apagada. El programa que escuchas cada día. Hay voces humanas ahí, por lo menos. Y, a lo mejor, vuelven a poner esa canción tan linda, con esa letra que habla de ilusión: como una promesa eres tú, eres tú. Es un ritual, ya que no te interesa particularmente el noticiario vespertino, lleno de falsedades; tampoco el diurno, una repetición del mismo. Es lo único que hay en la radio, lo único que vale la pena. No vale la pena, en realidad, piensas. Eres una mujer vieja en el cuerpo de una joven de veinte años. Muerta en vida, como decía tu mamá.
Tu mamá… tan equivocada en tantas cosas, pero quizá dio en el clavo justamente en aquello, lo más importante para una mujer. ¿Es posible tal crueldad? Todo es posible en este tiempo de disciplina, por eso el ritual de la radio es un lujo. Así y todo, no puedes darte el lujo de gastar más pilas, pues no sabes, nadie sabe, qué pasará, aunque qué puede ocurrir, ahora que te han dejado despojada, has sufrido el robo más grande que puede sufrir una mujer, incluso una persona. Quizá un hombre también podría quejarse de algo así. Claro que podría, aunque, ¿sentiría lo mismo que tú? Ahí sí que tu mamá estaría en desventaja para contestar… ella que te dejó sola, después de haber cumplido su misión.
Seve, hija. No te puedes hacer de rogar. Tú no.
Haces de luz en el techo; pelones en la alfombra con tus idas y venidas; un único, obsesivo trayecto: la madriguera de un animal. Tu cama a ras de suelo y la ventana sin cortina. El vidrio por el que cruza el primer rayo de luz de la mañana. Escuchas a los gatos maullar afuera. Rodean la cabaña y se escurren entre los tablones de la entrada. Por la noche ves solo el reflejo de esos ojos: son muchísimos. Cómo se han reproducido, eso no lo sabes. Hace frío, pero esos felinos son expertos sobrevivientes. Últimamente han aumentado sus ofrendas, quizá te quieren manifestar algo. ¿Hay señales en sus regalos que dejan en la puerta de entrada, sobre el pisapies?
Distintos tipos de maullidos; tonos. Un siseo.
Ssssss, ssssss. Severina, ssssss.
Es irrevocable, todo parece irrevocable ahora, tanto en ti como en el país entero. Aguzas el oído con leve interés, preocupación. Tú misma te sorprendes de la atención que experimenta tu cuerpo entero, por primera vez desde que… ¿Por primera vez en tu vida? ¿Es este un signo? ¿Cómo puede ser que un sonido como el que se está imponiendo en torno a la cabaña te seduzca al nivel de hacerte salir del sopor en el que has permanecido tanto tiempo? El ruido se vuelve más y más intenso; es nítido el bramido de un vehículo muy cerca de tu casa; ruedas de un auto que podría estar en el patio de tu vivienda, haciéndose camino entre las piedras, charcos con agua empozada por el último chubasco; charcos que parecen pozas de sangre por el porcentaje de arcilla que hay en esta tierra pisada por tantos pies y llantas de autos, patrullas, bototos militares.
En tus oídos queda un eco del programa de radio, las noticias que, te preguntas, acaso vale la pena seguir, salvo para saber si en alguna de tus caminatas a deshoras corres el peligro de recibir un disparo solo por el hecho de ser vista en una hora que las autoridades han decretado como prohibidas para caminar. La voz del locutor serpentea en torno al espiral de tu oreja, y te preguntas si acaso a los cóndores que aún siguen en el escudo del país, y que de tanto en tanto hacen círculos amplísimos en el cielo o planean plácidamente, tan arriba, les prohíben volar entre el atardecer y el amanecer… Pudiste ver una de esas aves hace unos días cuando te animaste a salir de la cabaña con una bolsa de basura. Te lo propusiste: desplazarse desde la entrada de tu casa hasta la calle para depositar la bolsa dentro del enrejado de fierro en el cruce de caminos.
