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ANUBIS EN LA PERRERA MUNICIPAL.

Oscar Barrientos Bradasic.

 


“Y luego, en señal
de contentamiento,
movió testa y cola el buen animal”.

Rubén Darío.


“Si ustedes no fueran mis verdugos probablemente serían mis fieles. Os imagino con túnicas de tafetán y abanicos tornasolados contemplando el atrio donde reposa mi cuerpo ceremonial. Yo, señor de las vacas lecheras, he llevado hasta los bordes del infinito a muchos de los faraones que gobernaron la tierra y con el fervor de los iniciados os llevaría por la duat hasta las puertas aceradas de la Necrópolis, junto a mi hijo Quebeht que- en forma de avestruz portando agua o de serpiente decapitada- purificaría la itinerancia de sus almas.

En cambio, ustedes, a veces, patean mi jaula y profieren los improperios más irreproducibles. Ignoran que alguna vez fui llamado Señor del País Sagrado y de Rosetau, el  que numera los espíritus y pesa los corazones, el Señor de Nubia, todos epítetos  pronunciados por hombres virtuosos en el diccionario sortílego del oro, en la madeja de los miedos más primeros, en el regazo del abismo siempre espejeante.

Es cierto que soy un hijo ilegítimo y que Set intentó sacrificarme para limpiar su vergüenza con acero. Pero deben tener en cuenta que todo hijo en el fondo construye al padre que alberga en sus propias entrañas y a la luz de esa orfandad nos tornamos libres como guijarros que se lleva el viento. Y por lo demás ese sacrificio hubiese sido sacral y no esta ejecución anónima sin solemnidad, totalmente indigna de un dios. Debo recordaros que los hombres, los dioses y los animales que nadan, caminan o reptan por este globo somos todos hijos no reconocidos por el destino.

Sé también que mi pelaje negro salpicado de lunares tiñosos y cubierto de cicatrices les provoca desprecio. Inútil relatarles que en épocas mejores fue la anilina oscura que los fangos fértiles del Nilo derramaron en mí como la genuina capa de un monarca, donde germinaban cultivos y los escarabajos abrían túneles de una tierra resucitada.

Los he visto farfullar un dialecto de extramuros patibulario y servil, y luego guardar silencio ante los espectros que les aúllan dentro. Si me hubiesen conocido en eras pretéritas hubiesen visto un lobo del desierto ladrándole al sol, con el cetro del sejem en el lomo y la mirada fija en el espejismo. He visto a tantos hombres morir y he repetido mi prédica ante sus cadáveres: “Las puertas de Akeru se abren para ti, las puertas de Geb se abren para ti, te marchas cuando Anubis te llama”

Yo, Anubis, el que preside la tienda divina, duermo ahora en una alfombra dura, precariamente alimentado por la galleta de mis carceleros.

Ya que me condenan por vagabundo debo por lo menos susurrar algo similar a una apología. La trashumancia es el oficio de los dioses y los astros, sólo a nosotros nos está dado repartir en el cielo la estela de lo innombrable.

Algunas noches me concentro en escuchar ladridos de los perros enjaulados y escarbo en el idioma de sus temores. Todos- sin excepción- tratan de estampar el recuerdo de quienes fueron en la tierra, fragmentos de sus cariños más primarios e inevitablemente el aire se lleva sus cuitas hacia las comarcas del olvido. Eso también les ocurre a ustedes, en otras prisiones y frente a verdugos diferentes.

Ese es el punto que divorcia la humanidad de la deidad. Yo, Anubis, guardián supremo de la Sala de las Dos Verdades he dormido en callejones hediondos a orina y también me he alimentado de los desperdicios que encuentro en las bolsas de basura o en los vertederos. En otras ocasiones, durante noches lluviosas, me he escondido en los portales de la gran ciudad oscura y luego he dormido la siesta al sol en la alfombra verde de los parques.

Debo agregar que he oficiado de lazarillo de ciegos, reparando en la nada irremediable en que quedan esos ojos sin luz. De igual manera he desfilado por las multitudes con un platillo en la boca para coronar las cabriolas del saltimbanqui.  He oído que ustedes le llaman a eso “domesticación”.

