LOS ESTADOS UNIDOS QUE PERDIMOS: UN BARCO TRIPULADO POR  FANTASMAS REDENTORES.
        Por Oscar  Barrientos Bradasic.
        Conferencia  leída en noviembre del 2007 en la Feria Internacional del  Libro de Caracas.
          
          
        
          Los  latinoamericanos deberíamos estar hace mucho rato curados de  espanto. Una persistente retahíla de conceptos poco felices  nos ligan históricamente a Estados Unidos: la doctrina Monroe,  la Alianza para el progreso, La Escuela de las Américas,  Milton Friedman y su séquito de Chicago Boys, Fukuyama  proclamando el epitafio de la historia, Batista, Trujillo, Somoza,  Pinochet y otros nombres que forman parte de la historia universal de  la infamia. Amén de invasiones, embargos económicos,  deuda externa, guerras civiles y golpes de estado.
         Como  si fuera poco, vienen los consensos farsescos, el pensamiento único,  la falsa felicidad del libre mercado. Muchas de nuestras naciones  aparecen de pronto tuteladas como seres infantiles e impávidos  ante un Imperio que tiene la última palabra en torno a sus  destinos. El neoliberalismo – más cercano a las navegaciones  por el infierno del Dante que al país de las maravillas-  proclama su verdad excluyente a los cuatro vientos. Ni siquiera esa  palabra recuerda a Adam Smith y el Siglo de Las Luces. Es más  bien una lectura contemporánea de los “baron robbers” (los  barones bandidos) en Estados Unidos, de Inglaterra cuando se  industrializaba aceleradamente en el siglo XIX, una interpretación  intencionada y enrevesada que supuestamente conduce a todas las  ideologías a la tumba, menos, por supuesto, a la del libre  mercado. 
         Se  habla con tristeza del “patio trasero”. Para ello extraen  nuestras potencialidades con singular afán. Sin ir más  lejos, en mi país, el cobre –principal riqueza de la nación-  se encontraba ya en capitales norteamericanos desde principios del  siglo pasado.
         Quienes  nos definimos como antiimperialistas hemos visto en aquel país-  donde la libertad hasta tiene estatua- una permanente espada de  Damocles a nuestra independencia e identidad cultural. A veces el  porvenir nos sabe a la carne grasienta que se sirve en los Mac  Donalds. 
         También  hemos escuchado la palabra “desideologización” que no  quiere decir otra cosa que la negación de cualquier ideología  progresista para suplantarla por el dogma supremo del Fondo Monetario  Internacional. Pero ¿radica en Estados Unidos la esencia de  estos vínculos agobiantes? Estados Unidos es también el  país de  Franklin, de Washington, de Jefferson, de  Lincoln,  de Whitman, de Malcolm X, de Martin Luther King, de Merton, de Noam  Chomsky. 
         Allí, alguna vez, también hallaron soporte el ideario  de la Revolución Francesa y en ese margen de problematización  hemos perdido probablemente un buen trecho de comprensión de  la realidad con respecto a Estados Unidos. Un país  multicultural, que también, por lo menos desde el maccarthismo  hasta nuestros días, manifiesta vivas voces de disensión  y resistencia.
         De  horizonte a horizonte conceptual gravita una tradición  cultural que nos une a ellos en una dialéctica reveladora, en  una necesidad perentoria de encontrar en el núcleo de estas  contradicciones la naturaleza de nuevos significados, de nuevos  pactos con la Historia como si en su seno poderoso libráramos  la batalla de un lenguaje unitario, despojado de las terribles  fisuras.
         Hoy  estamos ante un imperio más poderoso que Roma en su momento.  No obstante, hay un Estados Unidos que perdimos, que se alejó  con los horizontes de la contingencia como si fuese un gran barco  tripulado por fantasmas. La actitud más complaciente sería  negar todas estas paradojas. 
         Ruego  que se me faculte a tomar ejemplos del pasado en esta reunión  donde hemos insistido tanto en el futuro.
         Quiero,  en esta tarde de Caracas, compartir con ustedes el esbozo de cinco  nombres que se me aparecen como fantasmas redentores, como puentes de  enlace con una historia que nos une en la permanente lucha por  transformar la realidad.