Indudable: llantas a esta hora…
No sabes hace cuántos días se quemó la ampolleta en la cocina; la vela que has estado usando ya va por la mitad; la olla con los restos de arroz sigue ahí, sobre el quemador. Te vas a proponer raspar los contornos y lavar como corresponde la olla.
Días atrás. ¿Un mes? ¡Ni siquiera un mes desde que dejaste ese hospital! Dejaste no es la palabra correcta; desde que te ‘echaron’; eso quizá es más preciso… Desde que te echaron de ahí con las manos vacías, el vientre vacío, y dopada con tiras y tiras de dipirona, y el sabor de ese jarabe aún en alguna parte de tu lengua.
Es la Renoleta de esa mujer, la estupenda Faustina, te das cuenta. Sí, es ella, al volante, manejando erráticamente. A su lado, la niña. Va llorando, gritando. ¿Cómo se llama esa niña? No lo recuerdas.
Los gatos salvajes te han estado azuzando. Esas alas de tórtolas, colas de ratas, que han dejado en la entrada de tu casa, como incitándote a participar de un juego macabro. Y esos pájaros, detrás de la ventana, ¿cómo se llamaban? Rara vez has podido ver a los gatos, pero sus ojos, sí, sus ojos siempre están ahí, por la noche, refractando haces de luz. Dicen que son animales extrañamente grandes para ser salvajes. Crees que esto es cierto. Dicen que hasta los perros les temen, y es verdad que el otro día, cuando te animaste a caminar hasta el cruce de caminos, distinguiste a ese perro tuerto, producto de una pelea con uno de esos gatos. Escuchaste los gruñidos, maullidos; varios minutos de trifulca, noches atrás. Por la madrugada, divisaste una sangre entre los maderos nunca más barnizados. Viste, días después, al perro tuerto, trotando sigiloso, silencioso, por el perímetro de tu vivienda, evitando la zona colonizada por esos gatos. ¿Cómo fue que llegaron a tu vivienda? Tampoco lo recuerdas.
Sabes que hay una clave, pero no puedes dilucidarla. Tiene que ver con la cría de vizcacha que dejaron los gatos sobre el pisapies, en la entrada a tu cabaña. Una guagüita intacta. ¿Cómo se contuvieron esos gatos para no devorarla? ¿Era una prueba? Sentiste un temblor en tu semblante, un tono, cuando tomaste a la guagüita entre tus manos y, aunque estaba fría, parecía solamente dormida, como si en cualquier momento pudiera abrir sus ojos para observar la realidad. ¿Cómo deshacerse de ese cuerpecito? ¿Enterrarlo? ¿Envolverlo en papel de diario? ¿Congelarlo? Congelarlo en esa nevera, pero tendrías que enchufarla y esperar a que se activara su mecanismo, tantos meses muerto; el interior vacío. Un gasto innecesario de electricidad. Esa nevera que le servía a tu mamá para mantener la actividad del restorán “La casa”, antes de irse y dejarte sola a los veinte años, y embarazada.
“Te dejo encaminada, hija”, dijo. También dijo que, antes de irse, te compraría, conseguiría un cochecito para la guagua, pero eso no se concretó. También crueldad en ese regalo frustrado. ¿A lo mejor tu mamá hasta sabía que no iba a ser necesario?
¿Qué hacer? ¿Meter el cuerpo en el canasto para la leña, entre las cortezas de los pocos troncos que aún quedan ahí y que no has sido capaz de levantar para arrojarlos a la chimenea? Sabes que hay arañas ahí. Las arañas podrían hacerle daño a la guagüita, a la cría de la vizcacha. No seas tonta, Severina. Está muerta. La guagua falleció. Es evidente y no se necesita certificado de defunción para comprenderlo.
