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ESE DÍA. EXPERIENCIA Y HOSTILIDAD DEL POEMA EN JARAMAGOS DE NADIA PRADO
Nadia Prado. Jaramagos. Santiago de Chile: Lom, 2016.

Por Rodrigo Karmy Bolton
Universidad de Chile
Publicado en Saga, revista de letras, N°6. Segundo Semestre de 2016




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Desgraciadamente, tengo que firmar solo el prefacio de esta edición.
Marx, el hombre a quien la clase obrera de Europa y América debe más
que ningún otro, reposa en el cementerio de Highgate
y sobre su tumba verdea ya la primera hierba.

Frederich Engels,
Prefacio a la edición alemana de 1883 de El Manifiesto Comunista

“Planta crucífera muy común entre los escombros” —dicen la mayoría de los diccionarios (Corominas, 2005). De corola cruciforme, es una planta común, pero solo “entre los escombros”. Común entre ruinas, pulsa su vida a lo largo de los fragmentos de mundo que han sido abandonados, a los que un otoño les ha sobrevenido, como si lo común no fuera más que el estampido de la vida en el seno de la muerte, de un nacimiento en el seno de una tumba: “(...) esta voz /hermana / se queda aquí /como esas plantas entre los escombros /allí ha crecido y crece una hierba silvestre (...)” (p. 65). La experiencia es una grieta que disloca la continuidad entre cuerpo y lenguaje.

Como un abismo en el que flotan las pulsaciones de la infancia, la experiencia guarda una voz —ni una palabra ni una cosa— que danza entre los surcos desolados, bajo el discurso aún no pronunciado y, sin embargo, ya muerto, concluido en una tumba sobre la que crece —y ha crecido— “hierba silvestre”. La lengua es una tumba, la voz la hierba que supura, el resto que resbala en el vacío —ni desierto, ni camino prefigurado— el poema lleva una “hostilidad” radical a la lengua, a la “soga” con la que un infinito aprieta los cuerpos, toma los deseos, abraza hasta saturarle e impedir que el acontecimiento del habla no pueda tener lugar: “(...) cuando rompe el viento una hoja de papel /la hostilidad se hospeda en el poema” (p. 41): el poema no yace en la hoja de papel, sino en su dispersión, no reposa en el grafema escrito con la pluma, sino en la mancha que le excede, ahí donde el curso de las cosas —su orden— se rompe exhibiendo su inconsistencia, el hecho de no ser más que combinación de vientos, composición abierta a los juegos eólicos, antes que a los diccionarios y sus instituciones del lenguaje.

Jaramagos está preñado de una débil fuerza que lo recorre: hablar significa poder no hablar, tomar la palabra implica cortar la cadena del lenguaje, lanzarse al equívoco que dispersa al bullicio de las letras. Solo en tal error acontece una voz, solo en la “hostilidad” del poema al lenguaje, podrá ser fiel a la palabra, solo en tal “grieta” habrá algo así como experiencia. En otros términos, es preciso que la lengua muera para que la lengua viva, es necesario que sea una tumba para que broten los jaramagos que guardan la voz “entre los escombros”: “(...) si el poema no llega a sus palabras / debe quedarse en el oído” (p. 61) —escribe Prado. Porque el poema es una experiencia, un lugar que no puede reducirse a la simple sensibilidad de un cuerpo, pero tampoco ampliarse a la abstracta inteligibilidad del lenguaje. El poema solo puede serlo si no llega jamás a “sus palabras”.

No encontrar “sus palabras” es asumir que no hay “la palabra” que coincida enteramente con la experiencia. Si el poema “no llega a sus palabras” ha de guardarse como una voz en el seno de un oído, en la superficie de los cuerpos y en el umbral del mundo. “No llega a sus palabras” porque un poema —si pretende ser fiel a la experiencia— no debe jamás llegar a ellas. Alcanzarlas será su muerte, perderá su hostilidad y terminará transformado en tumba. Un poema no puede nunca ser una lengua. Apenas un mamífero —como diría De Rokha— una criatura de la que no sabemos mucho, un balbuceo que “(...) en su ausencia me habla” (p. 27). Un poema como ausencia, zumbido que cuela en los oídos, tenor de una “grieta” por la que se cuela el “viento” para diseminar letras: “(...) en la equivocación conciliar letra a letra / el sonido y las cosas / descubrir el viento que las mueve / en un imperfecto hogar (...)” (p. 48). Se trata del “viento” en el medio de la “soga”, del agujero por el que se cuela el aire y la cadena de letras se dislocan, no de aquello que las sutura para siempre en un orden: “(...) las letras vendrán a desintegrar el descuido (...)” (p. 35), a institucionalizar una gramática que dispondrá de las fuerzas y tejidos. El poema reclama la hostilidad de una fuerza a-gramatical que acontece como su afuera en el que toda letra gira en el vacío, en el que la entereza de un significante implosiona en el torbellino del equívoco. Escribir será siempre excribir, dejar que el viento mueva loca o ligeramente la hierba que “verdea” en los bordes de una tumba.

