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Barrientos Bradasic | Autores |
LA
MUSA Y EL ESPANTAPÁJAROS
Oscar
Barrientos Bradasic
"Estoy enamorado de la mujer
que guarda las llaves de la noche.
Ella se ha mirado en mis ojos sin saber quién he sido"
Fayad Jamis
En Puerto Peregrino renuncié, quizás
para siempre, a la idea de un amor que condensara toda la plenitud
de los sueños. Desde aquella vez, fui descendiendo como un
dios de utilería en las pocas islas de luz que aún deparan,
por breves instantes, algunos libros, ciertas sonrisas de mujeres
tristes, en fin, poca cosa.
Ocurrió durante un invierno muy lluvioso y gris. Yo caminaba
cerca del puerto buscando algún lugar donde resguardarme del
aguacero que me sorprendió de improviso; casi llegando a la
esquina de una calle, oí una vieja melodía, la voz distorsionada
por los años entonaba cierta balada de los años cincuenta
cuyo sonido se perdía en medio de la noche. Provenía
de un bar mal iluminado que ostentaba el pretencioso nombre de Partenón.
Me apresuré a entrar con cierta curiosidad. Era un lugar maltrecho
pero espacioso y en sus mesas bebían rostros anónimos,
de barbas hirsutas, los cuales me observaron con una extrañeza
que demoró muy poco en pasar a indiferencia total. Tras la
barra, permanecía de pie, un tipo calvo como un huevo, de pera
puntiaguda, vestido con un impecable vestón negro pero de camisa
blanca cuyo cuello se apreciaba muy sucio. A pesar de todo, conservaba
ciertos gestos de albacea gentil al invitarme asiento, esto me produjo
simpatía y hasta confianza. No lejos de la barra
había un mico que caminaba con pereza y lucía un uniforme
militar rojo. El cuadro me recordó de inmediato a los actores
ambulantes que se describen en los relatos de Héctor Malot.
-¿Qué se sirve?- me dijo cuando me acerqué a
la barra.
-No sé…-musité aun desconcertado por el sitio- algo
para el frío.
Colocó un pequeño vaso en el mesón y me sirvió
un licor verdoso, de olor muy alcohólico. Cuando lo bebí
de golpe, sentí como si un gato bajara por mi garganta clavando
sus uñas.
-¿Qué es esto?- pregunté tosiendo.
-A veces es bueno no saber que diablos está bebiendo uno- contestó
con desgano- Al segundo trago se acostumbrará, como todo.
De pronto, el mico comenzó a jugar con una botella vacía
en una de las mesas y el camarero lo llamó de inmediato:
-Zaratustra, ven aquí.
-¿El animal se llama así por lo de Nietzsche?
-No, es el nombre que mi mujer le puso al mono- respondió mientras
el animal se subía a su hombro con absoluta obediencia.
Luego se acercó a la barra y me dio otra copa de ese jarabe
delirante, sirviéndose él una más generosa. Esbozando
una sonrisa, alzó el vaso para brindar conmigo.
No sé si fue por el silencio del lugar pero terminamos charlando
largamente sobre todos esos temas que se hablan con desconocidos en
todos los bares del globo. Se trataba de un personaje sedentario,
que parecía conversar con la lentitud de los que perdieron
la prisa en algún instante de su vida y saben que las horas
pasan como si no pasaran. Respondía al nombre de Boris y era
oriundo de un pueblo eslavo cuyo nombre y ubicación no me fueron
familiares- según me dijo- enviudó hace nueve años
de una antigua actriz de Puerto Peregrino, de la cual heredó
este bar poblado de nombres que le eran incomprensibles y de esa mascota
vestida de militar.
-Todavía queda algo de ella por aquí- pronunció
con tristeza.
Desde la barra pude ver tras su comentario que el lugar estaba cubierto
de lienzos. Eran (en su mayoría) imágenes de cuerpos
estilizados y luminosos, que, a mi entender, representaban la imaginería
de un espíritu en llamas, soñador de metáforas
con rostro. A pesar de ser un poco esquemáticos, aquellos personajes
ilustrados en la pared del bar me fascinaron: Arlequines con crestas
de gallo, pequeños dioses alados, reinas de coronas minúsculas
y cetros de madera, bosques con árboles y brazos.
-¿Los hizo su esposa?- pregunté examinando los cuadros.
-No, mi sobrina o mejor dicho la sobrina de mi mujer…se parece un
poco a ella -contestó acariciando a Zaratustra- Me recuerda
un poco a ella, quiero decir, creo que me enamoré de mi esposa
porque era así…tenía un mundo que yo no podía
entender.
