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MAHA VIAL EN LA CIUDAD DE LA LLUVIA
Por Oscar Barrientos Bradasic
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La persistencia del recuerdo es un caracol que trepa la pared. Su armazón y circularidad va dejando a su paso un rastro aparentemente invisible, pero que en realidad, no se puede borrar, es el vestigio indeleble de lo vivido. Así quizás, operan las frecuencias del poema, el software del alma, el tajante katanazo de la ausencia.
Allí va Maha Vial recorriendo las calles de Valdivia. Su paraguas es un caleidoscopio que moja la lluvia sempiterna y ancestral. Mientras el río arrastra en su corriente las historias y formas del sueño, su figura, de andar enérgico, se funde con la neblina de la ciudad. Ese océano flotante que siempre le perteneció, esa levedad que ahora es su alma, como un navío que se pronto alza su velamen en mares remotos, dejándonos en el alma una ausencia difícil de describir.
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Corrían los comienzos de la década del 90 y parafraseando a Dickens, eran los mejores tiempos y los peores tiempos. Épocas donde la democracia abría una tímida promesa de esperanza-luego de una espantosa dictadura- pero también de senadores designados, de verdad y justicia en la medida de lo posible y en la cual, las junturas del acuerdo ya comenzaban a mostrar su piel de reptil; donde los más jóvenes que fueron heridos por el latigazo de la sensibilidad escuchaban a The Cure o The smashing pumpkins y los chilenitos abacanados ponían como ejemplo de los valores nacionales al Chino Ríos con su triunfalismo y su desdén por la política; en que nos gobernaba el hijo de un ex presidente que tomaba chicha en cacho con Pinochet durante la parada nacional y un ministro de Obras públicas que cortando cintas se llegaba a reír solo. En fin para qué seguir con el collage, ya sería autoflagelación.
Eso recuerdo. En mi caso, la película transcurría en la verde y húmeda Valdivia, con sus garúas interminables y su mercado fluvial, su puente como un centinela cuidando el curso del río que siempre trae noticias del invierno, incluso para un puntarenense. En aquel tiempo estudiaba Pedagogía en Castellano en la Universidad Austral de Chile, iba a un taller literario, coleccionaba cómics y literatura fantástica, escribía cuentos descaradamente borgianos y algunos poemas que espero hayan desaparecido, era actor en obras de teatro que dirigía el poeta Jorge Torres, tocaba la guitarra con la pasión de Silvio pero con la técnica de un predicador evangélico, tenía el pelo largo (en realidad tenía pelo) y si alguien me hubiese preguntado por el estado de la cuestión le habría respondido que estaba convencido que el mundo tenía arreglo.
Primero me topé con unos versos de Maha Vial en una revista que si la memoria no se fue de vacaciones se llamaba Domo Femme y que alguien me regaló en el casino de la universidad. Uno de los poemas abordaba la prostitución desde una óptica muy singular “Mis sexuales magreadas Mis calladas de amor Mis gritos de Mentira Quejidos subidos al vaivén de placeres ajenos Mis vendidas por un trozo de vestido oropel por monedas eyaculadas” y el otro se refería a la Lala, un personaje de la ciudad que vivía entre la locura y la indigencia, y que le daba pavor cruzar la calle y ante ese abismo, estallaba en un estridente llanto: “Pero la locala insiste en su balbuceo de niñoca caprichosa/ Contaminando el aire consu cargádla de orinaca no hay salú/ Pa’ los respetabloides cuidadacos que pagan sus contribuciones”. Naturalmente, esa forma de escribir me parecía singularísima no solo por su innegable potencialidad retórica sino porque residía allí una mirada desnuda, casi descarnada del lenguaje.
Por ese tiempo, entré de inmediato en contacto con el canon de los poetas que componían el entorno más próximo a través de la antología Poetas actuales del sur de Chile realizada por David Miralles y Oscar Galindo. Me pareció en ese momento- y me sigue pareciendo- un trabajo serio e importante para situar la producción literaria en una zona geográfica y simbólica comprendida más o menos entre el Bío- Bío y la isla de Chiloé. Una de las antologadas era Maha Vial y allí entre los poemas escogidos pude profundizar un poco más en torno a la autora, principalmente en los textos de su primer libro La cuerda floja.
