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ESA VENTANA QUE INDICA AL MAR...
De "la ira y la abundancia", Mosquito Editores, 1997

Oscar Barrientos Bradasic


"A mi entrañable amigo Arturo Vera,con quien buscamos continentes
sumergidos y mujeres inexistentes, en todos los cafés de la ciudad."

 

Alguna vez, en una comida de honor a bordo de un transatlántico llamado "The gold", alabé las bellezas de la costa bretona francesa, especialmente de L'll d'Yeu, dije que las playas eran calmas y verdosas. Lo que no conté en esa cena ni en ninguna otra, es que estuve en la lejana isla junto al mariscal Enrique-Felipe Omer Petain, el famoso militar que presidió el gobierno de Vichyi.

Mi existencia es un nido de destierros y desterrados.

De los presentes en aquella cena no los recuerdo a todos, aunque sí a tres de ellos por la importancia que tuvieron en mis futuras acciones: El capitán Torreblanca, Charles Dubois y mi primo Zerbino.

En ese entonces yo había dejado mis credenciales diplomáticas, luego de desempeñarme por casi cuatro años como embajador de Bélgica y a decir verdad, andaba de capa caída; algún día narraré las bochornosas circunstancias por las cuales renuncié a mi cargo y que la prensa europea aprovechó tan bien.

Mi primo (al tanto del asunto) me convenció de realizar este viaje en "The gold", pero siendo honesto, no constituía un retiro de la Liga de la Virtud. Eso lo supo siempre Torreblanca, hombre imponente de refinados modales y actitudes parsimoniosas. Sus ojos eran tan profundos que me asustaba mirarlo fijamente. Su bigote entrecano le adhería un tono ambivalente, el de un personaje solemne con rasgos carnavalescos.

Por otra parte, Dubois era un viejo ladino, un francés intrigante de contornos versallescos, cuyo pensamiento es como la mutación intermedia entre una víbora y una rata. A través de aquellos modales de aristocrático venido a menos deseaba ocultar que vivía totalmente alcoholizado.

Varias veces lo sorprendí en su camarote, ebrio a más no poder, cantando "La Marsellesa".

Además, yo llevaba cerca de dos meses en "The gold", la tranquilidad del viaje me había dado tiempo para regularizar mis escritos, algunos abandonados por la labor diplomática. El capitán Torreblanca estaba muy al tanto de mis investigaciones acerca de Lemuria, pues sabía que he tenido acceso a la biblioteca de la Liga de la Virtud, ahí se hallan docu-mentos muy valiosos en el tema.

Torreblanca de vez en cuando me asediaba con preguntas incisivas, pero con esa vaguedad estoica que sólo puede emanar de su boca. Yo permanecía taciturno o a veces hablábamos de Byron, luego le obsequiaba una novela y el muy tarado la leía con furibundo interés para descubrir alguna relación entre las respuestas que ansiaba y el libro recomendado. Con el tiempo el recurso se agotó.

Una tarde, en cubierta, Zerbino me aconsejó alejarme del capitán Torreblanca, pues estaba empeñado en averiguar antecedentes sobre continentes sumergidos. El consejo lo seguí: en adelante me compone mucho más gentil con él, pero al mismo tiempo más evasivo.

Después de meditar un poco, me percaté que el capitán no era ningún imbécil; "The gold" surcaba la periferia del océano Indico, uno de los epicentros del objeto en cuestión.

Para analizar el asunto, la Liga recurrió a las páginas empolvadas y a los autores más insólitos, la única forma de arrebatarle sustantivos al infinito.

Ptolomeo en el siglo II ubicó este continente al este de Ceilán y Siam. Luego los árabes confeccionaron un mapa donde África se extendía a las regiones del océano Indico.

Probablemente los cartógrafos arábigos acertaron en que todos los continentes fueron en la era primogénita un gran continente.

Lemuria evoca un lugar idílicamente salvaje cuyas laderas eran pobladas por una apreciable variedad de animales fantásticos. No me cabe la menor duda que el interés por transformar lo inservible en sublime es originario de ahí.

Los alquimistas reprodujeron el concepto con talento minucioso, los iluminados de Baviera, Merlín en la corte del rey Arturo. Todos argumentos de un mismo lenguaje.