Esos gatos. Se cuelan entre los agujeros de las tablas, por donde mismo has tirado los despojos de aquellos cadáveres animales a medio devorar, arrastrándolos con un zapato, con la escoba, sin querer mirar mucho, solo comprobando que desaparecían bajo los listones de madera. Una vez tuviste que aguzar la vista para conseguir desatascar el ala de una tórtola que, obstinada, permanecía extendida y anclada al borde de una tabla…
Felisa es el nombre de la niña. Lo compruebas cuando escuchas el violento intercambio entre madre e hija. Dios mío, qué locura está ocurriendo ante tus ojos. Debes actuar, tomar acción. Ssssss, ssssss, Severina… Es un siseo en tus orejas y estás descendiendo por el camino de tierra. Te lamentas por no haberte puesto zapatos, las botas, y por tener que trotar con esas zapatillas de levantarse que no te protegen ni del frío ni de las incontables piedras que riegan el camino y se incrustan en las plantas de tus pies con inesperados filos, pero, al mismo tiempo, agradeces vagamente porque ese mismo dolor en tus piernas te anima y te hace recobrar el sentido de tu cuerpo. Es posible que en el hospital te hayan drogado con todas esas pastillas, esa inyección. Aún queda un sabor químico en varias partes de tu boca y aún tienes la sensación de ese elástico apretando tu brazo; la vena hinchada y luego la oscuridad. Luego, palpitaciones sudorosas en tu rostro y tus caderas adormecidas; la sensación de haberte orinado o haberte desangrado. Desconcertada: ¿es posible estar viva y desangrada al mismo tiempo?
¡Muévete!
“Oye. ¡Oye! ¡Dios mío, qué estás haciendo! Faustina, ¿estás loca? ¡Qué estás haciendo! ¡Qué le estás haciendo a la niña!”.
Faustina no ha escuchado tu voz, pero tú sí oyes lo que ella le está diciendo a su hija:
“Felisa, vas a hacerme caso, mierda. Perdona, no quise decirte eso, hija, Felisa. Felisa, escúchame, no hay tiempo, no tenemos tiempo, ¿no te das cuenta? Hija, ¡hija! Date cuenta, no hay más tiempo. Ahora es el momento”.
Tu pie derecho se hunde en una de las pozas de agua que se han formado por los chubascos de la noche. Sientes el dolor, porque hay piedras sumergidas como amenazantes reptiles, depredadores que, al más mínimo temblor en la superficie del agua, emergen prestos a cerrar sus fauces de dientes prehistóricos para cercenar un pie, una mano.
¡Actúa!
Los ojos de los gatos te incitan.
Hace unos días sentiste un temblor dentro de la cabaña, pero el remezón no ameritó que salieras corriendo hacia el exterior. Instintivamente comprendiste que no valía la pena; no habría servido de nada. En tu más profundo interior ansiabas que el temblor se transformara en terremoto para, así, tener la excusa perfecta: poder relajarte por completo y dejar al destino tu propio destino. Las fuerzas de la naturaleza: qué mejor motivo para dejar de luchar, de subsistir. Las piedrecitas sumergidas en las pozas, elevadas gracias a esos chubascos nocturnos e hipnóticos: qué suerte tienen. Ahogadas, mudas, sin necesidad de rendirle cuentas a nadie, ni siquiera a sí mismas, porque, al final del día, ¿a quién rendirle cuentas en este mundo después de ser avasallada como tú lo has sido?
Aquello no valió la pena, pero ahora; ahora no hay más opción que salir de la hipnosis provocada por ese hospital y por esa monja perversa, ladrona. Todos ladrones en aquel pabellón, enfermeras, monjas. Los gatos te han traspasado su agilidad porque tus piernas son flexibles y, a pesar de la pobreza de tu calzado, consigues trotar y llegar hasta el borde del río.
El habitual murmullo del río, que desde tu cabaña se percibe como un letárgico fluir, es ahora un estruendo; es sedimento entre tus tobillos, porque estás moviéndote; estás caminando, trotando, haciéndote paso con la fuerza de una madre desesperada, una madre enloquecida por el rapto de sus propias entrañas. En el río un fulgor…
En el hospital, ese instante de pánico: el espejo. El espejo entre los pliegues de las ásperas sábanas, dónde, dónde se ha ido. Tus ojos giraron hacia el techo de la sala, con esas planchas rectangulares de plumavit cercadas por bandas grises. Había decoloraciones en la superficie de ese cielo; sombras. Pero entre ellas el enrejado de la telaraña se sobrepuso, como una diapositiva proyectada sobre una pared manchada.
