Desde Sandy Point voló Saratoga para poner a prueba las reservas de
nuestra bodega. Alto y colorado como lo han de ver, rasmillado del
alma tras sus últimos naufragios, pero vivo, sediento y dicharachero,
asomó por los pórticos de las nuevas instalaciones de El Tepual. Lucía
una estrella roja sobre el fondo negro de su habanera. El Tigre fue el
encargado de servir como anfitrión, la Crespa de conductora y el
Mochero de ofensor oficial, su rol frecuente. Fromage, papas saladas y
frutillas con crema fueron los sólidos, mientras que estrellas de oro,
bouchones y palmas, casi siempre merlot, hicieron la alegría. El
Duende desapareció como una melodía en el infinito horizonte del
Reloncaví post-salmonídeo. En plena crisis, las luces anaranjadas de
los neones se filtraban entre los edificios del centro, que lucían
serenos en su resignación al vacío de los apartamentos. Luego de
algunas vacilaciones, Saratoga hizo gala de su prodigiosa memoria, que
alcanzó cimas inalcanzables bajo el efecto de los mostos, nutriéndonos
con la versada helenística primero, y quijotesca después. A la manera
de Cortázar, nos retiramos en buen orden, dándonos empujoncitos en los
hombros al trepar por las escaleras, los estómagos enmostados, los
oídos aún tibios con el castellano entrado allí desde Punta Arenas,
derribando la muralla que se levanta entre el domingo y el lunes.