Síndrome de Tlatelolco
A propósito del encuentro "El lugar del autor". México 31 de octubre 2012
Por Oscar Barrientos
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El fin de octubre me sorprende en Ciudad de México, en este país de los soles negros que me aguarda con su pincelada violenta, con el color de sus alebrijes y el certero dibujo de los dioses prehispánicos, aún decorando sus tardes interminables. Busco en mi memoria una postal de Comala y sólo se me devuelve una imagen de Puerto Peregrino durante una mañana lluviosa. Hay ciudades que anidan hallazgos y oquedades, hay ciudades que viajan en nuestras valijas, hay ciudades imaginadas que de pronto naufragan en una copa, hay ciudades que la memoria convierte en maquetas de otro tiempo.
Viajo con un grupo de poetas y narradores para participar en un Ciclo denominado “El lugar del autor”. Los organizadores son el Colectivo Paratopia, un grupo de autores y gestores culturales, que están preocupados de comunicar y conectar a la literatura chilena con otras latitudes y cuyo esfuerzo valoro en forma entrañable. Admirable por el lado que se le mire, ya que la generosidad es un bien escaso en el mundo literario. Vayan mis reconocimientos a Claudia Gómez, Miguel Rojas, Rodrigo Landaeta, Leonardo Videla, Cristina Bravo.
El gran zócalo es la épica de la polifonía. La letanía del organillo y las voces de la calle se funden y parecen acompasarse a la imponencia de la majestuosa catedral construida con piedras de Tenochticlán. En la esquina un actor disfrazado del Papa representa un monólogo donde increpa los recientes abusos destapados en el último tiempo que involucran a sacerdotes. –Este es México, culterano y popular, el que alimenta la dicotomía Paz – Rulfo y que sigo con los ojos asombrados reparando en sus amplios mercados.
Intento recorrer la Feria del Libro del Zócalo con cierta detención, ya que las ofertas son bastante convenientes, pero me doy cuenta que, en el fondo, el texto es la propia ciudad de México, una página barroca y colorida donde intento estampar unas cuantas palabras que los diccionarios desterraron.
Carlos Fuentes alguna vez dijo que en México el sicoanálisis sobraba, ya que el PRI se había dedicado a eso por más de cincuenta años.
De igual manera, su cielo es, durante esta noche, mi libro. Leo en el intrincado designio de sus nubes un país hermoso y complejo. De pronto, la gran serpiente emplumada engulle al transeúnte. El inocente gusanito del mezcal ha hablado desde su sabiduría pretérita y opaca. El amanecer se ha quedado sin palabras.
II
“Yo ya me voy/ al puerto donde se halla/ la barca de oro/ que debe conducirme” cantan los mariachis a todo pulmón.
En el bar Esperanza, muy cerca del Hotel Antillas donde estamos alojados, aparece- en medio de la cháchara con el cantinero y los parroquianos- el nombre de Carlos Enzo Ezequiel Reinoso Valdenegro, el célebre volante de creación que emergió de las filas del Audax Italiano y que descolló de manera tan rotunda en el fútbol mexicano. Afloran los recuerdos del gran Chaparral. Toda una leyenda en el deporte azteca y un verdadero señor de la esférica.
Algo nos consuela a los malos para la pelota: Que no sólo los poetas sufren los castigos de mujeres despechadas. Lupita D’ Alessio dedicó una canción a Reinoso que entre otras cosas dice: “egoísta y caprichoso/ un payaso vanidoso/ inconsciente y presumido/ falso enano rencoroso/ que no tiene corazón”. –Qué rosario- le digo a los contertulios.
III
En el museo del Estanquillo reparamos en el amplio auditorio dedicado a la memoria de Carlos Monsivais. Esta vez recibe a narradores y poetas chilenos y su escenario de fondo son las sólidas iglesias coloniales con sus cúpulas de piedra y sus enormes naves.
