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Una vuelta por la noche magallánica

Por Oscar Barrientos Bradasic

Punta Arenas es una ciudad pos-moderna. En ella, presente, pasado y futuro se funden en una gran copa. Así lo evidencia su casco histórico, que recuerda el de cualquier ciudad europea, su modernidad diseminada (en ocasiones agresiva) y algunos rasgos que parecen propios de una novela de ciencia ficción, como los semáforos de radiación solar. En contraste, está la presencia inclaudicable del Gran Estrecho, que une los dos océanos más grandes de la tierra y que en épocas pretéritas fuera surcado y explorado por intrépidos navegantes,  sin discriminar entre oficiales de estado o corsarios de libre empresa.

Creo que algo de estos aspectos rodean la noche magallánica, plena de crepúsculos incendiados y remolinos de viento que en algo recuerdan la nocturnidad antártica. Si tuviese que conducir a alguien por los recovecos de la bohemia puntarenense, la elección de lugares me pondría en severos aprietos. Podríamos caer rápidamente en las antípodas. Desde La Taberna, lugar melvilliano, con algo de cantina pituca (queda al lado del Club de la Unión) o la siempre bien ponderada Sociedad de Empleados, donde beberemos columnas de cerveza con tribus urbanas salidas de alguna ciudadela subterránea.

En el trance riesgoso que mi experiencia de la noche polar se tradujera en una aproximación demasiado personal -y en último caso fallida-, opté por recurrir a la sabiduría babilónica que ha demostrado siempre mi amigo el poeta Aníbal Saratoga en los cócteles del amanecer. Me citó en el Lomit’s a las nueve de la noche, un bar de neón muy kitsch y recargado, donde sirven sánguches de la más diversa naturaleza y unos schops como para resucitar a un húsar de la patria.
Saratoga llegó levemente atrasado con su habitual abrigo negro (ya casi una extensión de sí mismo), una camisa de algodón y su corbata de laso. Me apresuré a plantearle mi interés de que fuese mi Virgilio a través de esta ruda travesía y no pude dejar de mencionarle que este lugar me parecía totalmente ajeno a su genio y figura.
-Me es bastante ajeno, efectivamente.- respondió a la manera de Brouwer- Pero elLomit’s es como la Roma de Magallanes, todos los caminos conducen a él. Aquí se fraguan amores, tratados políticos y pequeños negocios. Pero sus enormes ventanales son la vitrina de esta gran colmena de opiniones y risotadas donde exponemos este carnaval cotidiano.

Mientras el viento soplaba con fuerza lo seguí con paso lento hasta el Círculo Social Sargento Aldea, una cuadra más arriba del Lomit’s, en calle José Menéndez. En su interior, mesas de madera, una barra donde hombres salidos del pasado se empinan gruesas copas de vino. Un poco más adentro un extenso comedor donde se sirven empanadas de marisco.
Con una botella de por medio, Saratoga me cuenta que este bar tiene su historia. Fue frecuentado desde siempre por poetas como Rolando Cárdenas y Marino Muñoz Lagos. Mientras recorremos el salón de baile, adornado con fotos de boxeadores de mirada turbia y diplomas de campeonatos de rayuela, me cuenta que el presidente Salvador Allende dio un discurso a un grupo de mujeres trabajadoras en 1964 en este mismo lugar.
-Me gusta el Sargento Aldea- diserta Saratoga, alzando su copa a los rostros sepia que nos miran asombrados desde las fotografías que cuelgan en las paredes- porque entrar aquí es ingresar a una puerta dimensional, a un recodo del tiempo que permanece intacto.

De ahí, ya con el vino ceremonial viajando por nuestras venas, nos deslizamos por la ciudad, cruzando la Plaza de Armas y descendiendo hacia el estrecho por calle Roca.(1) Casi con el viento marino peinando nuestros cabellos entramos al Bar Beagle, donde cenamos unos bifes a lo pobre que nos enriquecieron para siempre. Según me comentó Saratoga, se trata de un local de larga data que aparece incluso mencionado en una novela de Francisco Coloane como un espacio transitado por balleneros y marinos de las latitudes más remotas. Por lo menos la gran carta náutica que se erige como telón de fondo nos advierte que la noche magallánica recién abre sus puertas.