Pero como en toda sociedad pequeña, un tanto endogámica, el conservadurismo se disfraza con diferentes sombreros. Decían que era un personaje punki, de la contracultura ochentera en tiempos de resistencia a la dictadura, rockera, excéntrica y confrontacional, cuyos poemas desbordaban erotismo y desenfado. Una figura incómoda para cierta oficialidad cultural, irreverente y subversiva. Se olía cierto tufillo inquisidor y sacristán que condenaba su extravagancia. Todo de oídas porque nunca la había visto ni en fotos ni menos intercambiado alguna palabra.
No fue hasta mediados de los noventa, en la casona que oficiaba de Dirección de Extensión universitaria- luego de un ensayo- cuando me quedé a una lectura de poetas. Probablemente estaban entre ellos, los más representativos del sur de Chile. Entonces alguien la anunció. Se puso de pie aquella mujer resuelta de cabello corto y claro, con una falda de bordes deshilachados, unos bototos y un gorro de cuero negro. Leyó sus poemas en aquella tarde lluviosa con su voz atronadora y pujante, histriónicamente, como si las palabras pronunciadas se personificaran y por unos instantes, su universo de lenguaje orbitase entre los asistentes, a la manera de un cuadro surrealista.
Me dio la sensación que sus poemas de por sí complejos y vívidos adquirían una dimensión más reveladora cuando ella los leía, como un torrente que desbordaba metáforas e imágenes de una fuerza inusitada y donde la elaboración de la feminidad adquiría la estatura de una especie de mitología de los sentidos y las pasiones, una traza de heresiarca, un puño de hierro dispuesto a borrar las bíblicas culpas: "soy la prostituta/la voraz sirena ninfómana/jugando con clitórica muñeca/en las fronteras de la axila humana/soy la perseguida/por el pecado miliciano/ pecado jamás anunciado por palabra divina”.
Apenas terminó la lectura, me acerqué a la poeta que se encontraba en un rincón y comenzamos a hablar. En ese momento no sabía que había conocida a una gran amiga durante los próximos años, que compartiríamos mesas de lectura, copas y conversaciones, que nos toparíamos en encuentros literarios acaecidos en Valdivia, Puerto Montt y Punta Arenas, que compartiríamos la alegría de la amistad y la búsqueda del leguaje.
Me decía Bradasic o simplemente, el yugoslavo.
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Maha Vial es un personaje clave en la literatura del sur de Chile y una experiencia escritural de excepción, muy infrecuente en el contexto de la producción nacional. Su obra fue sistemática y cubrió varios frentes, ya que en ella, la vocación estética funcionaba como una suerte de respiración. Si hoy es un claro signo de los tiempos, la reivindicación de lo femenino como una actitud política frente a la construcción de la sociedad, sin duda, Maha Vial fue una adelantada.
Durante años supimos de su incansable labor como gestora cultural, poeta y actriz. Nació en Valdivia el año 1955, estudió Pedagogía en Castellano en la UACH donde dio rienda suelta a una vastísima labor escritural. Su primer libro La cuerda floja (Ediciones UDES, 1985) fue el comienzo de una seguidilla de textos poéticos que publicará el infatigable y afanoso editor de El Kultrún, Ricardo Mendoza, entregando a sus lectores los siguientes títulos: Sexilios (1994); Jony Joi (2001); Maldita perra (2004); El asado de Bacon (2007); Territorio cercado (2015) y Fuerza Bruta (2019). Debemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que las ediciones son hermosas como objetos y forman parte también de la estética de la autora. En alguna medida, cualquier antología futura de Maha Vial tiene que apuntar en su referencialidad al trabajo pionero de Mendoza.
