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KRUMIRO O EL PANTANO DE LA PARADOJA
Pavel Oyarzún Díaz. Lom, 2016
Por Óscar Barrientos Bradasic
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En algún momento, Sartre reflexiona en torno a la obra de Fiódor Dostoyevski a través del personaje conocido como Iván Karamázov:
«Si Dios no existe, todo está permitido». He aquí el punto de partida del existencialismo. Efectivamente todo es lícito si Dios no existe, y como consecuencia el hombre está «abandonado» porque no encuentra en sí ni fuera de sí la posibilidad de anclarse. Y sobre todo no encuentra excusas. Si verdaderamente la existencia precede a la esencia, no podrá jamás dar explicaciones refiriéndose a una naturaleza humana dada y fija; en otras palabras, no hay determinismo: el hombre es libre, el hombre es libertad. Por otra parte, si Dios no existe, no encontramos frente a nosotros valores u órdenes que puedan legitimar nuestra conducta. Así, no tenemos ni por detrás ni por delante, en el luminoso reino de los valores, justificaciones o excusas. Estamos solos, sin excusas. Situación que creo poder caracterizar diciendo que el hombre está condenado a ser libre. Condenado porque no se ha creado a sí mismo, y no obstante libre porque, una vez lanzado al mundo, es responsable de todo lo que hace. El hombre, sin apoyo ni ayuda, está condenado en todo momento a inventar al hombre”
La libertad del hombre entonces, siguiendo el razonamiento sartriano, es una suerte de infierno tan temido, de selva oscura dantesca, de doncella de hierro, de pantano donde se estacan hasta las utopías más totalizantes. Benjamin dice que las vanguardias son ataques de modernidad que le dan a la historia ¿Qué son entonces las dictaduras? Escarcelas, lodazales donde se detiene la superación humana.
Y es en ese marco donde me interesa delinear, abrir surcos interpretativos, entregar el ojo del fotógrafo al ojo del lector, a propósito de Krumiro (Lom Ediciones), la última entrega del escritor Pavel Oyarzún Díaz.
Honor aparte presentar a un compañero de ruta, amigo de conversaciones literarias, de tertulias donde de repente, sin llamarlos, aparecen los duendes, casi siempre contentos.
Huelga a decir que no se trata de una escritura que se funde en el vacío, que ya su autor ha trabajado afanosamente en otras propuestas novelísticas anteriores, tales como El paso del diablo (2004), San Román de la llanura (2006) y Barragán (2009), todas editadas prolijamente por Lom Ediciones. Ese universo que le es tan propio ha explorado incansablemente los recocevos de la memoria histórica de la Patagonia dejando en evidencia que ciertas páginas sublimes son testimonios de barbaries profundas, de pactos de silencio, de exterminio y afán despiadado. La libra esterlina con el cual se premió a los gatillos que acribillaron ayer, hoy se convierten en la moneda del silencio, que suele ser otra muerte.
Pero Krumiro, en este caso, es un punto de inflexión en la narrativa de Pavel. El personaje principal, cuyo nombre desconocemos, es un ser atormentado y sombrío, preso de obsesiones sexuales, pero a la vez intimidado por el apetito de lo imposible, tentado por el beso de la utopía social. Pariente patagónico de algún dublinés de Joyce o del oscuro Rodión Raskólnikov que ultima a hachazos a una anciana judía o del Juan Pablo Castel de Sábato o del loco de Gogol. El ritmo de la prosa tendería a dejarlo muy cerca del monólogo dramático, pero gana finalmente la tentativa de novelar. Digamos que es un hombre que se enfrenta desde los albores de su experiencia con la realidad de la depredación siempre invitándolo a convertirse en otro depredador más. Un compañero de clase, Igarzábal, le abre un mundo sombrío y atractivo a través de revistas pornográficas, donde comienza a incubarse el hambre de un cazador, por momentos de un voyerista y como bien sabemos, en otros tiempos el mundo, del placer fue severamente castigado por los dogmas de la izquierda. De ahí que el hijo de una época sea un krumiro, un esquirol, un rompehuelgas. Curiosamente, el personaje de Igarzábal también puede enlazarse con el de Pasturri, seudónimo de Roberto Órdenes Carrizo, un quiltro ajusticiado, un ser que proviene de la patria de la degradación.
Ser contradictorio y paradojal este krumiro, afectado por la necesidad de construcción social y los escombros de su propia oligofrenia. Su corazón parece, en ocasiones, el hueso roído por un perro hambriento.
Personaje notable, en su descripción y desarrollo resulta Carmen, una huerfanita yámana de Miraflores, donde descansa la muerte de una etnia y que se vuelve una obsesión sexual del krumiro, llevándola en ocasiones forzadas a un sitio baldío para llevar a cabo su instinto de depravación, su capacidad de humillación:
“Casi no cruzamos palabras. De inmediato le tomé la cara y la besé en la boca. Ella respondió. No recuerdo si tenía mal aliento o no. Lo que sí recuerdo es que mientras la besaba no me podía creer que la tuviera allí, en mi tierra baldía, contra una cerca, rodeada de porquerías”.
