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No le deseo la muerte a nadie
(*)

Por Nicolás Poblete
Publicado en Revista Casa de las Américas N°300, julio-septiembre 2020



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Aún no comienza oficialmente el invierno, pero cada superficie que toco ha concentrado el frío de finales de mayo. La palma de mi mano se curva en el helado vaso de vidrio lleno de leche chocolatada. Mi mamá me pide que lo beba rápidamente para que salgamos, después puedo hacer las tareas. Tomo un poco, sentado en la mesa, mientras miro mi cuaderno de Ciencias Naturales. No encuentro mi lápiz y tomo el bolígrafo de mi mamá. Mis dedos agarran el bolígrafo en cuyo interior la pasta se ha endurecido; debo hacer círculos varias veces sobre el papel para que las palabras se marquen en la hoja con el tono azul.

«Vamos, mi amor, vamos».

Hay humedad, permanece suspendida como telarañas entre las ramas de los árboles, agua entre los pastelones de la vereda; pequeñas pozas en las calles, que uno que otro auto hacen estallar bajo sus llantas. Acompaño a mi mamá, como otras veces. Nos dirigimos a «la consulta», como la llama ella. Ese es el nombre del lugar al que vamos con mi mamá, y ella parece contenta, va sonriendo y cantando en voz baja una canción de esas que escuchamos en la radio. Canciones de voces femeninas que mi mamá imita muy bien. Ha estado cabizbaja durante la mañana, pero se ha empezado a animar, con la perspectiva de la visita a «la consulta». Yo también me animo. Ha llovido un poco y ahora hasta salen unos rayos de sol y todo se ve tan bonito. Me tempero con la caminata y siento el calor expandiéndose por mis piernas y subiendo hasta mi estómago, hasta mi cabeza. Mi mamá camina muy rápido, es casi un trote.

«Mira qué bonito se ve todo, mi amor», dice mi mamá tomándome de la mano, apretando mi mano con la suya, que es firme, sus dedos largos, rosados, siempre tan, tan limpios. Y las uñas, cortadas con mucha precisión y transparentando más limpieza. Siempre uñas cortas, redondeadas y despidiendo un olor a agua oxigenada, a alcohol, a jabón de glicerina. A veces, a cloro.

Hay una alegría especial hoy, esta tarde, y siento que algo importante va a ocurrir. Algo distinto, sorpresivo o misterioso. Siempre me alegro con estas salidas, porque después de «la consulta» mi mamá me llevará al parque y luego a un salón de té donde tomaremos once y podré comer una, dos, tres, veinte cucharadas de crema batida del vaso de chocolate, rebosante de ese pompón de crema que es lo que más me gusta, mucho más que cualquier bola de helado veraniego. Una vez mi mamá batió la crema, la revolvió con el chocolate hasta que quedó espeso, pero eso no me gustó mucho. Lo que me encanta es cucharear la crema y, después, beber el chocolate caliente que tempera todo mi cuerpo. Pero eso será después. Ahora hay algo más valioso.

Por primera vez entro a la pequeña habitación. Entiendo que ese es el lugar desde donde sale ese olor a incienso. Sé que a mi mamá no le gusta ese olor, quizá por eso mismo lo atenúa con alcohol o esa fragancia cítrica. Siempre he esperado a mi mamá en la pequeña sala de espera, que no es más que un par de sillas en el pasillo de entrada. Nunca ha habido nadie en ese pasillo, siempre he estado yo solo. El mismo olor del incienso me atrae hacia el sillón de dos cuerpos donde está sentada, en realidad, estirada, mi mamá. La tía Hilda se ríe y me invita a pasar.

«Entra, Sebastián, acércate», me dice cariñosamente al verme dudar.

De pronto acepto, sí, acepto el pinchazo. Arremango mi camisa blanca, una de las dos que tengo para el colegio. Risas, susurros, un embotamiento en mi cuerpo. Lánguido, me siento lánguido, pero en calma, como esa vez cuando me tragué un frasco de Valium de mi mamá, sin saber que… pensando en que eran caramelos, pues tenían una cobertura tan dulce, rica, azúcar, como esas bolas de maní bañado en chocolate de leche. Mi mano está firme, apretando la de mi mamá. En realidad, estoy agarrando su muñeca, porque ella hace fuerzas, agita sus brazos y quiere desligarse de mi agarre. Va murmurando algo, un canto bajito, bonito. Vamos de regreso a nuestra casa, al parecer. Vamos tambaleando. Riendo.