En el ámbito del sur fue un personaje fundacional en el terreno de la performance, entre los que cuenta el trabajo realizado con Víctor Ruiz Santiago y cuyo registro se traduce en “Escenas para una exposición (o acción a dúo para enmascarar o desenmascarar) registrado el año 1986 en la Casa Prochelle. De igual manera, fue personaje cardinal en muchas iniciativas teatrales, co fundando el Grupo Altazor donde participó como actriz en diversos montajes. Lo propio hizo en la compañía de Teatro Independiente La Cámara donde trabajó en la obra Calígula bajo la dirección de Margarita Poseck interpretando a Cesonia y compartiendo escenario junto al actor Roberto Matamala.
De igual manera, con el teatro la Gran Bufanda participaría en el montaje “El Paso del Chaucha brujas, la Lala y otras historias urbanas de Valdivia”.
El curador Ignacio Szmulewicz ha planteado un aspecto muy importante, refiriéndose al trabajo de Maha, a propósito de su libro Jony Joi y que en el marco de un ejercicio teórico, más parece extensivo y proyectable a toda su obra: “En el libro de Maha Vial y en las obras de los jóvenes artistas se observa una proximidad con el mundo de la belleza menos ortodoxa, más atravesado por la cultura de masas y por lo popular. Una tradición visual y literaria alejada de la atmósfera del sur antiguo, un sur anclado en la visión lárica de Jorge Tellier y el Grupo Trilce. Más cercanos al humor, la ironía y la sátira, con referentes ligados a la poesía visual, el pop, el neoexpresionismo, el comics, la animación digital, la programación de MTV y Cartoon Network, atravesados por un lenguaje agresivo, violento, paródico, gestual y crítico de la sociedad actual”.
El gesto de Szmulewicz reviste enorme interés y vigencia al ubicar el trabajo de Maha como un cruce entre tradiciones variopintas, en un país que no siempre incorpora las provincias como ciudades en su imaginario y que tiende a ver lo regional (en especial lo sureño) como algo bucólico e intemporal, un escenario donde la modernidad del ciudadano metropolitano he llegado parcialmente. Probablemente la poesía de Maha Vial le tuerce la nariz a esa preconcepción.
¿No existe cierto prejuicio territorial que hace relacionar mecánicamente lo performativo y la puesta en escena con la capital o las grandes urbes? Innegable el aporte de CADA o Las Yeguas del Apocalipsis, pero es probable que el mapa de estas manifestaciones profundamente políticas también sea completado por proyectos de esta envergadura. Tomar conciencia que, en el sur, Maha Vial desarrollaba desde los ochenta un trabajo sistemático al respecto, otorgando una dimensión política al cuerpo tantas veces semantizado por la represión y la exclusión.
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Recorría los senderos de la vida cultural valdiviana, muchas veces acompañada de su marido, el escritor Pedro Guillermo Jara, su amado Mackandal, director de la revista Caballo de Proa y constituían un matrimonio entretenido y vital, cuya devoción por el arte tenía un ímpetu que bien podría adjetivarse con la palabra rokhiano, en el sentido de una entrega radical a la creación, asumiendo todos los costos de dicha empresa. Madre de Paz Jara, que también ingresó a los derroteros del arte y la poesía, y abuela de Teodora.
La evocación va tomando diversas formas, esbozando su gigantesca arboladura y luego entregando visiones, postales e instantáneas de Maha. Puedo escuchar su voz grave y teatral, sus manos dibujando formas en el aire, su cara de niña que se propone de un momento a otro, cometer una travesura. No le pedía permiso a nadie para vivir y sabía enfrentar a los presumidos que nunca faltan en el mundo de la cultura. Olía a leguas a los impostores, a los plumíferos de falso malditismo, a los poetas escondidos tras la toga como a las polleras de una madre castigadora, a los vates funcionarios y burgueses con retórica progre.
Y en su voz, luego de una potencia caudalosa, venía su implacable ternura.
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Hay momentos de su poética que son señeros y que sería necesario revisar. Siento que, en su trabajo escritural, el cuerpo femenino es el cuerpo social, que se descompone y desgrana, que se revuelve en la vorágine interminable de sus avatares y denuncia, en sus intersticios, las duras verdades de cierta construcción social monolítica.
Creo que la poesía de Maha Vial es fundamentalmente política.