El telón de fondo de la historia es la dictadura militar chilena. Un tiempo de oscurantismo, de sadismo y estupidez. Pero por sobre todo la década del 80, que cierta novelística e iconografía televisiva ha tendido en el último tiempo a recordarla con dejos de nostalgia. En esta novela no hay eso. Existe una paradoja entre la creencia de un mundo avanzando al socialismo que estalla y crepita con el paso inexorable de una dictadura y después de una democracia pactada. A eso sumemos los laberintos mentales del narrador, donde no solo se sucede en una moviola dislocada los cuerpos desnudos de las mujeres, sino la necesidad de hurgar en el pasado de ellas, de atormentarlas, de la dominación animal o las sobras del amor. Allí el krumiro ensaya unos tímidos versos, garrapetea una escritura lenta y asombrada.
De ahí la adversidad será el túnel de la locura. No está invitada la sublimidad a esta fiesta.
En el medio, el personaje reflexiona sobre el carácter siquiátrico de las instituciones castrenses.
“Bueno, cualquiera sabe que a la fuerzas armadas, de orden y seguridad del puto estado de Chile no ingresan héroes. Jamás. Pero sí mucho sádico, cleptómano, mitómano, oligofrénico, autista, megalómano, erotomaníaco, maníaco- depresivo, impotente, neurogénico, pederasta, etc., etc.,etc., etc., etc., etc… Así hasta completar la friolera de 125.000 efectivos. Perdón por la digresión”
Bajo el país en estado de sitio hay un país subterráneo y hondo, un esquirol sufriente que defrauda la ideología de transformación social. Allí encontraremos los discursos trotskistas, la gloriosa Unión Soviética, la Internacional Socialista, las células, un pasado inmaculado y combatiente como en las novelas de Máximo Gorki o del Nikolái Ostrovski de Así se templó el acero. Las ingenuas y por momento hermosas especulaciones de los viejos comunistas parecen estrellarse contra la vanguardia avanzada de los jóvenes de la Jota que dudan profundamente del arreglo transicional y proponen ajusticiar al tirano y su legado.
Borges le dice a Sábato en el libro arbitrado por Barone que Martín Fierro es un gran personaje literario pero no un tipo digno de admiración. Krumiro, que hace de la infidelidad, de sus olimpiadas masturbatorias, del desprecio y la irrisión casi una prédica, se queda en esa orilla del desalojo moral y el único insecto capaz de incitarlo a la reflexión es la culpa militante.
La novela transcurre durante un buen espacio en la ciudad de Punta Arenas y otro tanto en la ciudad de Santiago, donde el narrador viaja confiado en que la revolución redimirá finalmente su banalidad, su utilitarismo sexual, su dolor existencial, su vacuidad ética. Entonces el plebiscito del 88 gana, echando por tierra toda voluntad de insurgencia y entregando el país a una componenda. Santiago es comparado con un gran estómago que traga a sus habitantes hasta condenarlos al funcionalismo más tajante. No obstante, es el único momento donde el hombre de marras parece engranar en el corazón de la causa revolucionaria, pero el lastre de la miseria humana es más inabarcable que los límites de la utopía social y lo persigue como las diosas vengadoras de la antigüedad. Y la justicia toma otros rumbos.
“La revolución es el nacimiento del espíritu crítico” dijo el finado Lihn.
Un aspecto extremadamente interesante de la novela es el correlato de la historia del Krumiro con algunos episodios de ajusticiamiento revolucionario como el acaecido con Roger Vergara y con Carol Urzúa. Ambos perpetrados por el MIR. También el fallido atentado a Augusto Pinochet en el Cajón del Maipo, cuyo rocket rebotando contra el blindaje del dictador reafirma el error de la empresa.
“Aquel 7 de febrero de 1986, desde el Cajón del Maipo, surgió este país de autómatas, de súper clientes. Porque aquello no solo fue una emboscada fallida del Frente, sino que el fue el fracaso de todo un pueblo, sólo una cosa es cierta: un pueblo que dilapida una oportunidad de hacer justicia, de cargarse a su propio Moloch, no tiene excusa ni coartada, está condenado a cien años de soledad, con la peste del olvido incluida. Perdón por la congoja.”
La historia del krumiro es el diario de un traidor, ya que el personaje se divorcia de su causa para asumir el imperio de su onanismo, de sus correrías amorosas siempre sórdidas. Es probable que su traición tenga que ver con habitar la jaula de la historia. Menciono esto porque el acontecimiento que cimenta una parte señera del libro es el crimen de Marcelo Barrios, joven militante del FPMR ocurrido un 31 de agosto de 1989 en el Cerro Yungay, perpetrado por las Fuerzas Armadas. Cuando aquello ocurre, el narrador es un hombre respetable, en vísperas de ser padre de familia, que reflexiona en torno a las posibilidades de haberse acercado al hombre nuevo. El tiempo del heroísmo ha pasado, solo queda la rutinaria certeza de un fracaso generacional, una historia universal de la infamia estampada en la trivialidad de la existencia. Es verdad, pero ¿a cuenta de quién va la dictadura y la transición con transacción? ¿No somos víctimas todos, en mayor o menor medida, de una pequeñez casi oprobiosa frente a la majestad de nuestros ideales?
Es probable que más allá de la complejidad sicológica del personaje, encuentre ante el lector algo parecido a una redención.
Siento que Krumiro es una novela importante en esta época y una historia donde Pavel muestra sus mejores armas narrativas. Novela de trazo firme, conmovedora y oscura, no solo como la época en que transcurre sino también como la gran noche nacional que todavía nos habita. La profundidad del personaje tenderá siempre a sumergirlo en el pantano de la paradoja. De eso se trata, ya que ante la traición de la mente humana y la certeza de la derrota histórica no queda otra cosa que una vida plana. Ese es el verdadero precio de la traición. Perdón por la tristeza.