EL INVIERNO Y UN TRIUNFO DE LA PARADOJA
Oscar Barrientos Bradasic
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Muchas veces he creído que el invierno es mi verdadera patria. Es curioso, pero las imágenes que aparecen en los poemas de algunos autores patagónicos sobre los interminables inviernos en provincia no suelen siempre acompasarse del todo a mis ritmos interiores, a mis precarias percepciones. He llegado a pensar que las postales de turismo tienen algo conservador y sentencioso, esa huida artificiosa de lo disonante que recuerda una realidad urdida por utilerías.
El invierno es, para mí, una especie de carnaval pagano. Así, cuando hace algunos años en la Real Academia de Bellas Artes contemplé con admiración El entierro de la sardina de Goya, me llamó la atención que siendo abiertamente figurativo, si uno se acercaba al lienzo distinguiese unos trazos que bien podrían calificarse de expresionistas por su búsqueda de la pincelada oscura e irregular. Ahí estaba el desenfreno báquico, el entierro del ayuno cuaresmal representado en el pescado y los felices concelebrantes. Lo que más me impresionó, eso sí, es que me acordé del invierno magallánico.
“Invierno, tanto invierno que parece infierno” escribió alguna vez el poeta Jaime Quezada refiriéndose a los turbulentos años ochenta. El invierno también puede ser un trozo de historia que vigila anales y enciclopedias. Es cierto.
En su antípoda, aún recuerdo aquellos versos de Delmira Agustini que parecen de pronto la letra de un bolero: “ ¡Y yo te amo, invierno! Yo te imagino viejo, yo te imagino sabio, con un divino cuerpo de mármol palpitante que arrastra como un manto regio el peso del Tiempo...Invierno, yo te amo y soy la primavera...Yo sonroso, tú nievas: tú porque todo sabes, yo porque todo sueño...”
Sirvan quizás mis palabras para desterrar la majadera idea del invierno como la estación de la melancolía contemplativa y reiterar la visión como un carnaval que en su sentido más originario se compone de los vocablos latinos carne (carne) y vale (adiós), es en otras palabras las fiestas desenfrenadas con las cuales nos despedimos de la carne ya que entraremos en los cuarenta días de ayuno. En otra acepción, se dice “carnestolendas” o carnes toleradas por la iglesia antes de comenzar la cuaresma con la aparición de la primera luna llena que decora la primavera.
-¿Adónde quiere llegar, profe?- me preguntó cierta vez una alumna en clases, luego que yo expliqué algo con demasiada ambigüedad.
-A ninguna parte- le respondí- Las cosas no tiene porqué estar destinadas a llegar a alguna parte.
Es que el invierno tampoco tiene propósitos en la naturaleza descomunal que lo circunda. Lo importante siempre será el viaje, la mantención de las contradicciones, el triunfo de la paradoja. Cuando acontece nuestro tradicional carnaval de invierno vemos carros alegóricos con hombres disfrazados de personajes exóticos y extemporáneos, de piratas, cowboys, animales o vampiros. Me llega a dar frío ver a esas hermosas mujeres prácticamente desnudas bailando al son de batucadas como si estuviésemos en Río de Janeiro.
Recuerdo un carro alegórico del Hospital Psiquiátrico donde los internos simularon un manicomio y el siquiatra (con maravilloso sentido del humor) iba vestido de Napoleón. También queda en mi memoria una gran pirámide egipcia de papel maché con faraones, odaliscas y palmeras de cartón que emergía desde la camada en medio de la intensa nevazón. Imaginé por unos instantes cómo sería un desfile de esta naturaleza por las calles de El Cairo donde el carro alegórico fuese un iglú con esquimales o unos ovejeros haciendo un cordero al palo y jugando truco. ¿Llevaríamos también el invierno en medio de esas calles castigadas por el sol? ¿Fundaríamos en esos ojos que no nos conocen el borrascoso país que emerge en medio del océano?
El invierno nos emborracha y disfraza, nos hace jugar a ser otro, nos invita a teatralizar la sinfonía del contrasentido, convirtiendo la ciudad por dos días en una enorme fábula sin moraleja, reiterar que para estar vivo hay que tener contradicciones. Durante este trecho glacial y festivo, comen en el mismo plato el bribón y el príncipe, todos celebramos el frío en esa noche que parece infinita.
Luego vendrá la nieve con su viento polar y lacerante. Caminar un sábado invernal por la mañana en Punta Arenas es una experiencia similar a probar una pastilla de menta, refrescante, aguda y renovadora a la vez. Es el invierno que ingresa en nuestro cielo con su capa blanca y su espada de hielo, soplando con fuerza sobre la amplitud del estrecho de Magallanes.
A propósito de estados invernales y contrasentidos, el otro día pasé con un amigo a un céntrico bar llamado Pali Aike. Es un sitio tranquilo atendido por un dueño que tiene un sentido del humor imbatible. Lo curioso es que tocaba un dúo compuesto por un muchacho de una voz notable y un tecladista albino que fuimos amigos en la adolescencia, cuando vestíamos uniformes escolares y merodeamos muertos de frío por el paradero de Surco, jurando que conquistaríamos damiselas que salían del colegio. El rol de galanes era un poco desastroso, para ser sinceros. Él ya tenía una fuerte disposición musical desde los quince años y yo-en ese tiempo- estaba convencido que el mundo tenía arreglo.
Por su severo pelo blanco le decíamos el Gato.
Después que cantó Please, dont go, Mariposa technicolor, canciones del Grupo Chicago y temas italianos de Franco Simone, Ricardo Cocciante y otros, nos pusimos al día, ya que no nos veíamos hace por lo menos quince años. Me dijo que tenía dos hijos, que vivía de la música, que los equipos de karaoke le habían salido caros, que un tiempo se había ido de Punta Arenas, pero que ya volvió para quedarse.
- ¿Por qué regresaste?- le pregunté.
- Porque extrañaba el invierno- respondió enfáticamente.
Mientras el Gato volvió al improvisado escenario para cantar temas de Rata Blanca, me di cuenta que el invierno es también un estado del alma, una herida voluntaria que nunca cicatriza, una voluntad que late en el fondo de un abismo. Pero la noche abría su boca de neón y nos sorprendimos todos hasta muy tarde entonando unas bachatas, mientras afuera el viento mecía con fuerza las copas de los árboles y unos copos de nieve anunciaban el maná de los trasnochadores.
Ya en el camino de vuelta a la casa enfundado en mi abrigo y en una gruesa bufanda de lana, la noche invernal me abrazó con su guante oscuro. Pensaba en los carros alegóricos que vería este año, en Goya, en la paradoja que nos habita, en el joven poeta de liceo y su amigo albino esperando que el invierno les regalara la esperanza de una musa a quien dedicarle un manojo de sueños.
La calle casi desierta vigiló mi retorno. Al pasar por la plaza Sampaio uno de los lobos marinos me guiñó un ojo.