Son varios los recuentos necesaríos de hacerse en esta fase de cambios y reajustes múltiples; algunos ya en curso, otros todavía postergados.
Entre los que conciernen a la producción cultural, el recuento de las formas de emergencia y constitución de un nuevo discurso crítico en Chile sigue inédito. Recuento quizás más dificultoso que otros por lo precario y disperso de los soportes comunicativos que restringidamente vehicularon los textos de ese discurso, marginado de los circuitos tanto de referencia académica como de difusión cultural. Pero recuento también desafiante: la producción teórica y critica producida durante estos años en Chile no sólo fue el instrumento que más sólidamente ayudó a la reconceptualización de los lenguajes y sistemas de expresión después de la fractura histórica de sus marcos socio-culturales. Sirvió además para vulnerar la consigna autoritaría de una verdad única fisurando esa verdad, reintroduciendo en su marco las voces alternas y fragmentarias de lo censurado.
Cláusula universitaria y teoría de extramuros
Si hubiese que ilustrar la variación de enfoques y reformulación de perspectivas que orientó el cambio entre la modalidad teórico-crítica reinante en el discurso de los 70 y la de los 80 en Chile, sería tentador tomar dos libros como ejemplos: El estructuralismo literario francés de Roberto Hozven, publicado en 1979 por la Universidad de Chile (Ediciones del D.E.H.) y Lihn, Zurita, Ictus, Radrigán: Literatura chilena y autoritarismo de Rodrigo Cánovas(pdf) publicado en 1986 por Flacso.
El libro de Hozven recopila y analiza las definiciones teóricas y metodológicas de la “investigación lingúístico-literaria contemporánea realizada por los estructuralistas franceses”. El propósito del libro es introducir en el medio universitario chileno los avances más perfeccionados de la teoría literaria internacional, sin que el libro se pregunte jamás por las relaciones —de traspaso e inserción— entre estos contenidos europeos y el contexto socio-cultural chileno que delimita su horizonte de recepción y asimilación. Prevalece un criterio de cientificidad destinado a servir lo más técnicamente posible la investigación teórica literaria desde un pensamiento sobre la obra que aún no cuestiona el dogma formalista de la autosuficiencia del texto desvinculado de sus condicionantes de producción histórico-culturales, ni la fetichización académica de un saber recortado de su campo de enfrentamiento social.
Casi una década después, el texto de Cánovas marca el giro de una nueva sensibilidad cultural fuertemente remecida por la violencia desestructuradora del aparataje represivo, y empeñada en reelaborar claves de pensamiento teórico-crítico que formulen una comprensión de los trastocamientos de sentido que pusieron la historia en crisis de intelegibilidad. El texto de Cánovas se inscribe —según sus propios términos— en esta “serie de textos críticos (cada vez más numerosos en Chile en esta década de los 80), que no divorcian la teoría del texto de la política contingente o de los discursos sociológicos acerca de la literatura”.
La desmarcación entre un primer tipo de investigación crítica cuya meta es garantizar la sistematicidad del conocimiento y la rigurosidad de su transmisión y el segundo tipo de textos mencionado por Cánovas, reproduce más o menos fielmente el límite que separa los trabajos gestados dentro de la universidad intervenida de las escrituras nacidas fuera de ella; la clausura universitaria relegó al extramuro los discursos preocupados no sólo de refinar sus manejos técnico-instrumentales de las teorías literarias vigentes, sino también —y sobre todo— de polemizar con su entorno cuestionando los engranajes de poder del modelo autoritario fanáticamente sellados por la “cultura del miedo”.
Pero la diferencia entre ambas modalidades de determinación crítica no sólo radica en que las reflexiones inauguradas fuera de la universidad —en circuitos alternativos vinculados a la plástica o la literatura— privilegiaran la dimensión socio-contextual del análisis crítico en contra de un dudoso principio de “no interferencia” mantenido por quienes siguen aislando la práctica del texto del juego de códigos (sociales, políticos, económicos, culturales) que ideologizan su lectura. La reflexión crítica de los 80 articulada por circuitos informales (revistas de publicación discontinuada y circulación escasa, catálogos de exposición o prólagos de libros, mesas redondas o seminarios, etc.) ha ido protagonizando varios otros desplazamientos aún no medidos en sus reales alcances transformativos.