Es necesario y perentorio revisar su poesía, principalmente, a mi juicio, a partir de un texto titulado Jony Joi, libro donde lo objetal forma parte de una cimentación general y en que su versos revelan cómo la desnudez va de la mano con el hálito de lo tanático. La presencia de la muerte en sus poemas gravita como un silencioso fantasma que susurra entre sus líneas. Desde cierta dimensión podría entenderse como un manifiesto poético feminista que recurre a formas textuales tan disímiles como la fábula, el recorte, la agenda, el cómic. Es justamente en esa urdimbre donde sus imágenes alcanzan momentos notables, principalmente cuando aborda la escolaridad, esa ergástula que según el credo foucaultiano es otra prolongación de la fábrica, el hospital y la prisión. En las páginas de este libro podemos escuchar la campana del recreo tañendo en la amplitud del patio del colegio, anfiteatro donde la violencia de clases y la plomada machista operan como un circo romano. Esto se advierte de manera especial en el texto “Ofelia, la vaca gorda del burdel se arrima al guapo del muelle”.
Luego irrumpe con extraordinario brío, Maldita perra, entrañable libro donde la metáfora de lo femenino se encuentra saturado semánticamente por esa innegable carga de agresividad que el medio impone sobre el concepto de la palabra “perra”, vocablo donde los verdugos van a saciar su saña acumulada por generaciones: “A lo largo de toda la historia /Las perras han sido carne de cañón/ ¿o carne de perros? /Las perras son fieles /Cariñosas/ Abiertas al amor /(el amo generalmente es un hijo de puta/ y la puta es una hija de perra/ que ha perdido su norte)”
El asado de Bacon establece un diálogo estético con las pinturas del artista irlandés Francis Bacon, enlazando la función mostrativa y documental con las sinuosas y complejas fronteras que ofrece una visión donde el arte se estrella estrepitosamente contra la vida, lo figurativo siempre gravitando en la estocada del verso.
Dos libros fundamentales, son Territorio cercado y Fuerza Bruta. Algunos poemas fueron leídos por Maha y acompañadas por la instrumentación de Samuel Lizama y Walter Pineda, lo que resultaba una experiencia alucinante para el oyente ocasional, en la cual la voz declamatoria se fundía con la percusión y los acordes, desencadenando un teatro de sombras, un crepúsculo lánguido, una bala detenida en el aire.
Libros de una fuerza descomunal y en los cuales, la expresividad enarbola aquellos vocablos desterrados de la gramática, que violentan la cuerda tensa de la sintaxis. En el primero, se recurre a la jerga hospitalaria, al gran manicomio donde la normalidad fue encerrando la diferencia. Puede que el origen de la patología sea ese rostro impenetrable que es la propia jaula de la existencia, el pulmón por donde respira toda la fatiga de lo andado, porque según el arte poética de la autora el cerebro fue allí colocado como un gendarme, el albacea de una racionalidad clasificatoria, incólume a la incertidumbre de los días. Es, a mi juicio, el cuerpo degradado y enfermo el país que nos habita, la patria que espejea en cada historia, en cada quejido de un paciente, en las miradas perdidas y entregadas de los desahuciados esa “estrella más sola que un pucho para ser sincera pero ahí estamos haciendo lo mejor que se pueda enarbolando el fetiche patrio.
