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PARÁBOLA GÓTICA - AUSTRAL DE LAS MARIONETAS VIAJERAS. 

Oscar Barrientos

 

¿Qué, sin preguntar de dónde, se precipita hacia acá,
adónde se precipita hacia allá?
¡Oh, cuántas Copas de este Vino prohibido
habrán de ahogar el recuerdo de aquella insolencia! 
                              Omar Khayam.

 

I

Respondía al nombre de Ludovico y solía recorrer insaciablemente toda la Patagonia. Su perfil era anguloso y su mirada cenicienta, un montículo de irritantes y puntudos pelos rojos coronaban su barbilla. Calzaba unos pantalones bolsudos y botas de montar, un abrigo polvoriento con ribetes peludos le llegaba casi a los tobillos

Cargaba un pesado bolso de diablo en el lomo y por ello, a veces, uno distinguía en la inmensidad una figura esquelética trepando trabajosamente los cerros con una joroba protuberante a cuestas. Dentro de la gran bolsa llevaba palos, pero en realidad más bien eran almas.

Cada cierto tiempo- regido por un itinerario cíclico- Ludovico se tornaba un personaje cotidiano en cualquier punto de la Patagonia chilena o argentina. Lo vi vendiendo sus productos al pie de la estatua de Hernando de Magallanes en la plaza de Punta Arenas. En otra ocasión lo observé comprando cigarrillos en una gasolinera de San Julián y creo haberlo divisado desde un vehículo escalando los irregulares promontorios  de Comodoro Rivadavia como una silueta lejana y ventruda que luchaba en vano contra la pujanza del viento. Tres instantáneas borrosas y diferentes, en un trecho de al menos once años.

Solía instalarse en los paseos peatonales, en las plazas, en los atrios de las iglesias ofreciendo su servicio laborioso y andariego. A muchos les daba lástima, pero más bien debería haberles inspirado temor.

Ya sentado en un cajón de manzanas ofrecía a los transeúntes hacerles una marioneta de sí mismos. Tenía lo propio de un buhonero, de un saltimbanqui, de un charlatán. – Una marioneta de usted mismo es como ser inmortal- decía el miserable con socarronería fina y un rictus sucio.

Entonces, señoras con abultados abrigos de piel, caballeros con impermeables y paraguas, niños gordos con camisas a rayas, esperaban perplejos las habilidades de Ludovico, ansiosos ante la caricatura de brazos delgados y cabeza robusta. Y de pronto, allí estaba el pequeño muñeco de palo y telas, con sus articulaciones sostenidas por hilos transparentes. – Mire señor, esta marioneta tiene sus mismos bigotes y su vestón de rombos.

El cliente le despachaba unos billetes y durante el breve momento de la transacción, Ludovico sonreía generosamente ante el espanto del transeúnte, una sonrisa nauseabunda donde todos los dientes eran de oro. El hombre de palo alentaba la sorda insurrección de los arcanos más oscuros.

Algo se detenía en esa fracción de segundo, se apagaban las esencias más rotundas de la vida y emergía, desde una noche recóndita, el sinsentido siempre pútrido y cargado de vacuidad, de irremediables abismos. Aquel hombre se llevaba la marioneta y a cambio, Ludovico sustraía su espíritu: Esa levedad nebulosa y sagrada permanecía por la eternidad recluida en la bolsa de cuero.

A menudo me pregunto qué ignotos engranajes se remecían en el interior de Ludovico cuando agregaba un nuevo cautivo a la oscuridad de su carga. Nada puede ser más terrible que invernar con los ojos abiertos. En esas circunstancias, la muerte parece un premio.
Por las noches, sin luna ni estrellas, mientras Ludovico recorría la ruda vastedad de la pampa patagónica arrastrando su pesado equipaje, aquellas almas lloraban con chillidos similares a vientos sibilantes. El emisario contenía sus sonrisa dorada y pensaba con morbosa satisfacción en esas marionetas que dormían solas su largo sueño de madera en bolsas de basura, en sótanos, en rincones olvidados.

II

Los pocos que conocemos esta historia nos marca irremediablemente la necesidad de reconstruirla o quizás de agregarle retazos de una fabulación urgente y gratuita, a la manera del vitral de una catedral abandonada. Al menos, por definición, la historia de un hombre que cambia marionetas por espíritus y los lleva en su gran morral a través de pueblos castigados por el viento, debiera incluir un portador, un vigía que fragmente el relato hasta convertirlo en un manojo de verdades precarias.

Pero nada de eso. Ludovico se topó con un antagonista infrecuente, un arcano que le había cedido sus motivaciones al silencio.

El hombre al que me voy a referir se llamaba Tancredo y vivía en un caserío que se diluía extrañamente en la pampa. Su pueblo – de nombre perfectamente olvidable – bien podría calificarse como un pueblo de mierda. Por la noche, los ovejeros  amarraban sus caballos en derruidos establos.