Un dolor tan intenso allí, en el perineo. No fue necesario un espejo para comprender su inflamación. Así y todo, lo hiciste, capturaste la imagen, el reflejo lo confirmó. Y el viento afuera, entre las ramas de los árboles, en la copa de los coihues, susurrando, se están llevando a tu guagua, nosotros lo sabemos, vimos todo, lo vimos… El viento, de pronto, agresivo, tronando en los vidrios, intentando penetrar por los ventanales, criticando, ¿te vas a quedar ahí, llorando, acostada?, y exigiendo, busca a tu guagua, es tuya, es tu guagua. El aire como un silbido desde la ventana; un siseo bajo la cama, rozando los listones de madera, Ssssss, ssssss, Severina, ¿vas a permitir esto? Ssssss, ssssss. Severina…
Un llanto espontáneo; boca abajo sobre la camilla; tu cabeza arrastrándose hacia un costado; tus ojos fijos en el suelo de madera, listones oscuros y tan largos; entre sus junturas las grietas por las que se cuela mugre, el líquido jabonoso con el que trapean los suelos. Tu instinto, tu organismo entero, retornan a la escena. Tus ojos llorosos enfocan una pequeña telaraña entre los listones. El llanto se detiene en ellos, pero no en tu mente, que es tu corazón, y mientras observas el complicado y laborioso entramado que hizo alguna araña, sientes una lágrima caer desde tus pestañas y la ves aterrizar entre las hebras fosforescentes que son una trampa. El centro de la tela; el centro es el núcleo desde el cual la araña comenzó a tejer su emboscada. Pero no ves ni araña ni presa; la única presa es tu lágrima, a un costado del entramado, que es como un pequeño embudo.
Por la tarde tanto la trampa como tu lágrima brillan gracias a un haz de luz que cruza el ventanal. Son solo unos pocos minutos de iluminación, pero no hay duda, están allí, ambas están allí. Y piensas, hay una araña cerca, aunque no la puedas ver, y hay una mujer también cerca, aunque su único rastro sea una lágrima que se ha deshecho de la mitad de su peso con la lánguida temperatura del efímero haz; una condensación lenta, tan lenta como tu respiración. Pero eso es bueno, alcanzas a pensar. Es bueno que la lágrima siga ahí, como testimonio; que siga sostenida como una fina joya en un delicado engarce. Es bueno que no se pueda calcular el tiempo que una lágrima incrustada en una trampa arácnida tarda en evaporarse.
“Ya, si esto no es un hotel”.
La enfermera vio tus uñas pintadas, esa idea que tuvo tu mamá antes de arrancar de ti; arrancar de este país confinado por horarios y blindado con alambres de púa, como los que viste ahí, en ese lugar, La casa de piedra. La monja se fue con tus entrañas. Como una anguila, como una mantarraya, se escurrió por el pabellón, dobló por el pasillo y se esfumó, como el depredador submarino que era. Qué terrible. Quién sabe en qué momento festinó la transacción y se refociló con la comisión en dinero, sí, puro dinero.
“¿Qué miras tú, sapa? ¿Qué quieres, cabra fea?”. La enfermera ofendiéndote directamente, con crueldad. “¿No te gustó abrir las patitas?”.
No, no me gustó. No me gustó nada, quisiste decirle, recordando a tu mamá: “Seve, hija, me voy tranquila, porque sé que te dejo encaminada. Vas a tener a tu hijo y eso es todo lo que necesita una mujer. Tu hijo te va a ayudar. Vas a ver que el tiempo pasa rápido”.