El poeta Yanko González reflexionó en la presentación de dicho libro: “Así, bajo “la dicción crispada y la sintaxis rota” –como plantea Mendoza- se esconde una desobediencia mayor: aquella que se libera del credo “esencial de la función poética” que predica la reciprocidad entre sonido y sentido o, más refractario aún: que insiste en un mínimo de sonido y un máximo de sentido”
En Territorio cercado, la vigilancia es la divisa de quienes detentan el cetro de la normalidad: “miles de ojos-mosca sobre nuestras cabezas/ miles de ojos-mosca sobre la miel de los sueños/ miles de ojos mosca en los enredos de la lengua / en la disfunción de los sexos/ miles de ojos mosca en el restriegue de los cuerpos/ miles de ojos-mosca simulando una palangana/ una hipodérmica que se clava en el trasero/ miles de ojos milísimos ojos- mosca que atraviesan el recinto”
Finalmente, quiero relevar su último trabajo Fuerza Bruta. Este conjunto de poemas es un alud, una ola colosal que ingresa a los salones donde el significado esconde su arquitectura conceptual. Los versos pueden simular las cabriolas que el viento ejecuta en el escenario de lo aéreo o de pronto soltar a un elefante para que pisotee la cristalería de las formas estancas. No obstante, tras todas estas formas textuales siempre asoma el rayo del vidente o los contornos de un mundo en descomposición. Desde cierta mirada, puede leerse como un arte poética, en el sentido de traducir los humores de su poesía, la mecánica elemental de la cual están construidas las emociones más desbocadas, la contención y las gigantescas cataratas del idioma. Poesía que sin embargo, posee una dimensión épica, tan urgente y cardinal en los tiempos que corren: “Arda esa impropia hora/ del fustigamiento y la condena/ del hueso que se rompe /y calla/ Ardan los verbos sin conjugar/ los adjetivos sin colorear/ la sustantiva muerte que queda/ por vivir/ y ardan ardan ardan/ los ritmos / todos esos ritmos/ que no se pueden bailar”
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En el libro Disparos sobre Valdivia de Pedro Guillermo Jara, el autor narra las peripecias de un alter ego llamado el detective O’Hara, personaje que recuerda la prosa atrapante de la novela policial negra norteamericana al estilo de Hammett o Chandler. Este sabueso de la noche valdiviana, recorre con su impermeable las lluviosas calles de la ciudad, lanzamientos de libros, exposiciones, festivales de cine. Rastrea la oscura farándula de la cultura de manera bastante hilarante y el investigador conjuga la solemnidad y el sarcasmo batidos en la misma coctelera.
En uno de sus casos aparece una hermosa mujer fumando con una boquilla y una boa al cuello, preguntando por los sospechosos movimientos de un personaje que responde al alias de gringo Richard, un hampón de las editoriales del sur.
El caso se resuelve cuando la mujer (Maha) se da cuenta que su editor Ricardo Mendoza ha publicado su libro en secreto, trabajando en la imprenta como una hormiga guerrera y la sorprende (como en un malón) junto a un grupo de amigos en el Tragabar, con los ejemplares en la mesa y un convite celebratorio. Los brindis y la algarabía alejan al melancólico detective por las lúgubres calles de la ciudad.
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-La Stella Díaz Varín al principio me amó y acto seguido me odió- declaró una vez mientras nos tomábamos unas cervezas en el bar del Hotel Vicente Pérez Rosales de Puerto Montt.
La aseveración no dejó de impresionarme. Si nos atenemos a la imagen transgresora y combativa que se ha esgrimido sobre Stella en anecdotarios, biografemas y también en documentales como La Colorina o en la película Poesía sin fin podríamos decir que existirían puentes entre la poeta de la Generación del 50 y la divina Maha. Pero claro, cuando la fuente es la construcción del personaje que encarna el poeta y no la poesía misma, algo puede llegar a desdibujarse, por varios sitios.
-Quizás nunca aceptó del todo mi filiación con las vanguardias- remata Maha.
Y algo de eso hay. Es probable que Stella (y muchos de su generación) sea un momento de la poesía chilena que se decanta y esclarece a raíz de la publicación de Estravagario (1958), ese libro fresco, quiebre en la poética nerudiana, que algunos críticos han insistido en vincularlo a la antipoesía, concepto último que nunca terminó de convencer a la poeta serenense y que sólo reafirmó su apuesta por una poesía numinosa, por un nuevo retorno al Neruda residenciario, por la magia como energía generadora de la creación, por la reafirmación de la palabra a pesar de las hostilidades que ofrece la selva vital. Eso se aprecia de manera elocuente en libros como Tiempo, medida imaginaria y Los dones previsibles. Quizáshabía cierta coincidencia en lo vital, pero no necesariamente en l lo textual. La poética de Maha toma otro sendero. Tiene una relación con los dioses pecadores del lenguaje o con dioses profundamente humanos, con los barbarismos que rompen como un martillo los escalones del diccionario, con el lenguaje que se funde con toses y estertores y los pulmones de la ciudad oscura y subterránea sobre la que está construida la ciudad moderna. Se ajusta más bien a esa idea de vorágine implícita del acto creador que describe Antonin Artaud : “Llegar a que todo lo que hay de oscuro en el espíritu, de soterrado, de no revelado, se manifieste en una especie de proyección material-real”.
