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         Clarice Lispector: La estrella que sigue  brillando
          
 
          Por Nicolás Poblete Pardo
          Publicado en La Panera, N°122, diciembre de 2020
              
                
                
        
        
             
            
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        Aunque no está exactamente clara la fecha en la que Clarice  Lispector nació, muchos afirman que fue en 1920. Ese año  habría llegado al mundo la gestora de uno de los proyectos  narrativos más singulares de la literatura contemporánea. Su linaje judío es el que la condujo hacia Brasil, pues los pogromos antisemitas en  Europa eran constantes. Así, desde Ucrania, viajó con su familia, como  un bebé, hasta este lado de la tierra.
        Su prematura muerte no le impidió producir un contundente  corpus literario, así como periodístico, e incluso pictórico. Su fallecimiento ocurrió cuando la escritora tenía apenas 56 años y, este mes,  recordamos y celebramos su centenario, un motivo para repasar su  deslumbrante legado narrativo, que comenzó con «Cerca del corazón  salvaje», su genial primera publicación, y concluyó con «La hora de la  estrella», su última novela.  
        
              El enigma comienza
        La escritura de Clarice resultó desconcertante para su inicial audiencia; sus lectores recibieron con perplejidad la narración que parecía no tener referentes y, de este modo, la joven brasilera se erigió  como un nuevo paradigma, de imposible clasificación. Ella misma  hablaría de su estrategia narrativa como un “no-estilo”, definición que  sólo aumentó el enigma de su propuesta.
         «Cerca del corazón salvaje» inaugura su carrera; una precoz  muestra del virtuosismo que caracterizará toda su obra, escrita cuando  la emergente escritora era una veinteañera. Publicada en 1943, la novela, cuyo título es una referencia a James Joyce, presenta a Juana, una  mujer en proceso de individuación, de liberación. Su historia es aparentemente sencilla, por no decir común: la evolución de una mujer  desde su infancia hasta su emancipación post-matrimonial.  
        Los límites de su cotidianidad son cercados por un marido, la  amante de éste (que adoptará espesor por el embarazo producto del  affaire), sus recuerdos de infancia, la imagen de un peculiar profesor y,  principalmente, la toma de conciencia como individuo en este mundo.  Su ser es en la Naturaleza, en las palabras, en la música, en su cuerpo  y en el silencio. Especialmente en el silencio. El resultado final es un  tipo de iluminación que mezcla animalidad y espiritualidad. Su objetivo místico es llegar a ese estadio donde “nada impedirá mi camino  hasta la muerte-miedo”. Allí, traspasada toda barrera, “me levantaré  fuerte y bella como un caballo joven”.
         «Cerca del corazón salvaje» abre la avenida para un proyecto  narrativo único, donde vemos la lucha que acontece entre la palabra y el silencio; donde se cuestionan permanentemente las palabras como herramientas para relatar la experiencia. Su indagación  es profunda en su dirección filosófica, en su afán de hacer hablar al  silencio, al abismo: “Vacío como la distancia de un minuto a otro en  el círculo del reloj”. 
        