        
         Talón  de hierro
         Jack  London nace en San Francisco el 21 de enero de 1876, pocos meses  antes de la renombrada batalla de Little Big Horn, en la cual los  indios devastaron la columna de Custer. Su padre era un astrólogo  que veía en 
el firmamento los insondables mapas de la belleza  y que un día se marchó para nunca más dar  señales de vida.
         Su  infancia marcada severamente por la precariedad económica  estuvo sembrada por los contrastes poderosos que luego fermentarían  en su obra como un caldo generoso. Las noticias del interior de  Estados Unidos hablaban de los territorios salvajes del Oeste y su  mirada no se despegaba de los vaivenes de un océano generoso  que llevaba a los navíos rumbo a exóticos puertos de  ensoñación. Trabajó durante el paso de la  adolescencia a la adultez como pescador furtivo acampando en caletas  ocultas, en alguna medida fotografiando a todos aquellos personajes  que se revelarían en sus futuras novelas. En su azaroza  existencia desempeñó oficios tan vitales e infrecuentes  como marinero, cazador de focas, periodista, buscador de oro.
         El  clima de agitación obrera  desencadenado por la crisis de  1893, lo acercó a la lectura atenta de Marx, de Darwin, de  Spencer, de Nietzsche. Sintió en gran medida que la superficie  rugosa de su patria estaba atravesada por el arado de la lucha de  clases.
         Se  declaró socialista revolucionario, explorador de las alquimias  secretas de una idea que desgarra fronteras, domador de ergástulas,  dedo acusador de las injusticias de la incipiente revolución  industrial. “Si el poder de producción del hombre moderno  es mil veces superior al del hombre de las cavernas ¿por qué  hay actualmente en los Estados Unidos quince millones de niños  que trabajan? Ante este hecho, este doble hecho- que el hombre  moderno viva más miserablemente que su antepasado salvaje,  mientras su poder productivo es mil veces superior-, no cabe otra  explicación que la de la mala administración de la  clase capitalista; que sois malos administradores, malos amos, y que  vuestra mala gestión es imputable a vuestro egoísmo”.
         “El  llamado de la selva” y “El Jerry de las islas” nos muestran una  compasión por los expoliados sociales y un amor piadoso por  los animales que albergan la candidez de los sin voz. Aún nos  conmueve “Martín Eden” y su causa que quebranta las  atmósferas sociales y el proyecto monumental de un personaje  prometeico llamado Wolf Larsen empeñado en desafiar los  elementos y los lindes de la moral en la novela “El lobo de mar”.
         En  una de sus novelas menos conocidas titulada “El vagabundo de las  estrellas” reconstruye un hecho no por real menos fatídico  como es la matanza de unos pioneros que viajan en sendas caravanas  procedentes de Arkansas, perpetradas por mormones un 7 de septiembre  de 1857.
         La  narrativa de London hereda algo de los cuentos de Canterbury, sumado  a la configuración de un realismo lacerante, casi incisivo,  donde la voluntad humana degrada la acuarela del paisaje.
         Pero  también en el genio y figura de Jack London se anuncia la  exhortación a la patria intelectual del mundo, al oficio del  artesano insomne que observa en la realidad abiertas posibilidades de  transformación. Por ello se declaró partidario de la  hipérbole y de la necesidad de desperezar las lánguidas  madejas del arte en función de un propósito  revolucionario. El escepticismo en torno a los paradigmas reformistas  se acrecenta en su discurso con una elocuencia que no podemos  soslayar.
         Para  London el matrimonio entre el capital financiero y la aristocracia  obrera venía concebido por una naturaleza catastrófica.  Define a la clase media como un corderito que tiembla entre el león  o el tigre, condenada a asumir una disyuntiva digna del príncipe  de Dinamarca: Unirse a
 las reivindicaciones de los desposeídos  o ser absorbida y aplastada por las clases pudientes.
         Hoy  más que nunca su novela “El talón de hierro” (1907)  cobra una renovada vigencia. Su protagonista Ernest Everhard - que  parece un ex herrero con físico de boxeador profesional-  es  un dirigente sindical capturado y ejecutado en 1932 por su  participación en una huelga obrera de proporciones. El relato-  narrado por la voz de su esposa- increpa a los que detentan aquella   retorcida beatería que concluye bendiciendo los crímenes: “¿Habéis protestado ante vuestras congregaciones  capitalistas contra el empleo de niños en las hilanderas de  algodón del Sur? Niños de seis a siete años que  trabajan toda la noche en equipos de doce horas. Los dividendos se  pagan con su sangre. Y con ese dinero se construyen magníficas  iglesias en Nueva Inglaterra, en las cuales sus colegas predican  agradables simplezas ante los vientres repletos y lustrosos de las  alcancías de los dividendos” Jack London denomina a la  oligarquía bajo la temeraria metáfora del talón  de hierro, una especie de gran martillo que arrastra a los  hombres hacia una noche primitiva, revestida por la ilusión  del progreso que algo tiene de la pavorosa nobleza feudal. Sus dardos  van dirigidos al totalitarismo estadounidense que se propone aplastar  por la fuerza militar capitalista el surgimiento de los trabajadores.
