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     CIVILES Y MILITARES (cero problema)

Por Oscar Barrientos Bradasic

 

 “Los departamentos de literatura en las instituciones de educación superior son, por lo tanto, parte del aparato ideológico del Estado capitalista moderno. No son aparatos dignos de confianza pues las humanidades encierran muchos valores, significados y tradiciones opuestos a las prioridades sociales de ese Estado, llenos de una sabiduría y experiencia que va más allá de la comprensión estatal. Además, si se permite que muchos jóvenes no hagan nada durante algunos años excepto leer libros y conversar entre sí, entonces es posible que en determinadas circunstancias históricas más amplias no sólo comiencen a poner en tela de juicio la autoridad con que se los transmitieron. Por supuesto que no hay peligro en que los estudiantes cuestionen los valores que le fueron transmitidos: al fin y al cabo parte del significado de la educación superior radica en capacitarlos para ese cuestionamiento. El pensamiento independiente, la disensión crítica y la dialéctica razonada son parte de la esencia de una educación humana”.

Terry Eagleton.

 

He leído con interés las reflexiones de los poetas David Bustos y Pablo Paredes. Más allá de las abiertas diferencias, creo que ambos generan un diálogo necesario en este país de desastres, en la loca geografía de nuestra república.

Mi generación (que viene a ser la de David) es la de los libros rojos que venían con Revista Ercilla, del cuaderno y el lápiz pasta, una infancia marcada por esos mediodías ridículamente frágiles en que interrumpían los dibujos animados para declarar cadena nacional y poner los discursos de Pinochet, telón de fondo inconfundible de un época cruel hasta lo increíble.  Algunos nos enrolamos en actividades políticas. Muchos de nosotros ingenuamente ideologizados, desconocedores de los laberintos de la historia y el poder, empezamos a seguir la telenovela del país con el legado de un pasado horroroso y con un final poco digno: Daniel López muere en su cama sin probarse otro traje a rayas que el de su pijama. La derecha, ese animal silencioso y artero, comprende los crímenes pero no perdona que el general haya metido las manitos en la alcancía del erario nacional. “Verdad y justicia en la medida del posible” fue la sentencia bíblica tras una sonrisa de hiena.

Mientras tanto, los poetas  de mi generación trabajaban desde una textualidad emparentada con la necesidad perentoria de escribir sin traicionarse, a través del exorcismo, de la incorporación de referentes urbanos, de aliarse con la universalidad, de eliminar en algo el patos. Una tentativa de escribir una poesía a la altura del conflicto sin deshistorizar el texto. De ahí que la polémica (algo ficticia a mi juicio) que los poetas de los noventa eran académicos, culteranos y apolíticos, no considera que aquella generación necesitó una actitud casi arqueológica para entender la raíz del terremoto histórico, viajando de mano en mano bajo el formato de ediciones (algunas veces muy precarias y restringidas) los libros de Guillermo y Clemente Riedemann, Harris, Aristóteles España, Cámeron, Zurita, Hernán Miranda, Díaz Eterovic, Cuevas, Jorge Torres, Rosabetty Muñoz  y muchos más que vivieron los dolores más profundos y calados de un tiempo en constante estado de sitio, donde se exterminó a los opositores para privatizar el estado.

El planteamiento del poeta Paredes también alberga un gran punto de interés, digno de analizarse. Uno nombra la palabra “política” enlazado a la actividad literaria y aparecen capciosos académicos preferentemente de universidades gringas diciendo que extrañamos el realismo socialista y de nuevo empieza la sospecha. Lo más relevante sería definir qué significa la literatura como una actividad política.

Yo me matriculo más con la palabra ideología, pero no desde los abismos de la abstracción. Los sistemas de signos, el cine, la televisión, las telenovelas, la épica, los comics y un infinito etcétera crean formas de conciencia crítica estrechamente relacionadas con el estancamiento o cambio de los sistemas de poder. Todo producto humano tiene una dimensión de carácter ideológico y es un factor importante para entender la escritura literaria, aunque probablemente no es la única dimensión que vale la pena considerar.

Ese es un aspecto de singular interés, ya que el texto literario muchas veces habla acerca de lo que todavía no existe y que quizás no existirá nunca, pero que constituye de alguna manera un negativo de la realidad, un reverso del discurso histórico y quizás su lado más humano.

Pero la literatura es sobre todo un discurso utópico, en la  medida de que es imaginario y obliga al lector a pensar la realidad desde sitios diferentes a los que vive, a imaginar mundos distintos.

Hemos consignado que el texto literario es en sí, una ideología. Pero nos ha faltado especificar que se trata de un sistema de ideas con características particulares, porque toda ideología por definición promete una utopía, una configuración de las cosas inmaculada de los errores de la historia. El texto literario en ese sentido, es una ideología que documenta la utopía de la ideología y no la concreción histórica de esta.

Por esta razón, podemos leer “La Oda a Stalingrado” de Pablo Neruda sin ser stalinistas, interpretar las tragedias griegas sin ser partidarios de una sociedad esclavista, leer la obra de Heidegger sin concordar con la solución histórica ligada al nazismo que el Filósofo de la Selva Negra desarrolló en sus escritos.

