El viento es un país que se fue de Óscar Barrientos Bradasic
Travesía por las letras chilenas
Por Daniel Estrada de la Cruz
Son innecesarias las palabras para explicar mi desazón después de trastabillar y casi perecer bajo la variada y voluminosa cantidad de libros en exposición. Tras el notorio accidente, la actual narrativa chilena se me presenta como un campo minado, francamente hostil para un lector lego como yo, varado en las aguas de las nuevas corrientes literarias. Sin embargo, la encargada de la librería es toda sonrisas y comprensión. Mientras juntos recogemos el amasijo de libros desperdigados, constato que la actual literatura nacional y extranjera descansa en base a voluminosas guías telefónicas de muy buena factura, en donde nombres reconocibles en los medios coronan estas verdaderas biblias de lectura fácil.
Al preguntarle las razones de tamaña hipertrofia textual, la mujer me revela el dato que la mayoría pueden leerse en un par de días sin apuro. Son novelas flash, que se consumen como esas películas en que las horas se pasan volando y que finalmente se pierden en un indolente olvido… Sin embargo, otra especie convive tímidamente junto a los populares mamotretos de letra generosa; en el suelo se desperdigan novelas y poemarios de dimensiones panfletarias producidos por editoriales locales, cuyos títulos y autores me son un misterio.
“Cómo se puede dar cuenta”, le confieso “no he leído a nadie vivo en mucho tiempo”. La dueña me mira entre compasiva y perpleja. Después de una hora de vagar por una accidentada geografía de autores y títulos, una breve novela surge entre los escombros como si se tratase de una blanca revelación. Los brillantes ojos de la librera dan cuenta de esto, y tímidamente me asegura que es el título más reciente y promisorio que ha llegado, que es de un poeta y escritor sureño, “austral” remata; que escribe sobre el mar, a lo Coloane. “O Conrad” respondo, intentando no mostrarme tan perdido. Todo en su voz indica que es su favorito. Una promesa encerrada en un libro sencillo. La sola idea es tentadora comparada con los ladrillos abúlicos que descansan a su lado.
Sin saber si es genuina mi inquietud por retornar al campo de las viejas lecturas con sabor a clásico, o es simplemente una mal llevada gratitud con la encargada (mal que mal, hemos desarmado la mitad de la librería), apuesto por la novela de Óscar Barrientos Bradasic, El viento es un país que se fue, sin sospechar que su contenido haría eco en mi trivial anécdota. Porque El viento… es una novela de búsquedas imposibles, de contrastes entre el placer de lo ideal y la desidia de lo banal; un homenaje al desarraigo.
Al recorrer los parajes de esta obra, somos paulatinamente invitados a descubrir en su realismo mágico crepuscular, todas las evocaciones que entraña el horizonte austral.
La historia inicia con la obsesión de Aníbal Saratoga (poeta maldito, entrampado en el ficticio Puerto Peregrino) por conocer los orígenes míticos del lugar en donde habita. Lo que lo hace recaer en la búsqueda de El Azimut, único libro que narra dicha gesta. Su búsqueda finaliza cuando el destino le hace conocer a su actual propietaria, una misteriosa bailarina exótica quién se vuelve su amante.
La historia se encauza con la aparición de figuras que permiten respirar un poco de la perspectiva de Saratoga, quien termina convertido en un mero testigo del penoso viaje que emprende junto al viejo marino Gran Formentor, en búsqueda de una República ballenera perdida.
Frente al viejo ballenero de proporciones míticas, el poeta se da empellones entre el delirio de su capitán y su compartida esperanza de encontrar un idilio más allá del mundo explorado. Ambos comparten el deseo de poder comulgar con un otro lugar, representado tanto en el Azimut como en el puerto ballenero de Kerguellen. El viaje será el testimonio del fracaso de dicha empresa, entrampada en los molinos de la realidad. El viento es quien guía sus pasos, a la vez que borra su destino.
Tanto en su forma como en su contenido, esta novela es una sentida reflexión sobre aquellos huérfanos de la visión romántica, esos lectores de clásicos que apostaron por vivir en (y a través de) la literatura. Su intención, y quizá su única intención, es devolver el color a las marchitas paredes en donde moran y que, tal como Saratoga, van fundando sus propias narrativas, sus propios idilios, en la mesa de un bar o en el cuerpo de una mujer.
Tal como el Azimut, El viento… es una gesta tardía, que advierte del fin de las ilusiones en el mundo contemporáneo. Un testamento sobre la búsqueda eterna, esa que realizamos dentro de nuestras más entrañables lecturas, en librerías atestadas de pequeñas utopías, de pequeñas ciudades que habitamos y jamás encontramos.