         Muchos  la tildaron de pesimista. Da la impresión, a estas alturas,  que es una novela escrita tanto  para apocalípticos como para  integrados. Creo que ambas cofradías aparentemente  irreconciliables encontrarán en sus páginas los  archipiélagos de la lucidez.
         Uno  de sus admiradores más elocuentes fue Trotsky: “Por encima  de las masa de los desposeídos, del ejército  pretoriano, de la policía que lo abarca, con la oligarquía  financiera en la cima. Al leerlo, no puede creer uno en sus propios  ojos: es precisamente el retrato del fascismo, de su economía,  de su técnica gubernamental, de psicología política”  De la misma manera, el gran Anatole France escribió el prólogo  de la primera edición francesa de “El Talón de  Hierro” en 1923.
         Hoy  su literatura y su estampa continúa asombrando la conciencia  de los lectores atentos. London fue un estadounidense universal que  viajaba entre los universos de la ficción y la realidad  descarnada que muchas veces comparó con una bestia furiosa.  Quienes lo hemos leído con la devoción de los iniciados  llevamos en nuestro equipaje sus imborrables personajes impregnados  de tenacidad y de humores secretos, su país de metal al rojo  vivo, su batalla titánica por soplar sobre las aspas de la  realidad.
         
         Enfrentando  la furia del Leviatán
         Pensemos  por un instante en una mujer desterrada en Paita, un puerto de la  costa peruana bañado por las aguas inquietas del Pacífico  cuyo denso paisaje en algo recuerda a los parajes descritos por  Conrad en “El corazón de las tinieblas”. Es una mujer que  encarna la belleza de la tierra, que reúne los temperamentos  voluntariosos del amanecer. Se llama  Manuela Saenz. Se encuentra  allí luego que su pasaporte fuera revocado por el presidente  Vicente Rocafuerte.
         Ocasionalmente  traduce cartas que los balleneros trafican desde los puertos del Perú  hasta los Estados Unidos. 
         Giusepe  Garibaldi, el célebre unificador de Italia, la define como “la  más graciosa y gentil matrona que hubiera visto”. Pero es  más que eso, es una silueta que se dibuja en medio de la  penumbra con un candil en la mano. La silueta es la libertad, el  candil, la justicia.
         Es  1830. La visita un joven marinero estadounidense que parece poseso  por el 
signo de una travesía dramática. El mar en él  asemeja un gran país volcado en sal y de su mirada salen  algas, navíos, continentes que se diluyen en el crepúsculo.  Es original de Nueva York  y su traza en algo recuerda a legendarios  bucaneros de leyenda. Se llama Herman Melville.
         Melville describiría   a Manuela con sentidas palabras:  ''Humanidad, recio ser, te admiro. No en el  vencedor coronado de laureles, sino en el vencido". 
         Quizás el joven marinero vería  en esta mujer la confluencia de un espíritu orgulloso con la  serenidad de la inteligencia. En este punto la historia inaugura un  momento axial, un antes y un después. Manuela Saenz sería  recordada como la mujer más influyente en la historia de  América Latina, se hablará con justicia de la  Libertadora del Libertador, de la Generala de Honor del Ejército  del Ecuador, de la heroína que encarnó de forma más  patente el ideario independentista en nuestros países  vapuleados por el colonialismo. El marinero de marras, en cambio  publicaría en 1851 una novela titulada “Moby Dick”, la  desgarradora historia del capitán Achab obsesionado con  derrotar una ballena blanca, un monstruo de las profundidades  abisales cargado de superchería y tragedia.