Por mi mente cruzan estas frases de responsabilidad: ¿Quién cuidará a mi mamá? ¿Quién es el que debe estar lúcido para cuidar a mi mamá? ¿Quién aceptará que le pinchen el brazo solo para acompañar a mi mamá? Eso lo pienso a medias, sin comprenderlo totalmente, atento como voy a los adoquines, intentando esquivar las pozas de agua que, ahora, se han trasladado a la vereda. Es que, mientras estábamos en «la consulta», ha llovido nuevamente; chaparrones intensos que se han retirado justo al salir a la calle. Pero es ridículo. Aunque trato de que mi mamá no pise las pozas, ella parece decidida a saltar sobre ellas como a propósito, riendo y diciendo algo de unas toallas cuando lleguemos a la casa.

Vuelvo a sonreír, pero incluso en ese momento hay un entendimiento; una aceptación y un pacto. No hay palabras, claro que no. Luego entenderé. Este paseo es una comunión, una peregrinación. ¿Quién me va a cuidar a mí?, pienso con un relajo inaudito. Busco el brazo de mi madre, que se ha deshecho de mis dedos infantiles. Lo agarro, temiendo que se escape, que se vaya hacia algún lugar donde no podré encontrarlo. Palpo la nube de algodón pegada a su antebrazo. Puedo adivinar la gota de sangre que se ha hecho paso hasta teñir parte de la nube. Aunque hace frío, mi mamá siente calor y su blusa sigue arremangada hasta el codo. Mi mamá tiene un parche curita y antes ha restregado alcohol en su piel. En «la consulta» la mujer le ha pasado un algodón con alcohol y unas toallitas húmedas. Mi mamá jamás contraería ninguna infección. Eso lo sé.

Está oscureciendo y hay poca gente en las calles; faroles. Qué hermosos los globos de luz, son lunas, filas de lunas que iluminan nuestro paso, como si estuviéramos en una pasarela. Ojos ciegos por la luz, pero desde los costados nos pueden ver. ¿Verán los otros a una madre y un hijo borrachos? No, nuestro andar no es el de los borrachines de la plaza; nuestros pasos son coordinados, hasta graciosos. Podríamos estar flotando sobre el maicillo. Quizá por eso los faroles son tantas lunas que irradian su luz pálida con un zumbido eléctrico; iluminan las mejillas de mi mamá, sonrojadas por su truco ese de esparcir un poco de rouge a lo largo de sus pómulos.

«Te atreviste. Te atreviste, mi amor», dice contenta mi madre. Se refiere a mi valentía en «la consulta», oficialmente la cita para verse las cartas del Tarot. En el pasillo de la entrada hay una tela colgada; tiene colores bonitos, muchos colores y dibujos simétricos dentro de un círculo. Cada vez que vamos a «la consulta» me fijo en el Mandala en la entrada. Pero solo hoy, después de salir a la calle, acompañado por una ráfaga de incienso, como polen espeso en torno a mi ropa escolar, entiendo que he prestado atención al hermoso círculo. Me he quedado de pie frente a esa obra de arte que revela un universo en su interior. Y un repentino miedo, como al aprender una cosa nueva, o al entender la revelación que carga un secreto contado frente a uno. Y, a lo mejor, los colores del Mandala son reales y pueden salir de la tela para manifestarse, o la pequeña mesa, un arrimo en el pasillo, podría cobrar vida, moverse sobre sus cuatro patas de madera. El Mandala se ha movido y, como en el vértigo que se siente en la montaña rusa, creo posible que el círculo se transforme en una compuerta, un túnel, y me trague.

Mi mamá y la tía Hilda (como le gusta que la llamen) se han quedado mirándome a mí también. Se han reído un poco antes de despedirse, y yo he permanecido descubriendo el intrincado diseño dentro del círculo, finas representaciones dentro de otras; y círculos más pequeños dentro de otras figuras geométricas que me hacen perder la visión, perderme en la ilusión óptica del Mandala.

Las calles se estiran y se estiran y las pozas de agua, a lo lejos, parecen estar muy cerca, al lado de mis ojos, frente a mi boca. Yo y mi mamá hemos hecho una peregrinación hacia ese departamento, sin conserje, sin ascensor. Calles, árboles, plátanos enormes; cobijo y los zorzales son sus vehementes cantos de la tarde, cada vez más tarde se están acostando esos zorzales. ¿O no es tan tarde? Luces, globos mentales. Yo tengo nueve años y debo acostarme, mañana hay colegio, sí. No puedo faltar al colegio, eso es lo que me dejó mi papá. Por lo menos mi mamá ha repetido eso varias veces: una educación.

Halos en los postes; la mano de mi mamá se torna húmeda, hay sudor entre sus dedos. Nos hemos detenido en una plaza. Extraños, fuertes pasos de un hombre corriendo por el maicillo de la plaza; la noche, en qué momento la noche se ha precipitado sobre nuestras cabezas. Y qué misterio el reflejo de las lámparas, como si fuera otra era y estuvieran encendidas gracias a un gas que nos envuelve tan suavemente, pero a la vez con firmeza.