Apuré la última copa de aquel bálsamo ardiente,
ya turbado por los rápidos enigmas de su relato. Tras despedirme,
subí el cuello de mi abrigo y caminé bajo la lluvia
algo más moderada, pero con el alma mojada de imágenes,
pues esos cuerpos estampados en las paredes del bar, colmaron muchas
noches entre sueños fragmentarios que se diseminaban en mis
jornadas insomnes. Eran los nuevos protagonistas de la epopeya silenciosa
que se activa en mí, cuando cierro los ojos.
Desde ese día, visité el Partenón casi a diario.
Solía conversar largas horas con Boris sobre temas que se repetían
con agotadora frecuencia, hasta que Zaratustra interrumpía
el diálogo con alguna travesuras de general en retiro, ocioso
y quizás aburrido de escuchar nuestras mismas historias.
Y así habría seguido el asunto, si es que durante una
de esas noches no hubiese ocurrido algo que alteró el rumbo
de los días. Aquella vez, el bar estaba un poco más
concurrido que de costumbre y yo le dije a Boris que me interesaría
conocer a la autora de los lienzos para decirle que esas figuras embalsamadas
en luz me eran muy sugerentes. A esa hora, el verde licor me hacía
ver la realidad algo distorsionada.
-Ah, Gabriela- respondió con indiferencia- Es la muchacha que
está con el café en esa mesa.
En efecto. Sentada cerca del ventanal había una joven pálida
de cabello largo, el pañuelo rojo y la mirada perdida en un
sitio más allá de la lluvia le daban una belleza sobria,
pero distante, algo etérea para mi gusto. Parecía sin
duda, la mujer más triste de Puerto Peregrino, uno de esos
seres que los románticos franceses olvidaron devolver a los
libros y aun pululan por la tierra en busca de sus sueños.
Pedí otra copa y me acerqué a su mesa con un aire de
tal afectación y teatralidad que notó de inmediato que
yo era borracho haciéndose pasar por sobrio. Le dije el lugar
común más digno de ser antologado por su cursilería
e ineficacia, le pregunté qué hacía una mujer
tan bella donde creía que no se le había perdido nada.
Me observó con una mirada fría como el guiso de una
pensión y giró la cabeza hacia la ventana. El papel
de galán siempre me ha salido desastroso.
-Déjese de lirismo baratos y no me moleste- dijo con desprecio
infinito.
Sin duda pensó que yo intentaba seducirla con la torpeza de
quienes llevan un par de copas en el cuerpo y esa última parte
era un poco verdad. Pero yo sentí que debía hablarle
con un fragmento de mi ser capaz de trascender los movimientos de
lengua algo trabada por el explosivo licor de Boris.
-Usted ha ilustrado un panteón de extrañar mitologías
que habitan mis madrugadas, como si hubiese recobrado un lugar que
olvidé, lejano…sin dolores.
Se miró las manos con naturalidad y creo que entendió
ese mensaje más allá de la circunstancia y de la abrupta
presentación. Luego de observarme y esbozar una sonrisa tímida
de curiosidad, me pidió un café porque dijo que apestaba
a ese licor que su tío bebía como agua.
-Me resulta extraño oír a alguien en este bar hablando
de mis pinturas- repuso sonriendo. Tenía unos dientes muy blancos
y al sonreír no descubría las encías.
Hablamos largo rato de su trabajo. Me confesó que su proyecto
era ambicioso, consistía en crear seres de un mundo luminoso,
personajes alegóricos, conceptuales, capaces de traducir el
reverso de la realidad, ese mundo de figuras etéreas que sólo
el delirio otorga por breves instantes para ser arrebatado y devuelto
a lo trivial.
Yo le conté- no sé por qué- que cuando niño
vi en un libro de Arte griego el grabado de una musa que agitaba sus
cabellos al viento; hasta la adolescencia le escribí poemas
algo sonsos pero muy sentidos. Cuando me di cuenta que la impoluta
dama jamás descendería del imaginario, dejé esos
versos torpes y en su lugar quedaron amores poco memorables y un sentimiento
de abandono que nunca he podido convertir cabalmente en escritura.
-Ojalá nunca olvide esos recuerdos - contestó como pronunciando
una sentencia.
Luego nos despedimos y yo me perdí entre las calles húmedas,
exultante y a la vez apagado, como si mis manos reprimieran un aplauso.
Unos días después, encontré a Gabriela cerca
de la costanera. Miraba el mar con tristeza, con esa tristeza que
la hacía ver tan bella, resaltando esos ojos pardos como redondos
planetas de cristal. En el trayecto del malecón al bar me narró
otros aspectos de su vida: Fue criada por su tía y de ahí
heredó su pasión por el arte, aunque soñaba dejar
algún día Puerto Peregrino y reunirse con su hermano
que vivía en Europa, para ver esos museos tan nombrados.