         ¿Pero es sólo la travesía  de un marino mutilado? Es todavía más terrible, el  capitán Achab lucha contra el demonio, contra la  personificación del mal, el Leviatán de la tradición  judía que aparece en el libro de Job: “Sacarás  tú al leviatán con anzuelo,/ O con cuerda que le eches  en su lengua?/ ¿Pondrás tú soga en sus narices,  /Y horadarás con garfio su quijada? /¿Multiplicará  él ruegos para contigo? /¿Te hablará él  lisonjas? /¿Hará pacto contigo / Para que lo tomes por  siervo perpetuo? /¿Jugarás con él como con  pájaro,/ O lo atarás para tus niñas? /¿Harán  de él banquete los compañeros? /¿Lo repartirán  entre los mercaderes? /¿Cortarás tú con cuchillo  su piel, /O con arpón de pescadores su cabeza?
          El leviatán será descrito por las Sagradas  Escrituras como una serpiente feroz y sombría, una especie de  monstruo marino que los balleneros han incorporado al amplio espectro  de sus supersticiones. En Isaías 
27:1: "En ese  día, el Señor castigará con su espada, su espada  feroz, grande y de gran alcance, Leviatán la serpiente que se  desliza, Leviatán la serpiente enrollada; Él destruirá  al monstruo del mar”.
          De pronto la novela parece anunciar que Moby Dick es un  engranaje perfecto dentro del predestinacionismo puritano y la  rebeldía de Achab tiene los matices de un magisterio divino.  El personaje se abre paso en medio del mar tratando de cazar el  símbolo del terror supremo a través del soplido  primigenio, del arpón que redima los esfuerzos humanos por  doblegar un sino adverso. Los tripulantes del ballenero Pequod vienen  de las más diversas latitudes del globo, lo que en cierta  medida sugiere que el barco simboliza a toda la humanidad. 
         En ocasiones la novela de Melville se torna un poema sinfónico  de las mareas, una gesta épica por dominar los presagios  oscuros que rodean al Leviatán.
         Hobbes alguna vez dijo que el Leviatán era un Estado que se  fundaba en la premisa de anulación del otro generando cierta  doctrina muy rescatada posteriormente por determinados exegetas del  liberalismo político.
         Curiosa metáfora del Leviatán nos entrega Melville   leída a la luz de estos tiempos. Un estado emancipador que  practica la destrucción con la furia de una serpiente marina,  que invade países en nombre de la libertad, que quita la sal y  el agua, que quiere – abierta o encubiertamente- que todos los  pueblos sean también estrellas de su bandera. Pero no sólo  ello, también viajamos a su encuentro llevando en el morral  nuestros miedos y máscaras, nuestra indómita empresa  por derrotar la amenaza que crepita en las profundidades.
         Su extraordinaria actualidad me hace pensar nuevamente en aquel  puerto de la costa norte del Perú, donde una mujer vislumbró  un continente libre que se alzaba como un demiurgo y un marinero  estadounidense que nos entregó en su prosa apocalíptica  una forma de entender la lucha del hombre contra todos los imperios  de la tierra. Es labor de nosotros entender que Estados Unidos  también será parte de esa tripulación, de esa  humanidad profunda y vivencial.
         
         Thoreau  y las voces de la tierra.
        
           “Hermanas os he visto en la montaña
            cuando vuestros mantos verdes  ondeaban al viento
            He visto vuestras huellas sobre la playa plana  de los lagos,
            menor que la del hombre, un rastro más  etéreo.
            He oído de vosotras como de una raza de  antigua fama-
            Hijas de los dioses a quienes un día debería  encontrar-
            O madres, podría decir, de toda nuestra  raza.
            Reverencio vuestras naturalezas como la mía,
            aunque  extrañamente diferente, igual y desigual a la vez
            Vosotras  sóis el único extranjero que se cruzó en mi  camino
            Aceptar mi hospitalidad-dejarme oír
            el mensaje  que traéis”.
        
        Estos  versos tienen el rugido que emana de lo originario y parece abrirse  paso en medio de una penumbra, la noche del oscurantismo. Fue escrito  por Henry David Thoreau, poeta, agrimensor,  conferenciante, fabricante de lapices, naturalista. Nació en Massachusetts el 12  de julio de 1817 y desde temprano sintió la llamada del bosque, la espesura y  su silencioso manto verde siempre expuesto a la luna solitaria y a la  extensa melancolía del otoño parecen marcados a fuego  en el espíritu de este hombre. 