Mientras el prestigio académico de los discursos que pertenecen a la cultura universitaria depende siempre de un cierto culto a la especialización, la reflexión crítica a la que aludo se ha caracterizado por violar ese culto. Primero, las figuras que resaltan en el campo de esa reflexión ejercen toda su escritura en torno a obras o textos que desubicaron su relación de especificidad a un saber comprobado (el estético, el filosófico, el sociológico, etc.) llevándolas a cruzar referencias —Walter Benjamin, el postestructuralismo, la filosofía de la deconstrucción, Foucault, el psicoanálisis, etc.— fuera de los límites tradicionales de pertinencia y legitimidad disciplinarias; Ronald Kay, Enrique Lihn, Adriana Valdés, Patricio Marchant, Pablo Oyarzún, y otros, practicaron o practican un tipo de escritura critica que mezcla conocimientos en tránsito para lecturas interculturales de materiales no circunscritos a manejos teóricos prediseñados.
Sobre árboles y madres de Patricio Marchant (Ediciones Gato Murr-1984) que comete la impertinencia de definirse a sí mismo como “poesía chilena” para evitar toda confusión de parecidos con el Discurso Filosófico Universitario al que se opone, ilustra ese tipo de discurso limítrofe que entrecruza registros (el análisis teórico, la ficción poético-literaria, la especulación filosófica, el relato autobiográfico, etc.) hasta desbordar cualquier sistema de convenciones teórico-eseriturales: libro de-generado cuyo gesto construye “un rechazo de la división de los géneros, una defensa de la preeminencia de la escritura”” (Vicuña) equivalente a como la poesía y la literatura del período (Martínez, Zurita, Maquieira, Muñoz, Eltit, etc.) deciden fragmentar las tradiciones y desligar sus memorias canónicas alternando hablas mutantes y descentradas.
Sin duda que la desvinculación de estas escrituras marginadas de la competencia académica contribuyó a que su relación informal al saber acreditado les permitiera jugar más libre y asistemáticamente con las mescolanzas de citas y las hibridaciones de corpus en préstamo.
Lo latinoamericano en escena
Otro rasgo que distingue la producción crítica de los 80 en relación a los discursos anteriores, concierne su puesta en escena de lo latinoemericano como clave problematizadora de una cultura moldeada por el discurso europeo de la colonización cultural.
El mismo libro Sobre árboles y madres decía querer tratar “una operación de la realidad, de nuestra realidad” donde “el nombre de Chile, es decir, de Latinoamérica, es cuestión y el no preguntarse por él, el no proponer nombres, acusación; Jorge Guzmán en sus Diferencias latinoamericanas (Universidad de Chile, 1984) advierte contra “el continuar con la larga tradición de trabajos sobre textos literarios realizados con métodos orientados a configurar las obras según los intereses teóricos de comunidades otras” y se pregunta acerca de “cuánto hay de verdaderamente torcido en leer a César Vallejo como Derrida ha leído a Mallarmé o como Julia Kristeva"; Ronald Kay en Del espacio de acá (Visual, 1980) estructuraba el problema de como “los hábitos de percepción de la tecnología importada (de la cual la cultura es sólo un sub-ítem) son conspicuamente ineficientes, demodés, y en parte o del todo, obsoletos respecto a los circuitos de producción, distribución y consumo de los complejos sociales de los que provienen".
Todos ellos —más otros— se hacen cargo de cómo una cultura dependiente e imitativa hoy plantea insurgentemente la cita como técnica de la resignificación: de la apropiación y reconversión paródica de signos en mutación de contextos y reciclaje de orígenes. El manejo transferencial de teorías importadas deja de ser la operación acrítica de una cultura subordinada que se vale de sustitutos. Organiza —para los textos de la década de los 80— una reflexión sobre las estrategias de la identidad y de la diferencia (de la identidad como diferencia) que recombina lo propio y lo ajeno en una nueva pluralidad de enunciados transculturales.
La categoría de lo latinoamericano ha servido de plataforma crítica para desmontar el discurso hegemonista de la cultura internacional, enfatizando el corte reivindicativo de una conciencia periférica cuyas demandas atienden muchos textos de la nueva promoción teórica chilena.
De semejante manera, lo femenino se articula como red exploratoria de preguntas lanzadas a la ideología sexual de la división de poderes entre géneros fijados por una jerarquía masculina. Toda una nueva reflexión impulsada por mujeres (Adriana Valdés, Diamela Eltit, Eugenia Brito, Raquel Olea, etc.) acoge y reinterpreta los aportes de la teoría feminista y postfeminista para abrir los textos a una lectura de como son atravesados y de como revierten los márgenes de la subalternidad en tácticas de contra-poder, liberadoras de una subjetividad rebelde a la entidad normativa.
