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EN BUSCA DEL GRIAL
(Presentación a la novela La conspiración de Babel de Eric Goles)

Por Óscar Barrientos Bradasic



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Debo confesar que en mi juventud tuve un amor no correspondido con la matemática (es decir yo estaba enamorado de ella, pero ella no estaba enamorada de mí). Quizás si hubiese leído esta novela otro gallo cantaría. Quiero decir que La conspiración de Babel es una novela que abre esa ventana al asombro y sería recomendable que circulara mucho por colegios y universidades para encantarnos, que etimológicamente quiere decir “envolver un canto”. Me imagino a muchos jóvenes enamorados de la matemática, de su historia subjetiva, de su frenesí tan cercano al hecho estético. Varios otros caminos me llevan a coincidir con Eric Goles, el primero la pasión desbordada que ambos compartimos por la literatura y por el ejercicio de la escritura, la segunda nuestros orígenes yugoslavos, croatas o hasta alturas como se llame.

Borges plantea que cada autor funda a sus predecesores. Quizás porque el ejercicio narrativo y es probable que toda la literatura siempre exista en función de la representación y la alegoría, de una suerte de historia en espiral como alguna vez se refirió nuestro desordenado San Agustín de Hipona. En La conspiración de Babel asistimos a la existencia de Kurt Gödel (1906-1978), célebre matemático de origen austríaco, famoso entre muchas cosas, por elaborar en 1931 los teoremas de la incompletitud. Y que realizara su doctorado en la Universidad de Viena. Viena, nada menos, imposible evocarla sin hablar del físico Ludwig Boltzmann, el doctor Sigmund Freud, el arquitecto Walter Loos, el pintor Gustav Klimt, los filósofos Rudolf Carnap y Ludwig Wittgenstein, el Círculo de Viena, creado por el epistemólogo Moritz Schlick , los músicos Richard Strauss, Arnold Schönberg y Gustav Mahler; los escritores Stefan Zweig, Robert Musil y Hermann Broch; el matemático Karl Menger, en fin, un estandarte del pensamiento y la cultura.

Gödel, personaje de mente brillante, que alterara todos los paradigmas de su época, amigo entrañable de Albert Einstein, que se me antojan como dos Sherlock Holmes merodeando por los jardines del Instituto de Estudios Avanzados en busca urgente de un Watson que modere la conversación; Gödel, plagado de manías, hipocondríaco, por momentos desquiciado, acompañado siempre de Adele, la musa incorrecta pero insustituible, la mariposa nocturna del cabaret; Gödel nacido en Brno, pleno imperio austro húngaro, actual república Checa y después nacionalizado estadounidense asesorado por  Einstein y Morgenstern  para aprobar el examen de ciudadanía; Gödel que muriese de hambre en un siquiátrico de lujo, una suerte de príncipe Siddhartha  al revés, pero no menos preso por el fantasma de una iluminación.

Los espacios en esta arista de la novela funcionan como verdaderas muñecas rusas donde de pronto asistimos al ejercicio incesante de la acrobacia textual, de la máquina del tiempo tañendo en la gran caja de resonancia de la memoria. Es en los periplos filosóficos y la biografía cotidiana de Gödel donde el narrador, un estudiante de Ingeniería en Chile, que guiado por las señales de su profesor de Fundamentos Matemáticos recorre aquellos inextricables laberintos del universo incorruptible de la lógica pero también del delirio, tanto en la convulsa Viena de la década del treinta donde el nazismo ya comenzaba a mostrar el peso de su bota de hierro, el Princeton pulcro y conferencial que sirve de refugio y casa de orates y además la realidad del propio narrador de la historia, los agitados últimos días del gobierno de Salvador Allende, con los afiebrados que blandían sus arañitas de Patria y Libertad no por visuales menos ponzoñosas, antes que ingresara con el golpe el mismo autoritarismo degradante que se vivía en el nazismo, esa súbita enfermedad de la modernidad que cuando parece más dormida, más elocuente es su promesa de resurrección. La vida a veces es como un cuento narrado por un idiota diría Shakespeare.

Todo desde la cátedra y el coloquio del profesor Lidenbrock, homónimo del que conocimos en El viaje al centro de la tierra de Julio Verne, quien en un punto de su diálogo también se relaciona con un tempestuoso arribo a Punta Arenas, hombre complejo que huye de los fantasmas del fascismo europeo y que en cierta medida oficia como una suerte de Virgilio del narrador en ese Chile turbulento.