 La deidad es eso, un destino que se adentra en las sombras, un carrusel desvencijado que aún gira, un sendero que conduce a los sitios eriazos del afecto.

Hay un sujeto de barba rala que aparece sólo los martes y los jueves por aquí. Juega a provocarnos introduciendo palitos por los agujeros de la jaula. Se ríe a mandíbula batiente de nuestros ladridos más cercanos al dolor que a la saña y he llegado a creer que su sonrisa y nuestro dolor forman parte de un sentimiento muy originario. Quiero decir que la malicia y la inocencia son dos gemelos que se acurrucan bajo las faldas del vacuo o del ignorante.

¿Sacrificio para las jaurías? No se engañen cuando ven a los perros pulular en grupos por las calles, por las entradas de las iglesias, por los puentes, por los monumentos de vuestros próceres. No hacemos otra cosa que recorrer el palacio imperial que nos heredó nuestro origen divino. Yo por ejemplo hace años que busco con degradada nostalgia la tumba Al Salajana perteneciente al príncipe Djefaihapy III, que gobernó durante la XII dinastía, allí esperaba recorrer las ofrendas votivas a los pies de las estatuas altivas representando a dioses con forma de chacal.

Pero no desesperen, la inmortalidad es larga y estoy seguro que mi muerte los redimirá.

Les entregó el puñado de arena soplado por la brisa que es el regalo único que los dioses entregaron a lo hombres antes de fundirse con los temperamentos del olvido. Anubis los libera de toda responsabilidad como el libro olvidado perdona a los lectores que ni siquiera lo hojearán.

Ya puedo ver las antorchas testamentarias”.

El hombre de nariz ganchuda y overol celeste arrojó el cigarrillo azumagado al suelo pisoteándolo minuciosamente. Había en su gesto un vago arrojo, un ligero desdén ante la majestad de la muerte.

Junto a un tipo de camisa marrón que aguardaba al pie de un gran macetero, ataron el bozal al perro que en un principio opuso cierta resistencia. Luego, del collar que estiraba el pellejo maltratado, lo llevaron por galerías repletas de jaulas, de donde salían ladridos que parecían gritos, jaurías que vociferaban himnos afónicos.

El lavadero de cemento no tenía nada que envidiarle a una piedra de sacrificio.

La mirada de un animal cuando sabe la cercanía de la muerte tiene el sedimento de una niñez muy recóndita y atraviesa el río sereno donde la tristeza parece compasiva y un arado antiguo surca el mapa del miedo original. En cambio los ojos de un dios parecen dos perlas volcadas hacia adentro que ocultan la cifra de su inmortalidad tantas veces encarnada en seres frágiles y hermosos.

El perro levantó la vista primero hacia los alrededores y vio otras víctimas colgadas como vacunos dispuestos para ser faenados en un fondo de baldosas opacas. Después vio el rostro inexpresivo del verdugo, reparó en sus ojos afiebrados y en la comisura de sus labios.

El golpe de corriente le sacudió desde la nuca hasta el rabo como una anguila. Mientras pasaba la energía por su cuerpo pasaron por sus ojos muchas imágenes intolerablemente nítidas: Vio faraones que fueron sepultados sin nunca ser descubiertos, pájaros con plumas calipso, ciudades de mezquitas puntudas y nacaradas, niños andrajosos bajo la lluvia. Y en algo pensó: En los perros que duermen siestas al calor de rojas salamandras y en los quiltros convertidos en carroña de la ciudad que tose. En hombres alcanzados por el rayo de la silla eléctrica, en ancianos que mueren solos en amplias camas matrimoniales. Tampoco olvidó las lápidas tapadas de maleza y vio las almas que vagaban en séquito a la ciudad de los muertos. Todo ello en un solo remezón, en una única plegaria.

Uno de los hombres prendió un cigarrillo, mientras el otro colgaba al perro en un gancho de carnicería. Un delgado hilillo de sangre le corría por el hocico.

Su pellejo era una noche sin luna.

 

 

 

 

 

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Cuento de Oscar Barrientos Bradasic.