         Por ello siguió una ruta monacal, muy cercana a los dominios  del eremita. Vivió cerca de dos años en los bosques de  Walden Pond y haría de esta experiencia una bitácora de  sus intensos hallazgos, del latido real de la natura, de la savia y  el rocío. Confesará al respecto de este episodio  
trascendental: “Yo fui a los bosques porque deseaba vivir de manera  libre, a fin de hacer frente a los hechos esenciales de la vida, y  ver si no podía aprender lo que tenían que enseñar,  y no descubrir al momento de morir que no había vivido”. Eso  fue probablemente Thoreau, un fabulador atento a los temperamentos de  la tierra, probablemente su única patria.
         Thoreau  no le temía a los mecanismos sistemáticos de represión  política, a las estructuras coercitivas de una sociedad donde  la desigualdad contenía el principal patrón de  conducta. El año 1946 manifestó su abierta oposición  a la guerra de México negándose a pagar tributos.  Sintió que los impuestos financiaban los derroteros de la  altanería y la prepotencia de acaudalados señores que  promovían el esclavismo.
         Algunos  de sus hermeneutas sostienen a pie juntillas que abrazó la  causa del anarquismo en su tratado de la desobediencia civil. Otros  ven en sus escritos un verdadero paradigma de las voluntades  ciudadanas. Reza en uno de sus fragmentos: “Existen leyes injustas:  ¿debemos estar contentos de cumplirlas, trabajar para  enmendarlas, y obedecerlas hasta cuando lo hayamos logrado, o debemos  incumplirlas desde el principio? Las personas, bajo un gobierno como  el actual, creen por lo general que deben esperar hasta haber  convencido a la mayoría para cambiarlas. Creen que si oponen  resistencia, el remedio sería peor que la enfermedad. Pero es  culpa del gobierno que el remedio sea peor que la enfermedad. Es él  quien lo hace peor. ¿ Por qué no está más  apto para prever y hacer una reforma? ¿ Por qué no  valora a su minoría sabia? ¿Por qué grita y se  resiste antes de ser herido? ¿Por qué no estimula a sus  ciudadanos a que analicen sus faltas y lo hagan mejor de lo que él  lo haría con ellos? ¿Por qué siempre crucifica a  Cristo, excomulga a Copérnico y a Lutero y declara rebeldes a  Washington y a Franklin?”
         Pagó  con cautiverio esta osadía. 
         Pero  la voz del bosque persistía como la lejana plegaria de un  espíritu inquieto o quizás un avezado estratega de una  civilización nueva, atenta al tridente de la modernidad.  ¿Quién es este hombre que presentía la  devastación de los bosques y la contaminación de los  mares? No pocas voces afirman que Thoreau es el precursor del  ecologismo y los ideales medio ambientales. "Nueve  décimas partes de la sabiduría provienen de ser  juicioso a tiempo"- plantea este hombre.
         El  hecho es que Thoreau es ante un todo un precursor de las  preocupaciones sobre la precariedad del equilibrio ecológico y  la terrible posibilidad de corroer nuestro planeta hasta trocarlo en  una casa andrajosa e inevitable. Nuestro personaje proclamará  con singular frenesí que el respeto medio ambiental y la  concepción capitalista son senderos que se bifurcan, líneas  rectas que rara vez se intersectan. "Un  hombre es rico en proporción a las cosas que puede desechar."-  dijo alguna vez enfáticamente.
         No  obstante, el camino de su sueño revolucionario estaba  fuertemente cifrado por el pacifismo. No es raro que la posteridad le  haya legado herederos de la talla de Tolstoi, Gandhi y Martin Luther  King, todos ellos emblemas de la lucha contra la intolerancia, la  segregación y la estupidez. Se cree que vieron en Thoreau una  suerte de deuda inclaudicable, un maestro inspirador.
         Hoy  sus ideas son respetadas por quienes amamos la tierra y deseamos que  las banderas de la libertad humana nunca dejen de flamear. Su  doctrina atraviesa las épocas y hermana al norte con el sur en  la preocupación de cuidar este planeta que gira desbocado como  un juguete de cumpleaños.