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Es octubre del 2018 en Punta Arenas y se realiza un encuentro conmemorando los cien años de la estancia de Gabriela Mistral en Magallanes. En virtud de aquello, hay una importante reunión de poetas y académicos, entre ellos recuerdo a Verónica Zondek y Carlos Truijillo, que con ponencias y lecturas, reflexionan sobre la autora que escribió Desolación en estas tierras y leen sus textos en medio de la primavera meridional.
En el auditorio del American Corner de la Universidad de Magallanes le corresponde leer a Maha que hace uso de su potencialidad performática. El público enmudece ante su gesticulación y las imágenes cobran vida como un particular zodíaco de espectros y arcanos que se dibujan en el aire: “Yo vi una gran carnicería una vez/ tripas y sesos y trozos de corazón/ vagando por las calles/ torrentes de sangre/ corrían sin parar/ al dar vuelta la esquina/ cualquier esquina/ las perras clamaban piedad/ Strauss hacía llorar/ a ciertas perras grandilosas/ y yo estaba ahí con mis pétalos de rosa/ con mis gajos de perramante/ pero nadie ladraba por amor/ todo era aullido rizando la noche/ todo era carne abierta/ todo era cuchillo sobre cuchillo/ ¡aleluya devoradores!/ y yo estaba ahí con mis pétalos de rosa/ con mis gajos de perramante/ (hay un sortilegio oscuro/ que escapa a mi destajo)”. De pronto su lectura se interrumpe y Maha comienza a repasar los carteles de la sala, quizás buscando objetos encontrados o quien sabe, reparando en las ruinas arqueológicas de la lingüística. Se detiene por unos instantes en un cartel del Fondo del Libro y una sonrisa irónica atraviesa su rostro.
-Un libro es un sueño que tienes en tus manos- dice citando uno de los slogan que tiene a su haber la imagen de un niñito leyendo.
Probablemente es cierto. Pero ella sabe que los sueños tienen forma de paraguas, de ballesta, de cataclismo, de martillo, de nube, de bomba que explota en el corazón del lenguaje.
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Y el lunes 26 de octubre por la tarde recibo un llamado de la poeta Rosabetty Muñoz contándome que Maha había partido de este mundo, que un cangrejo implacable avanzaba sin prisa, pero sin pausa. Hace solo unas horas el júbilo por el epitafio que el pueblo puso a la Constitución de Pinochet y ahora, esta pesada piedra hundiendo mi alma hasta las profundidades del río Valdivia.
¿Por qué tanto silencio crítico ante una poesía tan original? ¿Será nuestro país ese presidio castigador que castiga a las almas libres, a los creadores? ¿Cuánto falta para que Chile sea más grande que Santiago? ¿Adónde andaba la institucionalidad cultural cacareada hasta por los codos? ¿Será por siempre este país el oasis de farsantes e impostores? ¿Por qué el destino le arrebata a Valdivia un trozo de rebeldía? ¿Qué hacemos con esta pena, Maha querida?
Son preguntas hechas solo para respuestas deshilvanadas, para justificaciones y balbuceos.
Y yo aquí, en el fin del mundo, viendo a través de un computador como te despiden los amigos, de aquellos que genuinamente te queremos y que recibimos de ti, el inmenso homenaje de tu amistad y tu poesía. ¿Por qué esta puñalada artera en este instante?
Es su valentía y honestidad lo que conmueve y ante todo, una literatura de un poderío singular, un inmenso acantilado donde los vocablos sobrevuelan el entorno para colisionar contra las rocas, en que la herejía es la práctica simbólica del vidente, un complejo imaginario donde conviven la metáfora desnuda, la imprecación y el teatro de la crueldad.
Sólo me resta decir que en el nuevo Chile que deseamos construir no puede faltar su voz, ese cataclismo de imágenes y metáforas que sigue remeciendo las olas del río.