Esa tarde tu mamá se fue y hubo un corte de luz. Esa tarde encendiste unas velas y rezaste. Fueron varios rezos, repetidos muchísimas veces y, en esos rezos, pediste todas esas veces la resolución ideal. ¿Y qué ocurrió? De lado te quedaste dormida y las velas se volcaron y provocaron un pequeño incendio. El humo que chamuscó la cortina, que luego descuajaste del marco, te despertó, y alcanzaste a agradecer que tu mamá no estuviera para ver el peligro que había corrido “La casa”, su restorán que tan dadivosamente te había heredado antes de escapar del país. Cómo una cabra grande ya, de veinte años, que se apronta a ser mamá, puede ser tan irresponsable, tan descuidada. Menos mal que tu mamá ya no estaba.
Aunque, qué ganas de que esa mujer egoísta, que te había dejado sola para irse con un hombre, siempre un hombre, hubiera visto lo que podía ocurrirle a su gran logro, a su gran negocio, a su gran tesoro que, como un presente griego, te había dejado, Severina, felicitándose por su gran generosidad.
Ahora, mientras comprendes que está en tus manos hacer algo por lo que atestiguas frente a ti, aguzando la vista en la escasa pero creciente luz al borde del río, vuelves a recordar a tu mamá, impartiendo sus lecciones. Esa boca severa y a lo mejor sabia, frente a tus ojos adolescentes: “Como mujer puedes fallar en muchas cosas. Como madre también. Pero ser mujer y no ser madre, por lo menos una vez, eso es fallar como… ser humano”.
Y, detrás de esas reflexiones, lo que alguna vez murmuró. Solo un par de veces, a modo de crítica, y luego dejó de hacerlo, entendiendo que la maldición, aunque era patrimonio tuyo, también la involucraba a ella como gestora, como matriz: “marimacho”.
Das media vuelta porque debes llegar a la cabaña lo antes posible, descolgar el auricular y marcar el número. Eso lo alcanza a agradecer una fracción de tu cerebro. Tu mamá dejó ese teléfono, la línea. “Un restorán sin teléfono no es un restorán”, dijo, ufanándose también por ese regalo, para calmarte a ti, Severina, pues mostrabas ya lágrimas de pena y miedo al ver a tu mamá decidida a irse con ese hombre.
Tus pies están congelados por el agua de las pozas que has hecho estallar en tu trote; las zapatillas de levantarse están empapadas; tus manos han sido pinchadas por las ramas de los espinos, pero avanzas. Hay una claridad en tus pensamientos y un objetivo único: llamar a ese teléfono. ¡Cómo es posible!, piensas. Cómo es posible que una madre enrosque una bufanda en torno al cuello de su hija e intente hundirla en el agua del río. Alcanzaste a ver a la niña resistiendo; llevándote una mano a la boca, ya retornando a tu casa, comprobaste que sí, lo que ocurría ahí era… era… Esa tarde intentaste comprender o, por lo menos, aceptar las quejas de tu mamá: “Yo todavía soy joven, Seve, y sé que tú ya estás encaminada. Quiero irme de este país. Tengo que irme de este país. Ya cumplí y ahora puedo… Es el momento. Seve, tengo treinta y cuatro años. Sí, joven aún…”.
Cómo no encontrarle razón: madre a los quince años. Claro que joven, jovencísima. Indudable. ¿Alguien podría disputar tal evidencia? Pero te sentías una niña, a pesar de ya haber visto la sangre entre tus piernas: indudable. Mucha sabiduría en las recriminaciones de tu madre: “Ya se puede decir que eres una mujer. Te dejo esta casa, que es todo lo que tengo… Quién sabe qué pase, Seve…”.
Corres sin que te importe la advertencia ametrallada tantas veces durante el día: el toque de queda. Hace unos meses el toque empezaba a las siete de la tarde; ahora parte a las nueve de la noche y termina a las seis de la mañana en todo el territorio nacional. Un balazo en la cabeza: totalmente merecido si te pillan violando esta regla.
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dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com La casa de las arañas
Nicolás Poblete
— ADELANTO —
Capítulo 1
1974. San José de Maipo