Desde esa perspectiva, la literatura (y en particular la poesía) permite potenciar una dimensión fundamental del ser humano como es la necesaria relación con el contexto, con el tiempo donde el sujeto que escribe vive, con la idea de percibir críticamente aquellos elementos que le parecen cuestionables o dignos de transformación.

Ahora, el problema en ese sentido es complejo, porque rápidamente se relaciona o se articula con la instrumentalización de la escritura literaria, vale decir, el texto como instrumento al servicio del cambio y ocurre que los procesos en ese terreno son de una complejidad mucho mayor. Resulta extremadamente arduo agotar esa posibilidad, aunque la capacidad crítica no se produzca de una manera inmediata, sino incluso de un modo subterráneo difícil de cuantificar o de medir en el momento.

Probablemente el mantenimiento o cambio de las estructuras de poder tiene que ver con el conocimiento profundo de los mecanismos que funcionan en la realidad. Es difícil esperar un cambio si se desconocen las características esenciales del medio donde se desea intervenir, porque sólo de esta manera se puede acariciar la posibilidad de renovar las estructuras anquilosadas, añadiendo dispositivos nuevos y desechando fórmulas anacrónicas. El poder (tanto en su abstracción como en sus consecuencias tangibles) funciona precisamente porque tiende a ser invisible, porque se legitima a través de discursos que se naturalizan y en ese sentido, crean la ilusión de que las cosas son efectivamente así.

La escritura literaria es uno de los mejores instrumentos para desnaturalizar esas relaciones y hacer visible lo invisible, los arquetipos que funcionan en el mundo cotidiano y que a todo el mundo le parecen normales. Esto se debe a que la literatura es una escenificación de cómo funciona la realidad, pero no necesariamente de una forma mimética, sino en sus estructuras más profundas.

Y de nuevo el texto se enfrenta a esa gran noche llamada dictadura militar que nos heredó tan singular transición con transacción.

He notado que la generación más joven muchas veces adopta una actitud (muy performativa por cierto) de retomar la política como planteamiento argumental, como bisagra de una textualidad menos impávida y más desafiante frente a los discursos hegemónicos del Chile Actual, algo similar a la fórmula sartriana del ecrivain engagé, pero quizás menos contemplativa. No lo critico para nada.

Cero problema. No veo inconveniente en leer en poblaciones o sindicatos, en cenáculos o en micros del Transantiago. Como ciudadano me parece lícito optar por ese camino y abrazar aquella posibilidad. También me interesa una poesía que le muerde la yugular al lenguaje barrial, que  trasunta y asimila las desigualdades bochornosas de nuestro país. Donde sí veo un nudo gordiano algo mojado es cuando se considera al poeta, el escritor o intelectual  como un personaje intrínsecamente vinculado a ese espacio, vislumbrando cualquier golpe de timón como una actitud pequeño burguesa y narcisista, desleal con su pueblo. Es válido el poeta guerrillero, el poeta punk, el poeta semiótico, el poeta intelectual, el que opta por la montaña, por el sillón o el jacuzzi. La praxis casi juglaresca de la poesía en condiciones de acción política es válida, pero no es un dogma. Todos los senderos son válidos.

Los puentes entre lo que uno es y lo que quiere ser siempre van a ser controvertidos. Ese problema no se soluciona simplemente optando por lo segundo.

No voy a hacer uso de expresiones gastadas de quien sufrió más. Una vez cierto poeta ya insuflado por líquidos espirituosos me dijo en un bar que cuando él leía, la CNI le arrebataba los poemas. La anécdota no dejaba ser algo hiperbólica, esos muchachos de lentes oscuros no eran precisamente críticos literarios. Los subterráneos de la SECH están llenos de algunos personajes con retóricas inflamadas por bencinas que ya no reaccionan ante el fuego.

Hay quienes piden mártires a gritos.

Me inquietan declaraciones de principios a lo Savanarola. La historia de América Latina está plagada de escritores que desgarraban las banderas por las revoluciones sociales y terminaron convertidos en gorditos gerenciales, en defensores de los sueños de Milton Friedman o simplemente amparados en una ideología del realismo político, que termina inevitablemente en gobiernos meramente cosméticos. Por otra parte, las controversias entre apocalípticos e integrados, es de pronto una pelea entre gatos y perros. Los primeros parecen muy nostálgicos de los planes quinquenales y de la Gran Marcha de la cual tanto habló Kundera. Los segundos, demuestran demasiada fe en la democracia liberal, en el fin de la incomunicación por medio de la tecnología y por cierto, en el mercado.

Cero problema, política y literatura, civiles y militares, texto y contexto. Pero con una mano en la cuchara y la otra en el paracaídas. La oligarquía también ha terminado domesticando palabras como “cambio” o “revolución” y ojo con los empujoncitos de la consigna o con sufrir de rabia sin que haya mordido el perro. No se trata de una trifulca entre guerrilleros y académicos,  entre marginales y hegemónicos, entre rupturistas y epigonales, aunque todos ellos también están invitados a la quinta de recreo, a esa patria común que es el lenguaje.

Así saldrán pequeñas certezas en medio del desierto  entre poetas de generaciones y tiempos distintos.  La lucidez, esa piedra en el zapato tan incómoda como necesaria y la poesía, esa levedad que engendra bardos y acróbatas, ese decir que comunica y transforma.

 



 

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