Hecatae de Abdera ya había mencionado este continente de origen mítico. La tesis es confirmada por la Biblioteca Nacional de Nancy: Un mapa anónimo de 1531 que describe una gran extensión de tierra en África septentrional y central, hasta los límites de Alaska.

Hace ya bastantes años, la Liga discutía sobre Lemuria, incluso yo presidí una de las comisiones encargadas de la investigación, pero al tiempo fui enviado a muchas partes para cumplir misiones es-pecíficas disfrazadas con el sólido membrete de las embajadas y mi trabajo quedó inconcluso.
Una noche hallé a Dubois en el bar, le invité un trago, idea que no le pareció despreciable.

Hablamos un rato de las enfermedades cardiovasculares y de otros temas inútiles y ociosos, aunque lentamente noté que su discurso se notaba más persuasivo, lleno de metáforas odiosas y empingorotadamente afrancesadas, no necesariamente francesas.

Finalmente me di cuenta de la orientación de sus palabras.

-Yo poseo -dijo pomposamente- un par de empresas navieras, tu hermano también, a lo mejor te agradaría ingresar al negocio.

Yo conocí a Dubois hace años y me era familiar ese acento gentil que trae curiosidades turbias.

-No Charles, yo no nací para eso. Mi primo es sin duda alguna, un buen empresario marítimo, pero no esperes lo mismo de mí.

Estas palabras le resultaron muy molestas, escuetas y contundentes; su semblante adquirió aún más hipocresía.

-Pero piénsalo, no te precipites -insistió. Dubois comenzó a desviar el tema hacia mi pasado, me conoció en el mundo diplomático y luego desaparecí, según lo que me contó supo de mí en Hungría. Le llamaba mucho la atención mis continuas apariciones y desapariciones.

Luego salimos a charlar en cubierta de otra colección de temas vacuos, inservibles y saturados. Nos salió al encuentro el capitán Torreblanca, fumando un grueso cigarrillo, con esa vehemencia que lograba enfermar mis nervios. Provisto de seguridad suicida, inició lazos de diálogo que acabarían por hastiar a Dubois. El francés se retiró entre bostezos argumentando sueño. Torreblanca deseaba sonsacar-me información, en vista de ello, mi campaña de alejamiento comenzó de inmediato. El capitán hablaba con fascinación del mito hiperbóreo, pero a mi entender caía en algunos errores.

En primer término porque Atlántida, Hiperbórea y Lemuria son tres conceptos distintos, unidos por una tela delgada pero fuerte. En eso, las enciclopedias acrisolan en sus escaparates grandes sofismas.

Algunos hablan de otro continente; Gondwana.

Según el mito grecorromano, los hiperbóreos serían descendientes directos de la rebelión de los titanes olímpicos. Estos seres se conciben bellos, sus mujeres sacerdotisas poseían un pensamiento capaz de viajar a través del universo por medio de una energía llamada "vril".

Hiperbórea ocuparía el Ártico. Groenlandia e Islandia constituirían parte de esa gran masa de tierra. Atlántida, en cambio, es la ciudad derribada de Poseidón; la interpretación más conocida se halla en "El Timeo" de Platón y su metáfora del jardín de las Hespérides.

Lemuria o Mu se supone la cuna de la humanidad. Hundida hace siglos para dar origen al océano Indico, de eso, la arbitraria ciencia ha admitido la existencia del lémur, monozorro que habita Madagascar y un vestigio evidente, el gran arrecife conocido como la catedral de San Petesburgo en las islas Desventuradas.

Torreblanca afirmaba con seguridad asombrosa que "The gold" se hallaría a no muchas millas de las huellas. En su camarote me enseñó mapas que había esbozado como una suerte de probabilidades geográficas.

Cada veinte minutos yo le recordaba que desconocía el tema, pero él seguía como si yo nunca hubiese pronunciado palabra, con ese timbre lacónico y enfermante.

-El viaje de Colón es mi norte -repuso-. Sus errores son pistas. Ubicar los países de oriente en América es suponer puntos que alguien debió revelarle.