Textos y contexto
La actividad critica de los textos mencionados debió sortear numerosas dificultades ligadas al molde prescriptivo y restrictivo del discurso autoritario.
Estos textos debieron primero entrenarse para la pesquisa de lo subcodificado por esta “estética del guiño” (Subercaseaux) que burló la censura mediante camuflajes y despistes, aprendiendo a desbloquear las presuposiciones de sentido que la clandestinidad del mensaje prohibido retenía ocultas para luego activarlas en lecturas cómplices.
Debieron, además, quebrar el monopolio reduccionista de las significaciones exclusivas multiplicando —en su reverso— voces y hablas que les restituyeran fluidez y heterogeneidad a los enunciados. Demás está decir que todas estas operaciones transversas fueron recargando la lectura de opacidades; los sobregiros defensivos de estos lenguajes bajo censura le fueron pidiendo al lector una recepción no sólo hipervigilante sino experta en desenmascaramientos.
La complejidad de los trámites descodificadores sumada a la introducción de referentes teóricos generalmente inéditos en el medio chileno, y a manejos heterodoxos de los mismos, en torno a obras que a su vez ponían en crisis los parámetros de su tradición, obstruyeron el proceso comunicativo de escrituras muchas veces temidas por el sentir que contenían la amenaza de una sobreexigencia. Ese sentir rodeó los textos de una marca inhibitoria y hasta paralizante, en el caso de un receptor desprovisto de las claves que harían su lectura más cooperativa.
Pero no sólo las retorsiones de las operaciones teórico-críticas que violentaron las expectativas de una lectura más cómoda o familiar, fue causa del confinamiento de los textos a circuitos tan minoritarios. Pesó fuertemente contra ellos la desarticulación de la red sociocultural y la falta de aparatos de extensión y difusión capaces de formar e informar, de orientar, una valoración crítica de los términos en juego.
La carencia de intermediaciones culturales que habilitaran el diálogo entre producción y consumo, ha tenido por consecuencia aumentar el desfase entre el destinatario presupuestado por el saber transferido de los textos y su lector circunstancial: el lector chileno empobrecido por la serie de operativos de confiscación de la memoria y del sentido desplegados por el discurso fundacional del régimen. Todo eso hizo que estos textos permanecieran ajenos a los requerimientos locales de significaciones compartidas para acordar o desacordar preguntas y respuestas.
El paso entre esta fase invalidante de censura y marginaciones y el nuevo proceso democrático que reabre la cultura a un plural de sentidos, ocasionó numerosos cambios que reorientan la función critica. Esa función aprendió del autoritarismo a organizarse bajo el signo inequivoco de lo denunciante-contestatario para oponerse a la oficialidad represiva. Hoy, la coyuntura democrática suspende la mecánica oposicional que relacionaba la producción artística y cultural con el discurso victimario bajo el único modo de la negatividad absoluta.
Pasar de lo prohibitivo y castigador a lo permisivo y tolerante, haber reconquistado circuitos de acción y participación públicas (las universidades, la prensa, la televisión, etc.), ser nuevamente actor de un debate pluralista, obligan a nuevas estrategias de intervención.
El mismo hecho que un discurso crítico censurado durante años haya sido rescatado por la prensa democrática —como ocurrió en este mismo suplemento— para defender en sus páginas materiales aún refractantes (por ejemplo, lo femenino), no puede sino hacernos reflexionar acerca de la dinámica operativa de este nuevo estatuto de integración; acerca también de los deslizamientos y reestratificaciones que categorías como las de margen e institución (categorías-tipo de cualquier política de los espacios enfrentada a centralizaciones de poder) van experimentando a medida que se van corriendo los límites de inclusión-exclusión y que se redefinen los tránsitos entre zonas cada vez más móviles e interactivas en sus diferencias.
Si la opacidad (y sus fórmulas de lo encubierto) fue la condición de emergencia y constitución de un nuevo discurso crítico en Chile, cabe preguntarse hoy cómo este discurso se reacomodará al presupuesto de transparencia (de negociaciones, de argumentos, de lenguajes) que rige la ideología del consenso democrático; o como desacomodará su nueva rutina por vías de disenso.
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El discurso crítico en Chile: Un recuento posible
Por Nelly Richard
Publicado en La Época, 11 de marzo 1990