Desde aquella vez nuestros encuentros eran muy seguidos e ingresaron
a un terreno de franca familiaridad, pero yo sentía que me
estaba enamorando gradual e irreversiblemente y en ese momento no
calculaba las consecuencias del asunto. Solíamos charlar tardes
enteras en una suerte de buhardilla en el segundo piso del bar que
hacía las veces de cuarto y de taller. Desde ahí se
veía el mar perdiendo su inmensidad en el oleaje, alejándose
de la isla como un navío inmortal. A veces Zaratustra subía
al cuarto y permanecía sentado en un caballete como un tertuliano
más.
Creo que Gabriela realmente habitaba aquel escenario insondable de
donde sacaba sus figuras, los trozos de una utopía cíclica
que al filtrarla el pincel pasaban a documentar el infinito. En nuestras
largas caminatas por el malecón, sentía que sus palabras
ya no eran de este mundo, pertenecían a ese taller de vieja
madera donde los olores del diluyente se perdían entre las
viejas canciones del bar. Sí, era mi musa. La dama del panteón
grecorromano que descendió desde las escasas certezas que tiene
la infancia.
Una tarde en el que mar se veía sospechosamente picado desde
su ventana, ocurrió el beso que nos convirtió en amantes.
Era el beso que la musa daba al espantapájaros. Sí,
porque yo representaba al espantapájaros, al macilento personaje
anclado en la tierra de la ausencia que ahuyenta a las aves agoreras
con el espíritu sombrío, hasta que se funde en el olvido-
como todos los recuerdos- y al tiempo, los pájaros se posan
en sus brazos de palo, volviendo a ser de nuevo sus propios fantasmas.
A menudo me acuerdo de esa muchacha, de ese amor tan breve como intenso,
de su cuerpo corriendo rumbo al mar, de su pañuelo como una
bandera en medio de la tormenta, de aquel cuerpo desnudo en la noche
de canciones viejas y licores de sabor improbable.
Un día en que entré al Partenón, Boris me dijo
con su impavidez acostumbrada.
-Gabriela te espera en su cuarto. Me dijo que tiene algo para ti.
Me apresuré a subir las escaleras y Zaratustra siguió
mis pasos con la misma curiosidad que yo tenía. Estaba en su
mesa de trabajo, con el cabello tomado por su característico
pañuelo rojo. Bosquejaba algo.
-Ven- me dijo- Mira lo que hago.
Eran los bocetos iniciales de una acuarela, se trataba de una mujer
que danzaba sobre un horizonte sinuoso, un poco parecida a ella.
-Esta musa, te acompañará si alguna vez te falto.
Sus palabras me sobrecogieron, porque todo en ella parecía
misteriosamente profético.
Cuando recorríamos la playa, en una oportunidad, la vi corriendo
por la arena y pensé que en ella la infelicidad no existía.
Nunca comprendí que hacía una mujer que retrataba sus
sueños en colores con un tipo como yo, un desencantado con
vocación de exultante. Y una vez se lo pregunté mientras
trataba de hacer esa acuarela para mí que nunca terminó.
-Tú me recuerdas que las ilusiones son inconclusas- me contestó
interrumpiendo su trabajo- que se construyen con recuerdos.
Creo que otra vez sus palabras fueron proféticas y así
lo evidenció el fin del invierno, que trajo un sol redondo
y húmedo como la nostalgia. Esa mañana definitiva, desayunábamos
en su cuarto cuando sus reiterados silencios dieron paso a la verdad.
-Mi hermano me escribió ayer- comentó con la voz apagada.
Yo seguí bebiendo el humeante café con indiferencia
pero en el fondo, atento a sus palabras. Pasó a contarme con
una delicadeza (que luego le agradecí) algunas noticias. Su
hermano le pidió que se viniera a Europa con él, ahí
podría conocer el Viejo Mundo y estudiar Bellas Artes, como
siempre había querido.
El sabor de la derrota que campea en las palabras, vigilándolo
todo, se hacía notar de pronto, para recordarme que la vida
se compone de recuerdos, que la musa debía retornar a los grabados
en remotos países de cielos abiertos y aparecer en mis noches
como una esfera de agua donde se refleja el hombre de paja cansado
de espantar sus espectros -Este es el correctivo que la realidad le
aplica a los sueños- me dije.
-Sólo quiero pedirte algo- le contesté tomando su mano-
Cuando termines la acuarela que era para mí, házmela
llegar.