Jaramagos no es un arte poética (no dice qué hay que hacer para escribir un poema), ni un poema acerca de algo (sus versos no refieren a un objeto exterior a sí mismo). Jaramagos es la experiencia que brota desde el lenguaje como escombro. Jaramagos —en plural— no transcurre como un álbum de fotos sobre la infancia, sino como una tormenta de imágenes cuyo brío estalla por cada “hoguera” que las convoca. El epígrafe de Gabriela Mistral inscrito al inicio del texto nos abre lo que aquí está en juego: el gasto radical, la an-economía del poema, su carácter a-gramatical: quemé toda mi memoria / como hogar menesteroso. Escribir es una forma de quemar, consumir radicalmente sin cálculo ni camino posible, quemarse, acaso, inmolarse sin dejar monumentos. Toda la memoria convocada al poema, quemada como un pobre hogar que fue y será. Como un hogar cuya precariedad nos acompaña durante toda la existencia y donde Jaramagosno hace más que rememorar el ardor de dicha experiencia: “(...)ese día sin lenguaje permanece ileso (...)” —escribe Prado. “Ese día” no es un día encadenado al tiempo cronológico, sino una llamarada que mantiene su fuego en el abismo que se cierne entre cuerpo y lenguaje. “Ese día” no es un día, sino un bostezo, una bocanada de aire —o viento— que ingresa para quemarnos, ardernos, gastarnos totalmente en las huellas de la eternidad. “Ese día” no es un día, sino una experiencia.

No puede ser concebido como un “trauma” en el que la imagen clausura la sombra de la infancia, sino justamente la infancia como intensidad de la experiencia que nos acompañará siempre. “Ese día” permanece “ileso”, precisamente porque jamás pasa. Porque en cuanto experiencia, “ese día” es el lugar de lo inapropiable, el sitio en el que las palabras flotan sobre nuestras cabezas, y ningún Dios ha donado aún la fuerza para usarlas. Entre el “haber sido” y el “todavía no” descansa el poema. Un relámpago —como el estallido de Margarita Pisano al que Prado dedica el libro— irrumpe y abre la cadena del lenguaje, una grieta en la que ésta muestra su vacío, el lugar del poema que no es más que “ese día” que “permanece ileso” frente a la tumba del lenguaje.

Nuestro hogar es un Jaramago: “(...) un jaramago en medio de nada” (p. 43) —escribe Prado. Nada hay, nada queda. En el “hogar menesteroso” no hay más lenguaje, sino un balbuceo, no hay palabras, sino poemas, no hay inscripción sino vacío. No es un desierto —por el cual aún podemos caminar— sino un vacío, un agujero en el seno del lenguaje, lo que no puede sino faltar para siempre pero por lo cual somos autorizados por nada ni nadie a hacer una experiencia. Porque ese lugar es un “hogar”, un jaramago que “no llega a sus palabras” porque es una experiencia. Como tal, al tocar el lenguaje se quema, como una mariposa nocturna que se despoja de su vida abrazando la intensidad de la luz para convertirse en cenizas.

Alcanzar las palabras significa morir, por eso el poema no puede alcanzarlas jamás. Y acaso, no deba más que abrir el pulso de la vida jugando cada vez con la muerte, resistiendo la sutura entre cuerpo y lenguaje, entre poema y letra, a la que se nos invita en el capitalismo contemporáneo y su industria del espectáculo. Quizás, para Nadia Prado vivir signifique naufragar cada vez en medio de la nada, juntar fragmentos de un lenguaje roto, quemar enteramente el hogar y lanzarse a la experiencia de un viento en cuya intemperie ese día sin lenguaje permanece ileso.


Marzo de 2017

 

 

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Referencia Bibliográfica

Joan Corominas, J. (2005). Breve diccionario etimológico de la lengua castellana. Madrid: Gredos.


 

 

 



 

 

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