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Dos páginas[1] [2]
Ojo Líquido de Guadalupe Santa Cruz (Palinodia, Santiago, 2011)

Por Nadia Prado
Publicadas en ARCHIVOS DE FILOSOFÍA Nos 9-10 / 2014-2015


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No soy yo ni soy otro,
soy cualquier cosa en el intermedio.

Mário de Sá-Carneiro


Un libro sobre el límite, Ojo líquido, escupe su soliloquio fantasmal interponiendo dos escrituras, cuyo paso y continuidad es el portar de un intervalo, de dos tonos y dos modos del ser. Lanzar la red y esperar al que lastra,[3] desvelo por la necesidad del diálogo, inquietud de ese alguien que sopese el decir que se dirige hacia y desde. Escribir a dos manos, en la extrañeza de sí misma. Ojo líquido esboza esta frontera y, en cuanto apertura porosa, hace acontecer dos voces en la disposición de las páginas. El curso de dos tonos que dicen los acontecimientos y el riesgo de lo intrínseco, ámbito y cohabitación de la expectativa y la caída.

Un diálogo, acaso, para dejar correr al animal de la letra[4] y compulsar el sentimiento dual de la página que piensa y escribe, como si poetizara el límite del súbito y lento acomodo de todos estos entres. Cito del libro: “Escribo porque desperté en una escritura que me enciende. La llamo escritura y ni siquiera tiene palabras, tampoco me ha pertenecido. Se trata de hojas sueltas y se hace difícil volverlas a juntar, arman una comprensión alguna vez conocida. Pudo ser escrita ya, un borrador que da vueltas en un recuerdo que tiene lugar por el sueño” (7). Duda que adviene en la posterioridad del anhelo hacia el otro porque, como señala Derrida, “el diálogo quedará herido para siempre por una última interrupción, aunque el diálogo continúa su propia estela en el superviviente, que cree conservar al otro en sí” (11).

Una orilla y otra [guardan], la distancia del que escribe la experiencia y lo inexperimentable. El límite de la cercanía y la distancia que se avecinan. Dos rostros que siendo jardín-excritura (noción tomada por Guadalupe Santa Cruz de Jean-Luc Nancy) dejan ingresar una ambigüedad.

Este animal que se divide queriendo alejar su fin va de un ya-no a su todavía para seguir siendo lo que ya es y ha sido, como si aquella correspondencia sucumbiera en el estar de la medianía gráfica y espacial de un mapa-libro que lee, en su anterioridad, la confrontación que se aloja en el jardín, es decir, en lo excrito, y que como “cuerpo es el ser-expuesto del ser” (Nancy 30). Lo anterior supone el sin fin de una conversación en medio de la escritura por donde corre la página, y no al revés. Un borde carga y lastra al otro, tantea la vecindad distante de la voz que anuncia su arribo y su partida. Allí corre el animal de este deslinde, cuerpo que experimenta y siente esta separación. No hay aún, no hay finiquito para este diálogo, como señala Guadalupe Santa Cruz: “[E]stuve largo tiempo salivando palabras en la boca. Estuve buscando sus formas, las busqué en un ángulo chueco que hay en el espacio, escribo porque no las encontré” (7). Este límite, unido por la lengua del no haber aún, que intenta plantar el lecho donde la letra se enreda, sitúa la conversación en un ángulo torcido, abandonando la palabra faltante en esas hojas sueltas que no se encuentran pero se precipitan en ese deseo, como en el sueño de Kafka en el que la carta extraviada de la amada se busca en vano, obligando a un careo entre el portero y el cartero (Kafka 67-68). Diálogo por venir entonces, y no totalidad, es y siempre ha sido la continuidad intermitente de la escritura.

Estas dos páginas codiciosas, inconclusas, marcas de escritura, abren la cofradía entre apetito y falta, como si se apagara y se retirara sin aviso la voz. Y, fuera del sueño, no seremos advertidos del peligro de volver a la misma perturbación y oscuridad. Peso y caída del quedarse sin el otro. Careo de las páginas en que, precisamente, acontece la epojé de esta conversación. Pienso: apenas un sueño para transferir lo que oculta esta soñante que busca las formas de las palabras, mientras una página leva a la otra en esta gramática geológica. Santa Cruz escribe: “También en sueños hay lugares que son porque me hallo ahí, soy en ellos por desconocidos que sean (nunca extraños), pero hay otros lugares que yo miro, están siendo soñados para la vista que disponen ante la que sueña, detenida frente a ese manchón” (13).

Es lo que hace que estos dos, sean la posibilidad imposible de ese encuentro. Límite difuso de este organismo, lengua cárcava, lengua huayco; quizás río que desborda la pantalla, porque solo así y solo entonces puede emprender vuelo o ser despedazado por la lengua del diagnóstico. Diálogo del acuerdo y la hostilidad del que agradece al siguiente. Apertura y cierre, respaldo para lo anterior que hace sobrevenir lo que quedó y lo que está por-venir. Anota Guadalupe Santa Cruz: “Cuando no escribo, al dejar de escribir —blanco en el blanco de los cuadernos—, las cosas, como animales, me tiran de la ropa, me rasguñan. Dicen que hay páginas por todos lados, hojas, de naturaleza o tachadura, que hay superficie. Llaman mi atención en su no decir. Ni las cosas ni yo algo dice” (9).