Los escasos turistas que se detenían unos minutos para seguir a un destino más prometedor daban vueltas por una plaza deslavada con un obelisco pequeño y patético que medía un metro y medio, probablemente peregrina ocurrencia de un alcalde ocioso y antojadizo.

Tancredo vivía en una casa de tejado rojo, solo y dormido, observando desde la ventana un viento negro que parecía barrer con todo a su paso. El personaje era blandamente taciturno, de boina negra y ojos grises, enjuto y con cierta apariencia de animal invertebrado.

No tengo noticias muy claras de su pasado, aunque para ser exactos, él tampoco las tenía. Se sentía como un huevo arrojado en medio de la pampa, salido desde el útero del viejo mar de coirón y ripio. Tancredo no tenía mujer, ni hijos, ni padres, ni recuerdos.

El único patrimonio de Tancredo era la luna saliendo entre los nubarrones, el sonido destemplado de la ventisca, los piños de ovejas que cruzaban la carretera y por supuesto, Clarín. Así se llamaba un pequeño cóndor que Tancredo había encontrado a unos kilómetros de allí, acurrucado tras unos calafates y gimiendo como un niño –También es como yo, nació de un huevo en medio de la pampa.

El pájaro tenía la mirada acuosa y una expresión angustiosa, cansada, como si supiese desde siempre que su destino era la infancia perpetua. Tancredo caminó durante horas llevando al cóndor envuelto en una frazada. –Clarín, te llamarás Clarín- dijo.

Luego llegaron los días con su torpe marcha hacia la nada. El invierno no tardaría en asomarse y la vejez del cuerpo tardaba demasiado en llegar.

Clarín se deslizaba perezosamente entre la cocina y un pequeño corral alzando sus alas negras y elevándose torpemente a ras de suelo. Ambos observaban asustados el viento que barría con todo desde la ventana. Hombre y animal volvían al miedo más primario, ese que lleva a sus anchas el desamparo y la noche.

Tancredo le cobraba a los turistas unas cuantas monedas por ver al cóndor.

III 

Cuando Ludovico estuvo frente al exiguo obelisco le invadió un hastío difícil de describir. Me lo imagino despeinado por la ventolera observando el vacuo monumento con una mezcla de insatisfacción y tedio.

Las calles del caserío estaban casi desoladas y a través de ellas se filtraban corrientes de aire como serpientes eólicas. No había compradores, no había almas.

Caminó  hasta el extremo de la ciudad para almorzar en un pequeño restaurant sin nombre, sus pies se deslizaban particularmente arrastrados como si acariciara las piedras. Una pata de pollo con cierta salsa grasosa cubriendo una cucharada de arroz fue la coronación del desgano.- Parece un pueblo fantasma- pensó Ludovico.

Ya de regreso al límite de la carretera se quedó fijo observando el cartel: Pase a conocer al cóndor Clarín por sólo quinientos pesos.

Ludovico no sonrió con sus dientes de oro pero sí sintió ese irremediable apetito de sustraer el alma a un infeliz. Dos golpes a la puerta y estimado señor, soy un constructor de marionetas que viaja incesantemente y quisiera mostrarle mi trabajo, sin compromisos, claro está.

Tancredo a esa hora podría definirse como un hombre impávido de barbas bíblicas y greñudas. El silencio y la tarde le retozaban por los ojos con patente nitidez. –Pase usted, señor. Mi nombre es Tancredo- le dijo por no decir- Vete de aquí charlatán de porquería, predicador de mierda o como te llames.

Otra vez la expresión ladina del marionetista y los palos en la mesa, sus manos construyendo martirios que se funden con lo antropomorfo, apelando a la conmiseración y a la caridad del vagabundo que no tiene más patria que el camino. Todas mentiras pronunciadas en muchos idiomas y revestidas siempre bajo diferentes sombreros.

En menos de media hora, la reproducción breve y artificiosa de Tancredo estaba en la mesa. Era una marioneta con boina y mirada imperturbable que calzaba la vieja jardinera y las botas ovejeras.

-Una marioneta de usted mismo es como ser inmortal- dijo Tancredo sonriendo con su dentadura de joyería.
-Yo no quiero ser inmortal- respondió sin inmutarse.
-Todo el mundo quiere ser inmortal.
-Los inmortales deben sufrir mucho. Ven morir a quienes aman. Yo ni siquiera tengo eso. Sólo tengo a Clarín, mi cóndor.
-¿Entonces no le gustó su marioneta?- preguntó Ludovico sonriendo de nuevo.
-Sí- dijo Tancredo- es muy bonita, pero prefiero que haga una de Clarín.

El charlatán se desconcertó y su rostro parecía notoriamente descompuesto. Este infeliz me salió duro, no logro comer su médula de luz, su silencio más profundo, su cifra secreta sólo otorgada como un precioso obsequio cuando llegó a este mundo.