          Las puertas de la percepción
        A medida que Clarice fue engrosando su obra, su búsqueda se  tornó más experimental en su forma. Los “temas”, sin embargo, tienden a circular en circuitos de intimidad, domesticidad. Es el caso de  «La ciudad sitiada» (en la que vemos a una mujer, sus tres pretendientes, y el proceso de modernización de una ciudad), «Aprendizaje o el  libro de los placeres» (con Lory, su protagonista, intentando liberarse  de los estigmas sociales, a la vez que encandilada por un hombre: Ulises), o «La pasión según G.H.» (donde una mujer acomodada ordena su habitación después de despedir a una empleada). Es decir, las  tramas se vuelven meras excusas para una indagación que trasciende  todo relato.  
        En «Agua viva», una de sus narraciones tardías, Clarice recurre  a la experimentación para poner a prueba los límites de su ficción, en  un profundo análisis del “it”, la búsqueda de esa elusiva e inclasificable  chispa, que es la que insufla de animación a nuestro misterio, un enigma impersonal y trascendente que se revela a modo de iluminaciones.  
        Organizada como una carta-reflexión de una mujer a un hombre,  la voz narrativa se sumerge en una indagación espiritual. En ella, la  creadora concibe la conformación de su particular universo, que es el  de su propia existencia, así como de las conexiones posibles de establecer con otros seres. Sin embargo, nada hay más avasallador que el silencio, al que Clarice reserva un espacio privilegiado. La voz reconoce:  “Mis desequilibradas palabras son el lujo de mi silencio”. O: “Profundizo en las palabras como si pintase, más que un objeto, su sombra”.  
        La novela es también una incursión hacia otras dimensiones,  como la perspectiva animal, porque la mente analítica es una trampa; la perfección de los organismos, en cambio, promete, gracias a su  mera sencillez, un estado donde no caben dudas ni especulaciones.  Con alucinante lucidez, la voz se lamenta: “No haber nacido animal es  mi secreta nostalgia”. Esta identificación con el reino animal, con su  comunicación vital, en estado actual, también es un sello de Lispector  y va acompañado de un tránsito hacia el ser-en-el-mundo como un  individuo autónomo. Es lo que le hace escribir: “Ahora lo sé: soy sola”. 
        
          Escritura como identificación
        «La hora de la estrella» es la última novela que Clarice escribió  (pero perfectamente puede ser el punto de partida para comenzar a  leer su obra). En ella destiló materiales de su vida (como la visita a  una adivina, así como su propia observación de norestinos emigrados  a Río de Janeiro) para cursar la historia de “una miseria anónima” a  través de Macabea, su protagonista. En un juego de cajas chinas, o de  abismos existenciales y creativos, la novela es introducida por quien  será el creador del relato: “Yo, Rodrigo S. M.”. Él inmediatamente nos  explica su proyecto escritural: “[N]o quiero ser modernista e inventar  modismos por pura originalidad. Así que experimentaré, contra mis  costumbres, una narración con principio, medio y ‘gran finale’ seguido  de silencio y de lluvia que cae”.  
        El título es una referencia a nuestro paso por este mundo. Macabea, su protagonista, goza con las películas. Ella quiere ser estrella de  cine: quiere ser Marilyn. El estrellato cinemático es imagen especular  de nuestra propia hora, porque “en la hora de la muerte uno se vuelve  como una brillante estrella de cine, es el instante de gloria de cada  uno y se parece al momento en que en el canto coral se oyen agudos  sibilantes”.  
        Esta hora crucial es el escenario para la improbable protagonista:  “Sí, estoy apasionado por Macabea, mi querida Maca, apasionado por  su fealdad y su anonimato total, pues ella no existe para nadie. Apasionado por sus pulmones frágiles, la delgaducha. Yo quisiera que ella  abriese la boca para decir: "Estoy sola en el mundo y no creo en nadie,  todos mienten, a veces hasta en la hora del amor, yo no veo que una  persona hable con otra, la verdad sólo me llega cuando estoy sola”.  
        Pero Macabea (la etimología de su nombre nos lleva a la tradición  hebrea, y a su paradójico significado en el caso de la protagonista: “martillo”) no puede decir nada de eso. Ella es parca en palabras, “no tenía  conciencia de sí y no reclamaba nada, incluso pensaba que era feliz”.  
        El martillo que percute Macabea resuena en nosotros, como lectores, pues atestiguamos el destino de esa historia en particular, la de  “una inocencia herida”. Como se torna obvio, este destino no es sino  una muestra de un universo mucho más insondable, un lienzo que la  estrategia de Clarice plasma a través de su propia creación –Rodrigo  S. M.– quien, a su vez, hilvana su propio tejido narrativo, su propio  imaginario. Y así hasta un embrión imposible de rastrear.