         
        Aquel  “Nunca más” de Poe
        Siempre  se ha dicho que el romanticismo se asemeja al dios Jano, es decir  posee dos rostros. Una mirada de corte conservador y cristiano,  nostálgico del pasado medieval y enfocado en la restauración  de los valores tradicionales y religiosos. Por otra parte, se habla  de un romanticismo liberal y revolucionario, fuertemente signado por  la Ilustración y con una clara vocación de cambio  político. Creo que 
probablemente Poe no se ajusta en sentido  estricto a ninguna de esas dos vertientes. Fue un romántico  anti- sistémico y eso lo hace particularmente revelador a la  luz de nuestras preocupaciones actuales.
         A  veces imagino a Poe como un transeúnte desvaído que  recorre las ruinas de la ciudad moderna. Su biografía  documenta un sino catastrófico, una naturaleza trágica  que deambula entre el surgimiento de las certezas y el naufragio  rotundo de las esperanzas. Al analizar su vida vemos la historia de  un hombre que huyó de sueños agoreros, de la muerte  roja, alegoría de la tuberculosis que mató a todas las  mujeres que amó.
         Poe  rechazó todas las formas fáciles de existencia y abrazó  el ojo de huracán como un credo irrenunciable. En 1843 tuvo  una entrevista poco feliz con el entonces presidente de los Estados  Unidos.
         Sus opiniones fueron siempre agudas e impregnadas de la extraña   lucidez que otorga la altura de la caída:	“Cuando  un loco parece completamente sensato, es ya el momento de ponerle la  camisa de fuerza”.        
         Fue  encontrado agónico en un día de elecciones.
         Un  hombre que analiza viejos cronicones es visitado por la presencia  fantasmal de un cuervo que representa a la noche plutoniana. Se posa  sobre el busto de Palas Atenea, la diosa de la sabiduría, y  desde allí se transforma en el receptáculo de la imagen  en ruinas, en el trasfondo de un alma abandonada a los espectros de  la desolación. 
         El  poema presenta un ritmo obsesivo y su impronta se encuentra plagada  de imágenes fanáticas.
         “¡Profeta!” —Exclamé—, ¡cosa diabólica!  ¡Profeta, sí, seas pájaro o demonio enviado por  el Tentador, o arrojado por la tempestad a este refugio desolado e  impávido, a esta desértica tierra encantada, a este  hogar hechizado por el horror! Profeta, dime, en verdad te lo  imploro, ¿hay, dime, hay bálsamo en Galaad? ¡Dime,  dime, te imploro!” Y el cuervo dijo: “Nunca más.”
         El pájaro oscuro que dibuja su silueta espectral en lo ancho  de la sala de lectura como una sombra que oficia de guardián,  es un heraldo que anuncia la carencia, lo inexorable, un pasado que  se extiende sobre el manto azulado de los recuerdos.
         El cuervo sólo  dice “Nunca más”.
         Esas palabras cruzan las épocas como si emergieran una y otra  vez desde los profundos acantilados de la historia y es un grito que  marca un sino. Leer esta poesía nos acerca al conocimiento de  una vida intensa y desgarrada que supo acercarse a la realidad desde  las ruinas góticas de las viejas abadías. Nunca más.  Esas palabras no sólo un plantean un epílogo sino  también un génesis.
         Esas palabras son también la fórmula que resumió  el pueblo argentino para documentar el informe dirigido por Ernesto  Sábato acerca de las muertes y vejámenes de la  dictadura argentina. Y pido que los versos del poeta estaudounidense  continúen significando igualmente el dique a los dictadores, a  los imperios hegemónicos.
         
         La  comuna utópica de Brook Farm
         Es  1846. Un adusto edificio es consumido por las llamas hasta ser  reducido a ruinas. Dentro de él arde la IDEA.
         Debemos  afirmar que durante las dos décadas anteriores a la guerra de  Secesión florecieron comunidades utópicas o más  bien granjas colectivistas. Según Edmund Wilson- un verdadero  compilador y testigo del surgimiento del socialismo en el país  del norte- existieron cerca de 178 comunidades. 
         De  pronto entendemos que la revelación de la identidad política  también atraviesa los dominios de la convivencia más  primaria. Los anales reseñan la gran proliferación de  ideas colectivistas y comuneros en Estados Unidos, y pensamos de  nuevo en la utopía como un viento que sopla estremeciendo las  llanuras, las inexorables fronteras del silencio.
         Morris  Hilquitt en su célebre “Historia del Socialismo Americano”  constata que hacia 1860 existían centenares de utopistas.
         Sus  comunidades poseían cierta similitud con las llamadas colonias  tolstoianas.