La página está tranquila, pero: “No es el paño amarrado a la mandíbula. Tampoco la venda en que transpira una mirada” (9). Esta disputa ya estuvo en la novela Salir, donde la autora nos adelantaba que la indeterminación sirve para no volverse ciego. Una erosión remonta a la siguiente; páginas/quebradas, avenida de agua que ya dio todo. No hay más, la página está tranquila pero en el “linchamiento del silencio” como escribe Guadalupe en Quebradas[5]. Algo ataca más allá de este suelo, porque “[n]o hay país sino un paraje en cada hendidura” (Quebradas…), por eso el agua de este jardín sube atacando las variaciones, las siluetas de letras y cuerpos que permanecen solo como “formas borrachas” (Quebradas…), cargando la objeción de quien escribe y que debe introducir un tope en el animal. Es el cuerpo que se agolpa “en el tiempo que se sabe condenado a perder su elasticidad” (Salir 56). Es “en terreno yermo [donde] salta a la vista un límite” (Quebradas…), pero también terreno fecundo que se cubre antes de saltar, en la oscilación entre enmudecer y decir; turbial en eco que las palabras tironean en la hoja. Esta excritura ha comenzado en Quebradas. Las cordilleras en andas, donde “algo ocurre, corroe, falla o se interrumpe” (Quebradas…).[6] Es esta impersonalidad, el “se” del que habla Santa Cruz, las páginas de un disenso porque “‘Se’ no es todos, es nadie, nos ata ‘se’ sin juntarnos. ‘Se’ le quita el cuerpo a las palabras (para incandescencia de esos cuerpos, para fulgor de esas palabras), se mantienen a distancia para secreto del paisaje. El nadie que habla, del verbo hablar, lo hace por la ley y sin cuerpo a cuerpo” (52). Me pregunto si no es el desvelo de este diálogo lo que sigue insistiendo, como pura presunción del “volver a mezclar con agua los bloques de adobe hecho terrones y polvo” (11). Paso e interrupción del salto de la vista, donde en el aferrarse las páginas se han vuelto terrones. La hoja debe deshacer entre los grumos para continuar y evitar el desmayo, pero quizás lo que se escribe en medio de esta huidiza superficie sea solo escarpe. Paisaje apenas retirado, probidad y exceso de la letra que se sustrae de la palabra, cuando la autora, como primera visión sin la venda de calle Londres 38, lee [y leo] avenida MaTa evitando una T, y nos informa que lo que no se ve no solo desaparece, sino que “es un borrador vuelto reliquia, un cálculo sin su medida” (11), grumos entre el líquido del ojo y el líquido de las yemas, la “consistencia pastosa [que] atrae el deseo de construir” (11).

Dejar correr las aguas y al animal de la letra para que el surco nos haga creer que la página está tranquila y que solo allí puede ocurrir el sueño. Tiemblo en el asiento vecino parece decirle una página a la otra, como la pasajera que viaja en Ojo líquido por primera vez en aquella oscuridad bajo tierra de “los cadáveres de obreros lanzados a esas zanjas y luego recubiertos de tierra, obreros introducidos vivos en el orificio de las enormes betoneras de los camiones” (31). Frente a frente que se entiende en el túnel y en el miedo. No por encierro, sino por extravío. “Dos líneas gemelas”: una enferma y otra resiste. Recapacito: ¿no es esto, acaso, una proyección anodina del gesto de escribir? Cordón montañoso que hace posible la comparecencia del otro; simple afán e inquietud de dos empalmes infieles con-tentados en su deserción.

Aquí, la muerte no es un destino, sino un dar la espalda. Hablar contra el borde, como hablan las imágenes del diagnóstico (radiográficas, ultrasonográficas, tomográficas) que carga una de las páginas en el mudo sobre de papel bajo el brazo, troquelando el cielo al detectar la enfermedad y silenciando del remitente el aviso, ese que alguna vez creyó leer erróneamente al salir de la tortura.

Gramática incidental en el libro, entonces, la autora citando a Benjamin vuelve a preguntar: “Huella del alma, huella de las cosas, ¿dónde estamos?”, lo que “hay es una suerte de isla carente de coordenadas, contra cuyo borde la gente habla entre velocidades diversas” (8). En algún lugar el nombre de un cadáver sostiene su ausencia a través de otros, no se puede dejar ese soliloquio fantasmal. Un límite es resistido, la visión sustraída al volver se equivoca y el ojo se escurre bajo el jardín. El acontecimiento de la muerte, que en su manifestación vibra de una pasajera a otra, imita al animal domesticado dentro de la jaula. Ojo líquido pareciera escribir esa mímesis soñando la ausencia de esa distinción. La página que sobreviene la vuelve a casa, porque “es la ausencia y el vacío como zona” (“Operación tiza” 47).

