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Desde el balcón sobre El viento es un país que se fue

Por Carlos Labbé

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Había una vez un hombre escrupuloso que en el tórrido verano iba a refugiarse a la catedral con un sombrero sobre la cara, para que así sus ojos no encontraran los de sus vecinos y vecinas, que eran demasiado alegres. Pero cuando subía los escalones rumbo a la catedral un inesperado chiflón le arrebató el sombrero; el hombre salió persiguiéndolo en vano, tropezó y cayó parsimoniosamente de espaldas con los brazos abiertos. Mientras escuchaba las carcajadas de la gente y del cura, el hombre creyó ver que en el cielo se formaba sólo para él una nube con forma de mano que de inmediato se disolvía. Y el poeta se rió, por primera vez se rió: yo mismo anoto esta fábula en un balcón, acalorado en la tarde santiaguina mientras leo que el protagonista de El viento es un país que se fue, Aníbal Saratoga, “creía que las historias de Gran Formentor tenían ese dejo a todo lo perdido que nutre los lindes de la poesía, a esa palabra que se resiste a la erosión de la vida y evoca tristes mares de otro tiempo. Esas certezas son las únicas que garantiza la poesía. Y yo soy un poeta”. Leo eso en el momento que viene no un chiflón, una brisa por mi pelo y entre la ropa y sobre esta piel y experimento un alivio que se me olvida, una sensación únicamente y no esa pena que arrebata a los personajes de esta novela cuando los vientos azotan sus velámenes, entonces dejo de leerla porque por un segundo el viento es enorme, enorme fuerza inhumana aunque también la voluptuosidad misma de estar moviéndome junto a todas las hojas de ese árbol, en el tacto simultáneo de quienes van innumerables por la calle que veo desde este balcón. En El azimut, la novela que está dentro de esta novela de Óscar Barrientos, el bando de los agelastas se diferencia de sus jurados enemigos infinautas porque tienen “mirada de piedra” y porque consideran que “las risas son puñales de piedra en las gargantas de los dioses marítimos”, mientras para los otros “reír también es orar al viento”, ya que esperan “asistir a una revelación, a esa era naciente en que el viento reconstituía el relieve de la tierra”. Apropiadamente me vuelve a la memoria una escarpada senda por la que anduve hace años en las Torres del Paine, un camino casi vertical por donde sólo era posible seguir si había suficiente viento, ahora sí un golpe que con su fuerza sostenía apenas en el vacío el cuerpo de quien pasara por ahí; recuerdo que me gritaban que corriera antes de caer pero había quedado sordo y ciego, sin embargo era aire, sólo aire, apropiadamente aire. Apropiadamente porque los personajes de El viento es un país que se fue se encuentran, divagan, caminan en una ciudad muy austral llamada Puerto Peregrino y, así como en mi balcón la ventolera me lleva a mantener tomadas las páginas de este libro, en Punta Arenas, en Ushuia, en Puerto Natales, en un lugar que me quiero imaginar lejos de acá –a orillas de un lugar inhabitable, profundamente blanco, que siempre se disuelve, siempre se renueva–, el viento dicen que cala los huesos, no permite tacto en la piel envuelta y, aunque reírse da dolor de dientes, un personaje como Aníbal Saratoga se fascina por un viento que para él no se entrevera con personas, y las personas se le vuelven objetos cuando la borrasca no lo deja abrir los ojos –insiste en que lo salvará “una mujer, un libro, un barco”–, jamás sujetos desasidos de su creador, sujetos capaces de reírse por la mirada ajena de su torpeza propia, capaces de entender que no se viaja sin uno mismo de tripulante y capaces de incorporar las conclusiones de un libro antiguo: “consideré las obras de mis manos y el fatigoso afán de mi hacer y vi que todo es vanidad y atrapar vientos”.

 

 

 

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