Leonardo Videla lee fragmentos de su libro Safari y en él explora su propia zoología poética, explorando en la voz de un hablante lúcido y a la vez coloquial, alguien que escarba en las raíces mismas del lenguaje. Paula Ilabaca lee trabajos nuevos y antiguos y resuenan en la sala sus anáforas y su búsqueda frenética del neologismo, siempre lírico y con clara voluntad transformadora. Daniel Rojas Pachas mitad chileno, mitad peruano, evoca la nomenclatura pop y se arroja atrevidamente a hundirse en la dialectalidad de lo fronterizo.
La narrativa le corresponde a Claudia Apablaza, con su propuesta ampliamente discursiva y con ella vemos emerger la arremetida metaliteraria, el tipo de relato que se propone cuestionar y tensionar los límites del texto. El caso de Carlos Labbé, quien lee a continuación, es el de un escritor quizás único en la narrativa chilena, poseedor de una propuesta sincera, se sumerge en el sistema literario con una estética personalísima, descifrando los silogismos del hipertexto y desarrollando una literatura tan infrecuente como necesaria en nuestro país, cuya honestidad literaria no transa con los modelos manidos de narrador. Cuando me corresponde a mí, hablo de balleneros y ufólogos, como si Coloane y Asimov bebieran en una taberna sideral, ante los cuales alzo mi mezcal.
Cuando nos preguntan por la influencia de nuestra zona geográfica en nuestra escritura nadie sabe muy qué responder sin ponernos criollistas o chauvinistas o patrioteros. Nuestra patria común es el lenguaje. Inevitable que nos pregunten por Roberto Bolaño, por permanecer literariamente en el limbo de dos países, con todos sus sueños truncados, sus tragedias y sus callejones sin salida. En ese punto, Labbé adopta una postura bastante radical, no me atrevería a decir antibolañesca, pero sí muy crítica de la vigencia del proyecto en medio del renacimiento del movimiento social imperante.
Alto y sonriente aparece en algunas lecturas, el poeta Emilio Gordillo que nos acompaña de vuelta hasta el zócalo.
En el bachillerato de la UNAM, en pleno barrio de Coyoacán escuchamos los poemas de Cristina Bravo y Rodrigo Landaeta, presentados por un joven que regalaba revistas y proclamaba a los cuatro vientos el imperio de la poesía con una euforia nunca antes vista por mí.
Eso hago yo, redacto el informe de un periplo en el país del águila y la serpiente.
IV
Sandra, nuestra amable guía nos conduce por algunos sectores del DF. Principalmente al Tepeyac, donde se encuentra la Villa de la Virgen de Guadalupe. Junto a la majestuosidad propia de la religión cristiana aparece la innegable Piedra de Sol. Aparejado casi, va el culto a la Santa Muerte, tradición prehispánica que vemos en algunos taxis y que es la mismísima calaca vestida de satín.
Breton consideró que en México el surrealismo era algo cotidiano. Por la calle, ya vemos emplazados los altares con cempasúchil, y las katrinas caminan señorialmente por los paseos peatonales.
Cuando llegamos a la Plaza de las Tres Culturas, tanto el poeta Leonardo Videla como yo, quedamos remecidos por una desazón que no es de este mundo. Un silencio, apenas morigerado por el tránsito que brama frente a una enorme avenida, corta y lacera las palabras. Cualquiera que fuesen.
Aquí Cuauhtémoc fue obligado a capitular frente a las huestes inclementes de Cortés en 1521. El cronista Bernal Díaz del Castillo reseña que la matanza de mexicas fue de tal envergadura que era imposible circular allí sin tropezar con los cadáveres. Allí mismo, en 1968, serían asesinados vilmente a manos del ejército, cientos de estudiantes bajo el designio de Díaz Ordaz y Echeverría. Leemos escrito en piedra, el texto de Rosario Castellanos:
¿QUIEN? ¿QUIENES? NADIE. AL DÍA SIGUIENTE NADIE.
LA PLAZA AMANECIÓ BARRIDA;
LOS PERIÓDICOS DIERON COMO NOTICIA
PRINCIPAL EL ESTADO DEL TIEMPO
Y EN LA TELEVISIÓN, EN EL RADIO, EN EL CINE
NO HUBO NINGÚN CAMBIO EN EL PROGRAMA.