Guadalupe Santa Cruz escribe en otros y propios respaldos, con la voracidad de tirar hacia arriba el líquido del desparrame, “el de extraños pantanos” (17), aquellos de las “aguas que no registra el ojo” (17), porque el ojo quiso quedarse. Esta letra mira y se prolonga en esa esparza; manera canica de mirar que cayendo desde la tierra a la tumba, desde la tumba al cielo abierto, nos otorga una noción de escritura que en el intervalo, de la página y de la tregua, es decir, en la trinchera, pero sin proximidad ni distancia, deja que el barro suba y toque al ojo. Tensión de una verticalidad sin regreso, la T, sacada de la palabra que arriba a la mirada como imposibilidad del ojo ya descubierto, es merodeo tanático y arritmia ocular que no puede medir la superficie después de su aplastamiento. Rareza que presume y conjetura una verdad en el equívoco. No hay intención, solo expropiación como intento de drenar el lenguaje y de aferrarse a lo inestable, para sacar la palabra de su horma. Entonces, los jardines, como la escritura, dice la autora, verifican la ignorancia de los mapas. Río que no es pero se vuelve escritura, cuando intervala y ecarta. La letra descubre el error y se vuelve accidente geológico. El “gesto de las tajaduras” es lo que ingresa y se lee. La letra que se desprende y arrastra los ojos de su shock, hambre en la boca del testigo. Ojo líquido se vacía en la indecisión y el espaciamiento, siendo alteridad que no acontece sino como intermedio.

Este libro escribe el indicio después de lo irreparable, “un ojo lúbrico e inmóvil esperando mirar entre las tierras oscuras […] un juego enterrado por el tiempo, removido una y otra vez entre las raíces y finalmente quieto. Pero no es canica. En el patio de su casa hay gusanos de luz, ojos que se desarman al tocarlos. Se abren como animales y se mueven” (51). No es que algo titubee, sino que se desea titubear; la premonición queda encerrada sobre sí, la venda ha creado el jardín. La letra convertida en palmera sobresale por los techos, sustraída del lenguaje que embiste como magnífica arteria que recién comienza a horadar cuando encuentra su veta. El error del nombre se transplantó desde la mirada a la calle, de una página a otra. Algo se interpuso para dejar crecer enredaderas y derrames, lunares y manchas que se encaraman y cubren la correcta palabra luego del anegamiento.

Se acomodan las páginas, se compagina el pensamiento, y lo que permanece es el diálogo espectral del intento. El ojo se afianza al error de esa primera visión sin la venda, pero luego, en la reiteración de la mirada, corrige. Parece canica (palabra custodiada en el bolsillo del pantalón), destello que emerge cuando algo se remueve. El jardín “cuando es lugar, manchón sería donde aparece lo desaparecido. Ahí se enhebra, o flota” (53), donde se abre un animal que duerme en la página hacia nosotros y entonces intentamos escuchar y herir con la mirada los objetos, para que ellos, los objetos heridos e hirientes, exhiban sus manchas. Un jardín que nos va diciendo con Benjamin y con las canicas que aparecen, que “[e]l texto es el largo trueno que después retumba” (459). La palabra se custodiaba en el bolsillo, en un surco, y ahora, fuera de sí, deja ver su líquido y se extiende hacia nuestro desvelo.

 

 

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Notas

[1] Texto leído en el Bar Thelonious el 19 de junio de 2012, con ocasión de la presentación del libro Ojo líquido de Guadalupe Santa Cruz (Palinodia, Santiago de Chile, 2011).
[2] Alguna vez, sintomáticamente, amorosamente, conversamos este título con Guadalupe y ella fue la asaltante de caminos, ahora lo tomo de nuevo y me convierto, en ese regreso, en su asaltante.
[3] Dejo hablar a Gadamer y a Celan.
[4] Merodeando a Nancy.
[5] Este libro no cuenta con número de páginas.
[6] Las cursivas son nuestras.

 

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Bibliografía

- Benjamin, Walter. Libro de los pasajes. Madrid: Ediciones Akal, 2005.
- Gadamer, Hans-Georg. “¿Están enmudeciendo los poetas”. Poema y diálogo. Barcelona: Gedisa Editorial, 2004.
- Derrida, Jacques. Carneros: El diálogo interrumpido: entre dos infinitos, el poema. Buenos Aires: Amorrortu Editores, 2009.
- Kafka, Franz. Sueños (sueño número 44): Madrid: Errata Naturae. Trad. Iván de los Ríos, 2010.
- Nancy, Jean-Luc. Corpus. Madrid: Arena Libros, 2003.
- Santa Cruz, Guadalupe. Quebradas. Las cordilleras en andas. Santiago: Francisco Zegers Editor, 2006.
— “Operación tiza”. Merodeos en torno a la obra poética de Juan Luis Martínez. Santiago: Intemperie Ediciones, 2001.
Salir. Santiago: Cuarto Propio, 1989.


 

 

 

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