¡Exacto! Colón llevaba impresa la cruz de los templarios en sus carabelas. Torreblanca comenzaba a asustarme. Al cabo de unos minutos fingí un malestar estomacal, el capitán a pesar de su insistencia dejó que me retirara a mi cuarto sin problemas.

En mi camarote redacté una carta a la Liga, narrando con lujo de detalles las embarazosas circunstancias en que me hallaba envuelto y tomada en cuenta la astucia de Torreblanca, pedía consejos para actuar a futuro. Enviaría mis líneas en el primer puerto que arribáramos.

Pero los días pasaron inexorables y sin indicios de tierra. Observar la cortina gris de la mañana acariciando la superficie del cielo cada día. me hizo creer (en una atrevida especulación) que Torreblanca había desviado la ruta original. Primero me produjo asombro, luego desesperación y finalmente unos deseos incontenibles de estrangularlo.

El resto de la tripulación asistía a los vinos de honor con rigurosidad frívola y los matrimonios se paseaban por las noches en cubierta, como quinceañeros en el malecón de los enamorados.

En cuanto a Dubois, parecía que el alcohol lo había vuelto más cursi que de costumbre. Cuando me lo encontraba en el bar solía narrarme historias fantasiosas de amores con una polinésica en un supuesto naufragio en el Caribe, desafiando tiburones con un madero de la embarcación. Concluí que en caso de ser verdadera la historia, si yo fuera tiburón no me comería a Dubois.

Al día siguiente de este episodio, soñé que era un escualo de ojos torvos y amarillenta dentadura; en medio del mar, me devoraba a Dubois con zapatos y todo, pero él continuaba hablando eternamente en mi estómago. La pesadilla se repitió varias noches.

No sé qué me hizo volver a escribir poemas, no lo hacía desde hace años. En las noches leía como un invasor de mis propias impresiones los versos que componía durante la tarde... eran palabras muertas, que alguna vez constituyeron el abecedario de mis sentidos, todas ansiaban una esperanza, la antigua armonía de los años que ya pasaron, virginales y dorados.

Una mañana, Zerbino me despertó con urgencia, la noticia debía ser muy buena para disipar mi sagrado letargo. Pasó que durante la madrugada hallaron un cuerpo flotante, Torreblanca mandó lanchas de rescate para indagar al respecto; a pocos minutos sorprendieron a una mujer aferrada a un grueso tablón, totalmente inconsciente. Era inexplicable cómo no pereció ahogada.

II

Dos días después de este suceso, Dubois, Zerbino y yo, almorzábamos en el camarote del capitán un delicioso manjar acompañado de vino para degustar, Dubois se bebió casi toda la botella.

La conversación cayó irremisiblemente en la inesperada visitante y las cosas se pusieron color de hormiga. Esa fue la oportunidad en que más odié a Torreblanca, pues sabía que su versión era falsa y no lograba disfrazar sus mentiras. Me manifestó interés en charlar acerca de literatura y tomamos un café en su oficina, hablando de Stendhal, hasta abordar el tema que realmente le interesaba.

-Yo sé quien es usted -me dijo encendiendo un cigarrillo-, los que hemos navegado los principales puertos del mundo sabemos mucho de algunas personas. Usted no me recuerda, yo era un grumete con mucho de neófito en el barco que lo llevó hasta la isla donde estaba exiliado el mariscal Petain; todos en la tripulación sabíamos su identidad y la filiación con la Liga de la Virtud, pero ahora la situación es distinta y los datos que pueda ocultarme no se comparan a mi fascinación.

Lo observé con miedo, era como estar frente a una víbora, esos reptiles siempre me han producido la horrible sensación de estar exprimiéndome el alma con los ojos.

-Ese no es el tema más importante. Por lo pronto sígame.

Me condujo con andar perezoso hasta una lejana pieza contigua al casino para mostrarme algo realmente increíble.

En ese pequeño cuarto yacía una esbelta mujer de ojos glaucos, observando el mar por la ventana. Era de facciones armónicas y sobre sus hombros caían unos cabellos negros como el azabache, en irregulares ondulaciones.

