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La batalla de las sirenas tristes
Sobre "El viento es un país que se fue" de Oscar Barrientos Bradasic

Presentación de Germán Carrasco

 

Voy a decir unas palabras sobre esta novela de aventuras y cortomaltecías. Aunque hay que decirlo, Saratoga es más charlatán, más fascinado con el mundo y menos canchero que Maltés. Se agradece esa timidez ante tanto barítono, ante tanta seguridad en sí mismo basada en anda a saber qué cosa, ante tanto viejo chico.

Lo imagino de esta manera a Aníbal Saratoga: dicta por ejemplo un curso sobre Moby Dick pero exige que el curso tenga lugar  entre témpanos del Cabo de Hornos. Pide –por ejemplo, invento- que asista el Cisarro, porque quizás la naturaleza más majestuosa actúe como sanación en esos casos. ¿El mar, el sur, la nieve? Tendríamos que filmarle las pupilas al niño eso sí. Y lo digo porque esta novela tiene algo infantil. Pide ese lugar para  su curso sobre Melville, pero también pide  témpanos de hielo dentro de los vasos de whisky, a la usanza puntarenense. Y como condición extra, que el curso sea impartido en un barco zarandeado por el viento, por esos vientos que tienen nombre propio, como el Sirocco o el Puelche.  Nuestro héroe o antihéroe se pasea por estos barcos y bares en estas lejanías del mundo, recibe los embates de la realidad como ese barco los embates del viento. Sus conocimientos de náutica, de ciencia, de adivinación harían de él, como de cualquiera de nosotros, un ser trágico y taciturno. Pero no es así: Saratoga es pintoresco y ridículo, el personaje del que se enamoran las mujeres en algunas películas. Posee conocimientos reales, pero tiene algo de Cantinflas, de Woody Allen, de Carlos Henrickson, un poco de todos nosotros cuando no nos tomamos en serio. Eso, reírse un poco de sí mismo luego del reviente, con cierta timidez tristona, como buen noventero (había otra versión de los noventas, la mala: católicos abeceuno de chalitas marrón franciscanas mostrando los deditos, y barbitas y cuecas y poesía con métrica, formalistas malentendidos y medio fachos, y lo más terrible de todo: bastante agüeonaos,  contra esta  última parte de los gloriosos aunque sufridos noventa, reaccionó –con justa razón- la pendejada que vino después, de los cuales la mayoría no sabe ni orinar derecho y hablan de “mi obra” y se ponen biografías de una o dos páginas en los libros que publican con su propio dinero, o cosas por el estilo. Ojo que hay excepciones).

Veo un rostro de marinero que al nacer o al ser bautizado no por otra cosa que el viento salobre, o que vi antes en un puerto que transmigra en una caja azul de cigarrillos.

Hay ciudades que no vemos.

 Dentro de Santiago hay ciudades que alguna gente no conoce, imágenes que le pasan desapercibidas a los que, al verse con una cámara en la mano y sin hacer qué hacer, la vuelven hacia sí mismos. Triste.

Y están los que hablan de la ciudad sin conocerla, sin conocer su sordidez pero sobretodo sin conocer su magia, sus recovecos, la averiada y sensual gestualidad de su gente. Y también su magia, como en esta novela. Porque a veces no vemos las muertes y maravillas en el arte de la extrema pobreza al que nos condena cierto aburrido realismo. Si ese realismo o naturalismo fueran planteados en la novela chilena desde todas las latitudes sociales, vaya y pase.  Pero lamentablemente muchas veces hemos estado condenados al estilo de vida de los ricos y famosos, como por ejemplo ciertos hijos de  retornados cada uno con diez sueldos por cabeza que expurgan en sus páginas la culpa cristianoide del winner inserto en todos los recovecos del poder, o a los niños provincianos fascinados con la cultura pop y el peor cine siempre que esté recién estrenado o casi sin estrenar. Yo creo que estos últimos chicos eran los que se quedaban jugando Nintendo en esos tiempos mientras uno estaba en la plaza o tomando las primeras cervezas escuchando música de verdad,  saliendo con chicas, o agarrándose a palos con los pacos –mientras otros comían caviar Beluga en Europa y se preparaban para a la vuelta jugar con el país a la pelota- , razón por la cual no hay otra palabra para la mayoría de los que escriben sci fi: agüeonaos. Giles. Gente con asco a sí misma y a este mundo, razón por la cual añoran otros mundos sin mácula, de ahí su pololeo con el nacional socialismo esotérico o cualquiera de esas mamadas. No es ese el caso de esta novela. Esto no, esto es ficción alucinada, la manera como se deben ver las cosas: amplificadas por la magia y con el viento fresco moviéndonos las canas. Porque existe una patria ideal y salada. Existe realmente, con su Coleridge y la rima del viejo marino, con su Melville y su Moby Dick, con la pornográfica Calipso empelotita. En esas perdidas playas y cordileras de Chile como dice cierta persona. En esos bares leemos y escribimos sin prisa, porque hay momentos en que todo es filmable (en-este-mundo), lo sentimos a veces en el metro mirando cada rostro, cada prenda, cada biografía que asoma su gesto, cada sonrisa de garzón o mirada de secre. Por eso hablamos despacito y entrecortado, para no romper nada, para ver lo que la una prosa o poesía a matacaballos simplemente no advierte.

Entonces, poética: “todo es filmable”. Entonces, consejito: “escribir sólo cuando se siente que todo es filmable” (no a matacaballos, no como fábrica de chorizos, no por usura ni para la moledora de carne de la publicidad o la tele, se entiende). Creo que estas historias  tienen ese dejo a todo lo perdido que nutre los lindes de la poesía, a esa palabra que se resiste a la erosión de la vida y evoca tristes mares de otro tiempo. Esas certezas son las únicas que evoca la poesía. Y Saratoga es un poeta.

Quizás todo lugar se merece su épica. O la mentira piadosa de una épica soñada que cuenta, en este caso, el mejor charlatán de la taberna. En la batalla de las sirenas tristes luchan a muerte dos bandos, los agelastas o soldados trágicos, y los infinautas, liderados por el León de Abril.  Los borrachos en la taberna escuchan con los ojos abiertos que casi se es salen. Escuchan esa épica, en este caso, la historia del puerto está escrita en el Azimut, un libro en cuya búsqueda Saratoga, nuestro héroe, se enfrasca como detective salvaje, el Azimut, que no resulta ser otra cosa que una mina, una mujer. El libro se quedó en una mujer, ahí habita. El libro es una mujer. El juego era borgiano.

 

 

 

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