Así fue como un día soleado, acompañé
a Gabriela al ferry que la llevaría tan lejos de esta isla.
La chimenea humeaba con impaciencia y tocando mi barba me dijo que
jamás me olvidaría. No mentiré, creí muy
poco en sus palabras, en ese tiempo ya empezaba a entender que muchas
veces el amor es un escenario donde actúan expresiones muy
gastadas.
El último recuerdo que guardo de ella, es su mano agitándose
en el aire, su vestido rústico de flores, en fin, mi musa en
la baranda del navío, escribiendo su adiós en el viento.
Desde esa oportunidad, asistí cada noche al Partenón
como a un ritual silencioso para reconstruir a golpe de memoria, el
vestigio de esta muchacha de pañuelo rojo. Boris comprendió
mi silencio y solía dejarme junto a la copa del licor innombrable
hasta que me perdía entre las estrofas de las viejas baladas
del bar. Nada recomendable para nadie porque no pocas veces, el amanecer
me sorprendió despierto, recordándola.
Al cabo de unos meses, ocurrieron muchas cosas, entre ellas, el retorno
a mi país. Pero Chile en su largo sueño de adobe me
mantuvo ocupado en actividades que no es el momento reseñar.
De esto pasaron muchos años, quizás demasiados y nunca
supe nada de ella; sin embargo, la resaca de su recuerdo se clavó
en mi frente algunas veces, cuando escuché su nombre, en el
cuerpo de damas anónimas que se esfumaban al ponerse el sol
en mi ventana, incluso una vez creí verla en la costanera de
Valparaíso.
Dije al principio de esta semblanza que en Puerto Peregrino renuncié
a las grandes certezas que deparan ciertas mujeres como musas que
reconstruyen las ruinas de esas verdades que se dicen eternas.
Cuando volví, después de tanto tiempo a Puerto Peregrino
me asomé al "Partenón" para confirmar esta
idea. Todo estaba intolerablemente idéntico a como lo dejé,
la viejo victrola de discos viejos, las sillas de madera, los óleos
de Gabriela y Boris con su semblante impregnado de laconismo y resignación.
Salvo el mico y yo, ambos con las barbas más blancas y abundantes,
todo parecía incólume al tiempo.
Me saludó como si nos hubiésemos visto ayer y si ni
siquiera consultarme me sirvió aquel líquido espirituoso
y - a la manera del relato de Proust- construí de pronto el
pasado entre el paladar y el sueño.
-¿Dónde te habías metido todo este tiempo?- musitó
Boris de golpe.
No supe que responderle. Hablamos un rato de las razones de mi estadía
en Puerto Peregrino, en fin, cortesías de viejos amigos. Cuando
tras un silencio prolongado, le pregunté por Gabriela, respondió
desviando la mirada que Gabriela había muerto en Europa hace
más de siete años.
Una punzada en el pecho me invadió de improviso.
-Al principio estaba todo bien con su hermano…pero luego se enamoró
de un oficial de bigote negro, que en las fotos que envió siempre
le encontré cara de hijo de puta…efectivamente lo era. Cuando
se casaron, la hizo muy infeliz, hasta dejó de pintar. Murió
en un parto…
Se bebió de golpe su licor y continuó:
-Estuvo mal… el oficial ya se había ido con otra mujer cuando
murió…
A veces hay recuerdos que nos mantienen vivos y cuando los desploma
la vida con sus imperfecciones y bajezas, algo muere de pronto, apagándolo
todo.
-No te atormentes- siguió Boris- Por lo menos aquí fue
feliz, con sus óleos, contigo…con el invierno incluso.
Me dijo que Gabriela había enviado algo para mí hace
ya tiempo. De uno de los cajones de la barra extrajo un pequeño
objeto cuadrado envuelto en su inconfundible pañuelo rojo,
lo descubrí como descifrando una escritura misteriosa. Era
la acuarela terminada, encuadrada en madera…la musa estampada con
su velo seda, danzando en el espacio que separa las quimeras de todos
los continentes del globo, Gabriela, niña de cristal, fundadora
de repúblicas sin horizontes en lejanos países de océano
y marfil, qué bella te ilustraste sin las heridas y sinsabores
que conllevan los años.
Me despedí de Boris y Zaratustra. Cuando salía del lugar
con mi acuarela bajo el brazo, me juré nunca ingresar a bares
de canciones tristes y saltimbanquis de novela, porque el amor embadurnado
en acuarela podía de nuevo trocar mis ansiedades en esta caricatura
sublime.
Salí con mi cuerpo de paja y mis harapos al viento. Alguien
que me vio caminar por la esquina le dijo después a un amigo
mío que ese día los pájaros se posaron en mi
hombro.