NINGÚN ANUNCIO INTERCALADO
NI UN MINUTO DE SILENCIO EN EL BANQUETE
(PUES PROSIGUIÓ EL BANQUETE)
Rosario Castellanos, Memorial de Tlatelolco.
Plaza de las Tres Culturas, 2 de octubre 1993.
Pienso, más allá de la conmoción, en que se trata de los mismos que sirvieron a los intereses del imperialismo norteamericano, que desestabilizaron a Arbenz, a Rondó, a Goulart, que derrocaron a Allende e instauraron las dictaduras más despiadadas del siglo XX, que entregaron el Estado al laboratorio de los Chicago Boys, que han mantenido bloqueada a Cuba hace décadas, que proclaman públicamente el magnicidio en Venezuela. Son los mismos que observan con desconfianza felina a los corajudos estudiantes chilenos y que en cualquier momento, cuando sus cuentas corrientes se viesen lesionadas, implorarían la acción militar para ultimar a quien se le pusiera por delante.
V
En un lujoso teatro de Oaxaca asistimos al homenaje rendido al poeta José Emilio Pacheco, el impecable hilvanador de imágenes, bibliófilo, novelista y alguien que hizo de la traducción su sagrado dominio. Los cuartetos de Eliot siempre fueron la piedra angular de sus preocupaciones. Lo acompañan Margo Glantz, Sergio Pitol y Juan Villoro, escritores que ofician en calidad de amigos y compañeros de ruta junto a este poeta de bastón, al que no le falta humor ni cordialidad.
Margo Glantz repasa el anecdotario de Pacheco, insistiendo en la memoria demoledora del poeta y en los diálogos con Monsivais. Pitol hace el play back perfecto. De cuerpo presente, entrega un discurso para que lo lea el maestro de ceremonia, aunque jamás pierde la lucidez, el ingenio, la belleza. El momento más alto- a mi juicio- lo imprime Juan Villoro quien recuerda el cuento el Parque Hondo, en el cual un niño rescata y cuida una gata envenenada y lo relaciona con aquellos versos inolvidables "Gato Ven, acércate más./ Eres mi oportunidad/de acariciar al tigre/- y de citar a Baudelaire”.
VI
Bebiendo una deliciosa cerveza Victoria, el poeta José Molina sostiene que la poesía y la novela son géneros similares, ambos manejan una pulsión que tendría que ver con cierta perfección, al menos en términos de ensamblaje y arquitectura. El planteamiento no me convence del todo, a ningún poeta frustrado como yo podría hacerlo. Yo me refugio en la novela porque no puedo escribir poemas y escribo acerca de un poeta.
Pero José Molina se las sabe por libro, y mientras habla es capaz de convocarlos con argumentos interesantes y por momentos, inesperados. Es un poeta químicamente puro, escribe con las vísceras y de pronto apela a la sensibilidad de la razón o al corazón del pensamiento.
Cruzando la hermosa plaza, leo esta calavera literaria colgada en una pared:
Era en un panteón
La tumba se movió
La calaca salió
Y a todos espantó.
Niños niños no se asusten
es la parca no hace nada
esa flaca, solo es alta.
VII
Cuatro horas en el aeropuerto de Costa Rica y la crónica de viaje se ha vuelto resaca, al menos para el desvencijado cronista. Recostado en los incómodos sillones, repaso las postales de ese país ya lejano y siempre nuevo. Recuerdo lo que dijo Fadinelli acerca del viaje que D.H Lawrence realizara a México: “D. H. Lawrence llegó a México en 1923 a buscar algo que sólo existía en él mismo, y que llevaba a todas partes como las maletas del viajero: un paraíso formulado, una utopía.”
Veo las palmeras sacudirse como en una danza, en pleno aeropuerto de San José, y creo que en mi interior quedó algo del gusanito del mezcal, un duendecillo colorido y medio trotskista. Lo días malos no faltarán a la cita. Cambiar la realidad, problematizando la identidad propia, a pesar de la muerte y la opresión. Es el síndrome de Tlatelolco.
Me espera el horroroso Chilito, el Chilito profundo, fotocopia feliz del Edén.