Llevaba un vestido gris, rústico y pragmático, seguramente confeccionado por alguien a bordo.
Desde donde yo la observé parecía una ninfa, su mirada triste buscaba en el mar una inmensidad nueva, eso me estremeció en grado sumo, sentí deseos de abrazarla, de besarla...

-En mi vida he visto muchos náufragos, pero esto llega a lo insólito -prosiguió Torreblanca.

Luego me narró algunos antecedentes acerca de aquella mujer tan singular. Tras averiguaciones que Torreblanca ejecutó por medio del sistema de comunicaciones, se registra en esa zona, el naufragio de un navío llamado "Foster"; entre los pasajeros desaparecidos se halla una mujer que coincide con el nombre y las descripciones: Selina Greskal.

Eso me resultó extremadamente novelesco pero lo siguiente llegó a lo irrisorio.

El navío se hundió hace más de dos meses y tomando en cuenta la distancia del hundimiento con cualquier tierra cercana, resultaría imposible su sobrevivencia en tales circunstancias.

Torreblanca acarició sus bigotes, comentándome:
-Sin duda que ni en sus más disparatados sueños imaginó esto.

Lo observé estupefacto y con acento fuerte, pleno de confusión y rabia, respondí:
-Su problema, capitán, es que está totalmente loco. Gente como usted debería vivir envuelta en una camisa de fuerza y no al mando de un trasatlántico.

Saltó de su lugar como un tigre y me levantó por las solapas con una reciedumbre descomunal. Sus pupilas desorbitadas eran dos destellos que parecían encandilarme.

-i No sea imbécil! -me gritaba-. Esa mujer no es Selina Greskal, proviene de Lemuria.

Al instante me arrojó contra la pared como si fuera un insignificante muñeco. Cuando me levanté, pude verlo más sereno, peinando los cabellos de la mujer. Ella era dócil a las rudas manos del capitán y siempre de cara a la ventana pronunciaba palabras en un idioma desconocido donde lo único que distinguí fue el nombre de Selina.

-Admito que el caso es sorprendente... -dije aún mareado-. Que Lemuria exista es aceptable, pero que la pueblen hombres submarinos es digno de una novelita de ciencia ficción barata.

Torreblanca se dirigió a una repisa donde se hallaba una pequeña cajita azul, la abrió y extrajo un collar.
-Expliqúese esto. ¿También es digno de una novelita? La llevaba en el cuello cuando la encontramos.

Se trataba de una medalla que describía un madero con las serpientes Inda y Pindala, recalcando los puntos magnéticos que generan intersecciones, conocidas entre los esotéricos como "chacras".

Mis reflexiones fueron interrumpidas por el melancólico llanto de Selina, el capitán la consolaba con actitudes muy paternales.

Cuando llegó la noche, bebimos un par de tragos con Dubois en mi camarote. El hecho fue que en menos de dos horas yo estaba absolutamente borracho. En ese instante asumí una actitud sublime, parece que me creía un personaje de alguna novela de Salgari, enamorado de una bella mujer de ojos verdes y pelo oscuro. Un desquiciado o "mago frestón" poseía cautiva a mi amada y yo estaba dispuesto a dar mi vida por ella si fuese necesario. Creo que ese fue el comienzo de mi obsesión.

Había conocido muchas mujeres hasta aquel entonces, pero siempre las consideré como a las víboras, mientras más bellas, más venenosas al morder. Selina era una mezcla de fuerzas irreconciliables en mí, el misterio condecorado por la callada cortina de la atracción.

Fue en ese momento cuando olvide si era Selina Greskal, una lémur o un monstruo.

-¿Me acompañas en busca de mi sirena? - interrogué a Dubois que se hallaba en peores condiciones que yo.

A pocos minutos, estábamos en su cuarto, contemplando su belleza sobria, su cuerpo afrodisíaco en ese vestido convencional y sus pupilas todavía de cara a la ventana, al pie de las olas más tempestuosas que nunca.

-No sabía que Torreblanca raptaba princesas - decía Charles con la lengua trabada.

Me acerqué a Selina y pude ver en su rostro un rasgo maravilloso: Una cavidad pequeña pero visible que se movía en dirección contraria a sus ojos.