-¿No quiere usted la paz de su alma?- insistió rastreramente Ludovico.
-Es que yo no tengo alma- respondió Tancredo con naturalidad como si dijese que ya hirvió  el agua para tomar café- Pero mi cóndor parece que tiene. Además yo prefiero morir antes que él. Así no sufriré por su ausencia, hágame el favor de verlo.

Pocos reparan en el rostro de un mago barato al cual le descubrieron sus malas artes, sus trucos de pacotilla: Las cejas se crispan, la sonrisa desaparece dejando en su lugar una molicie que nunca culmina.

Ambos llegaron hasta el corral y observaron unos minutos al pequeño cóndor envuelto en su capa de plumas negras, con la cabeza pelada y los ojos siempre afiebrados, como un niño que acaba de despertar de su siesta.

-Él es Clarín- dijo orgulloso Tancredo.

Pero lo que Tancredo ignoraba es que Ludovico no hacía inmortal a nadie, sólo se robaba todo. Y el maldito charlatán reproducía al cóndor con lo que tenía a mano en su caja de herramientas, una mano de pintura negra y la cabeza roja y… mientras sonreía, nunca he construido un pájaro, su alma debe ser breve pero de buen sabor, me comeré miedos puros, afectos puros, un aperitivo no despreciable y mire señor Tancredo, aquí esta Clarín en todo su esplendor, por sólo tres mil pesos es suyo.

Cuando el cóndor vio la pequeña figura abrió sus alas como si quisiera escapar. Creo, que siendo claros, Tancredo sí poseía alma y se llamaba Clarín. El hombre que abandonó la esperanza de la trascendencia le entregó ese ínfimo universo de certezas a un pájaro desposeído.

Muchos hombres viven sin alma y transitan por los confines del globo incluso sin extrañarla o la recuerdan como una fugaz nostalgia, un juguete pasado de moda que no alienta la pesadumbre de la carne. Pero un cóndor pequeño que sólo conoce la amistad de un hombre solo, no puede vivir sin ese pedacito de lluvia, sin esa estrella minúscula.

El ave se desplomó en el acto. Su sueño era limpio y tendido.

IV

Podríamos afirmar valientemente que aquí nuestra historia se funde con la tinta indeleble de las crónicas amarillistas. Ludovico saboreó ese manjar limpio y sereno que es el sueño de los tristes, el coro de las soledades absolutas. Justamente por ello fue castigado.

Cuando Ludovico despertó estaba amarrado de pies y de manos a las rejas del corral y pudo percatarse que Tancredo construía  marionetas con una habilidad más básica que la de él, pero con una decisión y un talante digno de un orfebre. El ceño ligeramente fruncido le hizo entender que una chispa de indignación nunca lo abandonaba del todo.

También pudo notar que el cóndor aún seguía a sus pies, inerte y frío, como una desteñida sábana negra. Y la tarde continuó con total pereza, mientras el viento pujante se filtraba por las rendijas de la casa.

De pronto, vio que por toda la casa estaban repartidas las marionetas de Ludovico, eran seres desarticulados, desproporcionados, grotescos, cabezones algunos, exageradamente escuálidos otros, todos tenían el gran morral en la espalda. A veces éste parecía una joroba purulenta o un poroto perfectamente ovalado.

-Cierto es que mataste a mi cóndor y le privaste su luz. Pero ahora te condeno a una noche con los ojos abiertos, a un crepúsculo que nunca termina.

Cuando Ludovico se vio repartido entre seres de madera deformes y muertos un espanto lo invadió de inmediato. Tancredo no sonreía, lo miraba fijamente con un rostro de estatua de cera del todo pavoroso.

Al poco rato, el alma de Ludovico- una estela pastosa y percudida que se arrastraba en el corral- entregaba su corazón a cada una de las marionetas. 

V 

Y el resto es una historia que empieza donde quizás nunca debió  terminar.

El hombre sin cóndor ni alma, encarnó el signo redentor de la venganza dibujado entre ceja y ceja. Sacudió la bolsa de cuero mientras caminaba por la huella y los espíritus se fueron con el temporal que nunca deja de viajar por la pampa.

Ahora Tancredo viaja insaciablemente por todos los pueblos de la Patagonia, así es. Damas y caballeros, por sólo tres mil pesos les vendo la marioneta de Ludovico, el charlatán que cambiaba almas por maderas, para que contemplen su infamia y jueguen con su cuerpo, tal como él jugó con sus espíritus, sólo tres mil pesos por apropiarse de la caricatura del charlatán siniestro, de un fiambre sin escrúpulos, de un sepulturero indigno.

Cuando el espíritu es absorbido de un golpe la sensación asemeja una puñalada certera que nunca cicatriza. Pero cuando el alma es repartida en minúsculos pedacitos, el infierno es una hormiga lenta que camina en el lomo de un gran elefante, entregándole al socavón todo lo que tiene.

Eso siente Ludovico mientras sonríe solo en un pueblo perdido. Mira desde la ventana al viento que se lleva cuanto encuentra en su camino. 
 

 

 

 

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