Es mi mamá la que me abraza, algo raro, nunca me abraza, rara vez me da besos. Mi mamá es la más linda de todas las mamás y me está abrazando, es posible también que esté soñando. Pero no, a pesar de que me dejo hundir, como si su abrazo fuera una puerta que conduce a un vacío donde no puedes evitar caer, en realidad no quieres evitar caer. Es un juego maravilloso; caes porque sabes que hay una red; la emoción y la adrenalina son reales, pero igualmente tienes la certeza de que hay una seguridad ahí abajo, entonces te dejas caer, confías y te entregas. Ni siquiera es un acto de voluntad. Ocurre por sí solo, porque la belleza de la oscuridad jugando con la luz de los faroles que parecen halos dorados es irresistible. Todas esas polillas lo saben.

Tal como una planta realiza la fotosíntesis, yo absorbo la luz y unas pocas gotas de lluvia que en ese preciso momento caen, inesperadas, y es como si esta tarde, ya noche, fuera el escenario ideal para la creación de un nuevo ser. Es amor lo que me rodea; amor por el maicillo bajo mis pies; mis zapatos talla treinta y uno, lustrados y brillantes por el betún y por la humedad que se ha expandido a ras de suelo; amor por la luz y los globos elevados como si tuvieran helio que me permiten diferenciar la oscuridad de la luminosidad; amor por mi lengua emergiendo para probar una gota de lluvia; sorpresa, susto y amor también por los murciélagos que cruzan por encima de los globos y se pierden entre las ramas de los árboles como sombras tiritonas. Amor por mi mamá que es la mujer más bonita que existe. Las mamás de mis compañeros no se comparan con mi mamá. Qué triste tener una mamá como las de ellos y qué bendición que justo a mí me haya tocado mi mamá.

Después de «la consulta», la «sesión».

Estamos bailando bajo las ramas de un árbol. Caen gotas de las hojas, o de las ramas mismas; es agua helada que siento en mi cabeza, en mis orejas, expuestas después del corte mensual de pelo (hecho por mi mamá sobre un piso, en el baño, con sus tijeras y su navaja especial, desinfectada). Pero mi mamá no siente frío, yo tampoco. Veo las clavículas marcadas tras la blusa; luego expuestas. Blancas, casi fosforescentes bajo la luz de los globos. Tan blancas como su sostén. De pronto sus piernas aparecen, desnudas. ¿Dónde ha dejado su falda? Veo sus piernas cortar el fondo del parque, como tijeras que en un ángulo captan la luz y refulgen.

Mi mamá se hace pipí y, de pronto, veo una toalla mitad blanca, mitad roja. Hay sangre ahí. La toallita resalta en el contorno oscuro del suelo. Me saco los zapatos como si hubiera llegado a algún destino y no necesitara más ningún calzado. Miro la silueta de mi pie; la huella sobre el maicillo gris. Es raro: mi mamá no tiene prisa, eso es porque el tiempo pasa muy lentamente, con relajo; el mismo tiempo se ha rebelado para transcurrir con la mínima velocidad. Y en mi cabeza hay un globo, muy parecido al de los faroles, que me asegura un poder: puedo elevar mis manos y tocar el extremo de los postes.

«Sebastián», canta mi mamá. Una de sus canciones favoritas, a la que le agrega mi nombre. Reemplaza la letra por mi nombre, pero sigue, lealmente, la melodía.

Camino hasta que mi palma toca la corteza rugosa del árbol que parece la piel de un cocodrilo; los postes también tienen una piel y es dura, acerada, fría, con líneas paralelas que se elevan hasta llegar a los globos, arriba. Al presionar mi palma contra el cilindro de metal, juraría que la humedad en ella se evapora al instante, tan alta es la temperatura dentro de mi cuerpo, tiene la capacidad de secar las gotas de lluvia solo gracias al contacto entre mi piel ardiente y el poste empapado que despide un siseo como de gasificación.

Sí que he llegado al lugar de destino; bajo el árbol me dejo caer. Me desmayo, estoy descalzo y al pie del árbol. Siento agua en mis pantalones; es tibia. Me dejo llevar, no hay nada que resistir. La orina se expande por mis pantalones, es una liberación tan agradable. Estoy sonriendo. Sonrío y parpadeo. Sobre mí las ramas de distintos tamaños del abeto se proyectan, disparejas, desde el tronco hacia los costados, como las aspas de un paraguas roto. Cierro los ojos, sonriendo. Duermo.

Mi amor, ¡te atreviste!


 

(*) Fragmento de novela homónima, en proceso de edición.


 

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