Las fuerzas del otro lado de la luna (que siempre custodian la trashumancia de los bebedores) nos llevó hasta el Zurich, un pequeño barcito en Avenida Colón, que está a la pasada como esperando recibir a los que circulan cerca de los grandes árboles que adornan el lugar. Le preguntamos a la dueña del célebre bar el porqué del nombre de una ciudad suiza. –No tengo la mejor idea- nos dice mientras ordena a una de las chicas para que nos atienda. -Su minifalda parece más bien un cinturón- le comento a Saratoga, que sonríe como si fuese una frase ingeniosa.
El local es un espacio intermedio entre el delirio y el hallazgo. Por el lado de atrás pasa el siempre bien ponderado Río de las Minas, que lleva todo el detritus hasta el estrecho, eternamente salado y unificador. Hay otros bares de esta misma naturaleza desperdigados por la ciudad, schoperías con mesas de Coca-Cola que ostentan nombres exóticos y ampulosos: el Toulouse, el Anariki, el Glaciar, el Rapa Nui, el Colonial, el Prossit, el Mitchell, el Carioca. Pero en ninguno de ellos el sonido de la orina cayendo en el inodoro se confunde con el rumor del río que lleva los sueños hacia ninguna parte.

-El Santino no queda lejos. Está más o menos cerca- me dice el poeta. A esa hora también estábamos ya a medio filo. En nuestra caminata caen unos tímidos copos de nieve que nos recuerdan que en esta ciudad el invierno nunca termina.
El Santino es un pub gigantesco. Su techo simula la curva de una enorme ola de madera que desemboca en el infinito laberinto de la Cruz del Sur. Cosmopolita, como sólo puede serlo Magallanes, en sus paredes vemos fotografías a gran escala de hombres enfrentando los elementos furiosos de la naturaleza, acuarios y maquetas delicadas de galeones con sus proas altivas y su velamen de otro tiempo.
-Aquí se puede tomar un whisky on the rocks disfrutando el bullicio y la gran caja de resonancia que es la noche magallánica- plantea Saratoga, saboreando con fruición el exquisito licor. Yo me voy por el pisco sour, que es aquí, también, inolvidable. A propósito –y sin nostalgia, sino con alegría aún presente en el alma- recordé la noche que estuve aquí hace un par de años riéndome con Javier Bello, Guido Eytel, Brouwer, Lou, mi amigo Cheuque. –Lo malo de la felicidad es que después hay que recordarla- me dice Saratoga, con implacable pragmatismo.    

Se bien que la noche de Punta Arenas tiene humores secretos, ocultos designios para sumergirse en una ciudad donde el clima y el hombre se enfrentan a través de un pacto amatorio y singular. Así es este carnaval donde la luna oficia de guardián, “la República Independiente de Magallanes” -dicen algunos autopistas en las parrilladas- mientras al día siguiente van a comprar a los grandes supermarket o a los mall. El resto es nostalgia. El estanciero romántico y el puerto libre, un fragmento urbano de la Patagonia, donde el llanto de los selknam es un viento que sopla ruidosamente y las estatuas son terratenientes que se enriquecieron a través del exterminio y la coerción.. –Te pusiste muy político- me dice Saratoga, mientras revolvemos una componedora sopita en el Café Irlandés. - Tú, como todos los magallánicos, eres isleño. Vienes de Chiloé o de Brac. Esto es una isla rodeada de tierra, hermano, ahí radica la belleza del carnaval de invierno.

-Sí- le respondo eufórico- yugolotes y chiloslavos uníos. Somos el curanto y la persurata de este país. El licor de oro y el pelincovac del territorio.
Nos tuvimos tiempo de ir al Club Croata, donde se cena bien y puede uno marearse con discreción en medio de una atmósfera de cuadraditos rojos y blancos; y el Cabo de Hornos, donde la carnes rojas, el cabernet sauvignon y los destilados consecuentes pondrán la felicidad al alcance de la mano. Además, hay un horizonte lleno de expectativas luminosas en todos los bares de la población 18 de septiembre, parecidos a los set de las películas de David Lynch.

El amanecer nos sorprendió sentados en un cerco de madera de la costanera. Vimos el espectáculo del sol saliendo desde las entrañas más profundas del mar. El amanecer cerca del Polo no es lo mismo que en Reñaca, Los Molles o Piedra Azul. Aquí parece que es el ombligo de uno el que se eleva al infinito. Saratoga alzó el vaso plástico en honor del astro rey y su perfil se fundió con las nubes lechosas y opacas que se ramificaban en los límites del horizonte.
-¿Cómo se llama la revista? – quiso saber mi guía.
-No importa. - Le dije. Es un sueño más en el que tú y yo hemos podido comunicarnos.
 

* * *


(1) Si hubiese sido más temprano habría resultado imperdonable no detenerse en la misma calle Roca para degustar los delicioso choripanes del kiosco Roca, un pequeño y concurrido local, saturado de banderines y calcomanías del club deportivo Universidad de Chile.

 

 

 

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