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Crítica a «Leer y velar» de Nadia Prado
(Cuadro de Tiza Ediciones, 2017)

Por Paz López
Publicado en EL DESCONCIERTO, 30 de abril 2017


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El poema lee y vela, se escucha con insistencia en este libro que lleva también ese nombre. Y si velar implica retardar tanto como sea posible una ausencia, si hay en ese ritual un imperativo, “es que nadie muera sin amor, sin tener quien lo guarde”.

“Cuando niña tocaba el pelo de mi madre, perdía el tiempo en ese impulso”, dice Nadia Prado en Leer y velar, y a mí me parece que en ese recuerdo se concentra la experiencia del poema que Nadia ha querido exponernos aquí. Acariciar el pelo de la madre es un gesto tan propio como impersonal, un gesto que viene de muy lejos en el tiempo y que por lo tanto es mucho más antiguo que la propia mano que acaricia. “Fósiles en movimiento” les llama precisamente Didi-Huberman a esas “emociones figuradas”, a esos “gestos emotivos inmemoriales” que son actuados y padecidos al mismo tiempo.

Del mismo modo que la caricia, el poema implica para Nadia actividad y padecimiento, o si se quiere la disolución de sus fronteras, permitiendo en ese movimiento la irrupción de un pensamiento dirigido mucho más al extrañamiento que a las verdades eternas de una filosofía dogmática. Digo actividad, allí donde Nadia dice conmoción. Y deberíamos agregar quizás emoción, por lo que expresa esa misma palabra: “una moción, un movimiento que consiste en ponernos fuera de nosotros mismos”. De allí que el poema sea también cosa padecida, un momento de interrupción de la palabra déspota, que suele ser proporcional a sus propias expectativas, guardiana celosa de la identidad y el límite. “Palabra de poeta y no de amo”, dice Blanchot. “Experiencia y no verdad”, dice Nadia Prado.

Si la poesía es sobre todo experiencia, si el poema dirige hacia el verbo firme e irrebatible su lado más frondoso, es porque allí la lectura y la escritura quedan liberadas de su actitud devota y de su recelo exegético, abriéndose a un momento en el que “todo y todo de sí” puede ser puesto en entredicho. “La palabra es la discordia”, dice Nadia, es ella la que nos “extravía y transgrede” haciendo que nuestra “manía devoradora y arrogante gravite sobre el espesor de la lengua sin lograr la feliz confusión con ella”, acota.

A propósito de esta experiencia caracterizada por el desplazamiento de toda relación con la verdad, algunos críticos han señalado que la poesía de Robert Walser es “experimento sin verdad”, pues lo que ahí se arriesga no es la veracidad de los enunciados sino el propio modo de existir, volviendo inútil el ejercicio de afirmar o negar, aceptar o refutar. Esta suspensión –o callejón sin salida dirán algunos– no implica necesariamente apatía o pasión por la nada, sino la experiencia radical de una potencia. Por eso quizás Nadia Prado muchas veces a lo largo del libro refiera al poema en clave negativa: “La poesía no parodia, no remeda, no codifica, no salva, no es sacrificial, no es indiferente, no es ajena, no es propia, no es utilitaria, no es práctica, no reconcilia, no injerta, no encarna, no fusiona”. El “no” opera aquí como elemento de paso que va poniendo cada vez más lejos la meta del sentido o también como apertura y “atisbo luminoso de lo posible”.

Hay en esta experiencia poética que Nadia va entretejiendo un realismo extremo y riguroso, uno que no deja de advertir sobre la incesante obra de la muerte en la que se halla sumida la vida humana. Ese desplazamiento de toda relación con la verdad se convierte al mismo tiempo en expresión de la propia duración del hombre. “Estás en la muerte mientras estás en la vida”, anota Montaigne, y en ese sentido el poema –su experiencia– sería un modo de vivificar los pulsos de la vida aun cuando ese ejercicio se revele como una actividad de moribundos. Nadia Prado lo dice del siguiente modo: “Lo que el poema resguarda, lee y vela, es la posibilidad de recolectar palabras para resistir las ausencias venideras (…), para soportar el saber de que todo siempre vive dirigido hacia su desaparición”.

La lectura y la escritura, la existencia que avanza hacia el lenguaje, tiene aquí la forma de un rito fúnebre, o quizás una pregunta por la interlocución entre los vivos, los muertos y por nacer. ¿Con quién habla entonces el poeta?, se preguntó alguna vez Mandelstam (al que un poema le costó la vida). En esas “breves respuestas al mundo” que lanza el poema, dice Nadia, ¿con quién entonces conversa? Aunque la dicción del poema esté más próxima al tartamudeo, al murmullo o al susurro, la pregunta ya anuncia en su propia interrogación un “deseo de otros”. “Escribir es una manera de orientarnos para sobrevivir y tocar-nos”, anota Nadia, y tocarse sea quizás aquí otra manera de decir o exigir que el “platillo del yo” deje de sonar tan fuerte para que, como el poeta Sollogoub, pueda dirigir y escuchar estas palabras:

“Mi amigo secreto/mi amigo lejano/Mira/Soy la fría y triste/luz del alba/fría y triste en la mañana/Mi amigo secreto, mi amigo lejano/voy a morir”.

Así “como se lleva al otro dentro de sí en el duelo, así como el otro sobrevive o sobreviene en la idealización y el recuerdo”, así el poema llevaría dentro de sí la muerte. Pero no hay negatividad en esta afirmación que recorre el libro de Nadia Prado, sino una interrogación por la potencia de la que están dotados los hombres en cuanto vivientes. “No se trata de seguir de pie ante la muerte sino de seguir de pie ante la vida”, nos dice Nadia, y no hay que confundir ese giro con alguna variedad de la autoafirmación. Lo que hay en este libro, decíamos, es “deseo de otros” o tal vez más precisamente una pregunta insistente por el amor.

El poema lee y vela, se escucha con insistencia en este libro que lleva también ese nombre. Y si velar implica retardar tanto como sea posible una ausencia, si hay en ese ritual un imperativo, “es que nadie muera sin amor, sin tener quien lo guarde”. Por eso quizás Nadia Prado emparenta el poema al amor –“el poema, es decir, el amor”–, un amor rememorante, que como la caricia en el pelo de la madre –ese gesto casi escatológico– profundiza la actividad de lo ausente y lo convierte en materia rebelde, en carne. Pienso (temo) –contraviniendo a Pessoa (“el hombre no es un animal: es carne inteligente”)– que somos más carne que inteligencia, dice con suspicacia Nadia, y entonces recordé este poema de Philip Larkin, que se llama Ignorancia:

“Es extraño no saber nada, nunca estar seguro
de lo que es verdadero, correcto o real,
y verse forzado a precisar o eso siento,
o bueno, así parece:
alguien debe saberlo.
Es extraño ignorar cómo funcionan las cosas:
su habilidad para encontrar lo que necesitan,
su sentido de la forma, la diseminación puntual de la semilla,
y su voluntad para cambiar;
sí, es extraño,
incluso vestirse con este saber –ya que nuestra carne
nos rodea con sus propias decisiones–,
y aun así pasamos la vida entera en vaguedades,
y cuando comenzamos a morir
nadie entiende por qué”.

Y así, entre ignorantes y moribundos, ataviados por una carnadura que sabe más que nosotros, tropezamos quizás con el amor, esa acrobacia que –como el poema– desafía una y otra vez las leyes de lo probable y lo posible.

 

 

 

 




 

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