         Los falansterios, centros dedicados al conocimiento y al  cooperativismo estaban basados en la “Teoría de los cuatro  movimientos” de Charles Fourier, el filósofo que se proponía  un orden donde todas las pasiones humanas fuesen legítimas.
         La tradición falansteriana norteamericana es una gran palanca  en la comprensión certera de la historia social de aquel país  y sus oleadas inmmigratorias. A los falanterios llegaron americanos  escépticos del desarrollo capitalista, icaristas franceses,  shakers, agnósticos, deístas, trascedentalistas,  acérrimos opositores a los impuestos y paradojalmente algunos  hombres acaudalados que invirtieron en estos sueños que  parecían  florecer en los campos y en las ciudades como si  fuesen flores silvestres.
         Brook Farm se nos aparece como una isla en medio de un mar  proceloso, picado a veces, siempre dispuesto 
al lento naufragio del  deseo. Se habla de una primera fase que llamaríamos agraria,  centrada en la tierra y en la repartición de sus productos, y  un periodo posterior que se puede calificar de docente, porque  prosperó al seno de la educación popular.
         Uno de sus fundadores fue Emerson, el autor de ese gran compendio de  personajes ilustres titulado “Hombres representativos”. También  figuró en sus filas Horace Greely que luego fundaría el  célebre periódico New York Daily Tribune.
         Hoy recordamos también especialmente a otro de sus más  relevantes miembros, el escritor norteamericano Nathaniel Hawthorne.  Nació en Salem, tierra de brujas y puritanismo, sitio de  cielos plomizos por donde circuló como viento fresco la  tradición de la hechicería. 
         Podemos decir que su vida un permanente homenaje a la belleza y al  pensamiento crítico. En sus diarios titulados American  Noteboks se juega una de las prosas más señeras de  Estados Unidos. Paul Auster dijo de ellos que “Pocos novelistas han  observado la naturaleza con tanta atención”.
         "Nathaniel se pasaba los días escribiendo cuentos  fantásticos; a la hora del crepúsculo, salía a  caminar. Ese furtivo régimen de vida duró doce años",  nos plantea Borges, uno de sus lectores más consumados.
         Algunos lo ven como el maestro inspirador de Poe, el cronista de  Nueva Inglaterra, el fabulador romántico. Sus ficciones  condenan la moneda falsa de los extremismos religiosos, de las  moralidades vestidas con la toga de la degradación en “La  Letra Escarlata” Allí una mujer es estigmatizada con la  letra roja que simboliza su pecado a los ojos de una sociedad  injusta.
         Pero también Hawthorne nos enseñó a que quienes  amamos la igualdad que no podemos ser enemigos de la belleza, que  también las huestes de la fantasía ingresa a la batalla  de las ideas. Así lo documenta su paso por Brook Farm, la  comunidad utópica.
         Allí estos hombres sintieron que asistían a la  reingeniería social y diseñaron fórmulas de  repartición de la riqueza y el conocimiento. Se acercaron con  uñas y dientes a esos sueños hasta desgarrar las aspas  del molino cervantino.
         La escuela nocturna y el arado fueron sin duda los emblemas de ese  propósito por esencia revolucionario. Hoy concebimos esa  tentativa como una gran orquesta de sonidos profundos y conmovedores  que surca las épocas resignificando sus tópicos, a la  manera de las parábolas bíblicas.
        El final fue trágico: Un incendio arrasó la comunidad  utópica.
         Pero no nos engañemos. Las llamas de ese incendio siguen  ardiendo en nuestras miradas como el fuego vívido que alentó  a los primeros hombres. 
         
         Desembarcando en un continente.
        Hoy hemos realizado, de una u otra manera, un tránsito a la  inversa y de alguna forma advertimos la posibilidad de derribar un  viejo paradigma.
        Los lazos que no han separado como bloques  aparentemente  irreductibles son también el fermento de una dialéctica  nueva, de una pluralidad significativa. Los fantasmas redentores,  aquellos que se perdían en las mareas del tiempo desgarrando  los temblores de la noche también forma parte junto de ese  enorme pueblo estadounidense inerme en su propia jaula de hierro.
         Un pueblo que nos invita a seguir descubriéndolo. Debemos  sentirnos permanentemente invitados al hallazgo. Los escombros que  nos distanciaron no siempre tradujeron la totalidad del conflicto y  es un deber de aquella patria progresista y profundamente humanista  que nos habita.