Entonces creí que Torreblanca estaba en lo cierto. Se dice que los lémures poseían el tercer ojo, el mismo del cual aún hablan los iniciados del Tibet. Por su mirada desfilaron ante mí, siglos de historia, el catastrófico desprendimiento de las Américas en pos de Lemuria, los sueños devastados en la imaginación de los corsarios, las piedras radiantes que eran propulsión de las naves lemurianas. Oriente y Occidente reducidos a una mirada, a la ignorancia de todas las generaciones...

Ella no sólo era hija de la era mítica sino también de esa enciclopedia bastarda que me unía a Torreblanca.

Tal vez Selina no era más que una europea perdida, cuyo radical paso por Lemuria la pudo transformar en una anfibio de belleza espectral, en una unión urgente y terrible de los templos mayas, los légamos del Nilo y las avanzadas tribus del Mar Rojo.

Los días siguientes fueron grises y sedentarios, aunque el capitán nos había anunciado que pronto llegaríamos a tierra. Esto constituía una esperanza para mí. Zerbino era el más contento con el viaje. Indiferente a todo lo que ocurría, alabó las maravillas del navío, mientras una sonrisa desganada y floja se dibujaba en mis labios. Con ese porte de fraile bonachón que caracteriza a mi primo, intentó varias veces averiguar la razón de mi pesadumbre, pero jamás le conté que me veía enamorado de una mujer desconocida.

Selina por su parte, apenas Torreblanca la expuso en cubierta, logró cautivar a todo el mundo, pese a su lengua incomprensible, pero en la primera oportunidad que tuvo quiso arrojarse al mar, por ello permaneció cautiva en su camarote los días si-guientes, mirando siempre el mar, lo que provocaría en su ser unos estados depresivos muy prolongados.

Pensé llegar al fondo de los planes que urdía el capitán. Deseaba desembarcar a toda esa tripulación frívola, preocupada de las intrigas de la realeza británica e intentaría descifrar la lengua de Selina para que le indique la ubicación de Lemuria.

El asunto explotó cuando Zerbino me comentó coloquialmente que Torreblanca le había manifestado el agrado de recibirme en su embarcación durante el viaje, ya que mañana en la noche atracábamos en Australia.

Mi carta a la Liga no tendría razón de ser.

Cada noche, a expensas del capitán Torreblanca, asistía al cuarto de Selina junto a Dubois. para admirarla, pero jamás logré comunicarme con ella. Su reacción era realmente extraña y su estado cada día más catatónico.

La desesperación lograba invadirme y el plan surgió espontáneo, como una solución recóndita que dormía al interior de mi memoria.

Dubois y yo penetramos durante la noche en el camarote de Selina. Intenté expresarle mi estrategia por si existía una pequeña posibilidad de que me entendiese, pero todo fue inútil.

Con encendido brío, le leí un poema que había escrito, hablaba sobre el mar sereno en la costa de la isla de Yeu.

Ella tomó el papel y lo apretó contra su pecho, como si comprendiera el significado de mis versos, como si hubiese conocido esas aguas... tal vez el asunto estaba más unido de lo que había imaginado.

La llevé en brazos a cubierta, su mirada refulgía al contemplar las olas tranquilas, al sentirse desatada del feérico cautiverio de la ventana. Le di un beso con una tristeza que me oprimía el pecho.

-¡Eres libre, alma atormentada! Vuelve a tu país, a tus mares o a Lemuria.

Acto seguido la arrojé al agua y junto a Dubois la observamos alejarse nadando como un pez vigoroso. Charles dijo algo tan cursi que ni siquiera vale la pena recordarlo.

Reflexioné mucho rato apoyado en la baranda.

Me di cuenta que las aguas de la costa bretona francesa eran el verdor de sus ojos, proféticos, anunciando su llegada a mi vida, años antes.

Incluso aún, cuando la noche está espesa y recorta su amplia oscuridad en el límite del horizonte, creo ver sus cabellos agitándose briosos como si corriera por las montañas y en el mar, sus ojos tristes, su historia sumergida, su ser entero enjuiciando el círculo de vidrio...


 

 

 

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Esa ventana que indica el mar...
(Cuento)
De "la ira y la abundancia",
Mosquito Editores, 1997.
Óscar Barrientos Bradasic.