El hábil desarrollo de la prosa de Goles convierte a Gödel en un personaje cuya identidad genera ondas concéntricas, ya que en esta novela el espacio vivencial y por cierto el lenguaje pueden considerarse también personajes. La identidad de la Viena fragmentada por las agitaciones políticas o del Princeton aséptico hacen de Gödel un personaje siempre fronterizo en términos identitarios, que viaja como los vampiros que describe Stocker con pedazos de tierra en los bolsillos, con obsesiones sobre los universos de la lógica y con los coletazos de la historia aún vivos como insectos de lejanas geografías, todos fragmentos de un muro insoslayable que separa los países de la angustia y la felicidad. El biógrafo se proyecta en todas esas vidas, en alguna medida, reconstruye con su propia existencia la travesía por las obsesiones. Allí aparecen otros hombres que viajaron desde lejanas tierras persiguiendo comprobaciones y axiomas, huérfanos eternamente de cualquier certeza, sensibles a los latidos de la contingencia convulsa, encerrados en la urna cristal de conceptos incorruptibles.

Las teorías, el mundo de la lógica que de repente cae en la madriguera de Alicia, los números Cantor, los axiomas de Peano, la caverna de Platón, Euclides, la biblioteca de Alejandría, Darwin, la obsesión de Gödel por encontrar la característica universal mencionada por Leibniz, Phillip K. Dick siempre sonriendo entre los matorrales, son parte de un universo paralelo al decurso de la contingencia que muestra a la manera del filósofo polaco Leszek Kołakowski  cómo la historia a veces se burla de la teoría:

“Por todo aquello concluí que el sistema de postulados y axiomas que había sustentado la República estaba totalmente desquiciado, cualquier cosa era posible: la doctora con delantal blanco, las marchas militares, el zumbido de los Hawker Hunter, el palacio de gobierno en llamas, los perros, el muerto de espaldas en medio de la calle, las banderas, los balazos, el himno nacional, las marchas militares, los abrazos y la champaña. Esas cosas estaban pasando y hubiese querido, desde el preciso momento en que aquel señor tan bien vestido, de terno azul a rayas, camisa blanca, corbata y una flor roja en el ojal, nos había conminado a bajar de la azotea, poseer la extraordinaria mente del profesor Gödel para guarecerme, bien agazapado, en el fondo de la lógica”.

Acaso La conspiración de Babel genera también otras múltiples aristas.

La novela se plantea que en muchas ocasiones los Centros de Altos Estudios, pastos de universidades y estudios críticos, son en realidad instituciones siquiátricas, albergues para una locura genuina, donde el hombre activa el sueño de la razón en desmedro de su comedia humana. Allí se forjan seres exiliados de la normalidad, sometidos a la culpa compasiva de la genialidad, que entre vectores y teoremas se esfuerzan en arrebatarle los secretos al universo. Vidas desmesuradas donde lo monástico y lo pantagruélico se unen en matrimonio, ya que en mi viciosa costumbre de citas retomaríamos la frase de Chesterton: “El error es una verdad que se volvió loca”.

La novela despliega por los poros un humor fino, por momentos torrencial y por otro lado, una lectura conmovedora de los procesos de búsqueda, de los calvarios y divinas comedias que conllevan números e infinitos. Un aspecto que me pareció derechamente fascinante es la inclusión de un editor que cuestiona, recrea y gesticula la voz narrativa, procedimiento borgeano que también recuerda la mirada tensa de dos genios franceses Roussel y Jarry.

De igual manera, muy importante la sección denominada Andamios, biografías intervenidas, una puñalada al corazón de Wikipedia, una necesidad de consultar el oráculo con los retazos de nuestra propia mirada.

Y por supuesto, la extraordinaria capacidad para cifrar escenarios de realización téorica, como por ejemplo, la ciudad Königsberg, lugar donde nació Inmanuel Kant y entendido como sitio esencial, epicentro del congreso epistemológico.

Momentos de antología por doquier y en ocasiones, un lirismo desgarrador que se posesiona de la narración.

Las escenas por ejemplo donde Gödel conversa con los testigos de Jehová y garabatea confusamente las revistas Atalaya en el cual aparecen esos paraísos donde hombres y bestias conviven pacíficamente en un mundo idílico que viene después del apocalipsis.

Quizás la crisis de la religiosidad es la necesidad de arañar el holograma. Y he aquí que el Santo Grial de lógicos, matemáticos y filósofos sea tensionar el disparate bíblico de la Torre de Babel, aquel momento mítico del génesis en que la soberbia de los hombres desafió a Dios. Un lenguaje universal capaz de conducir por un mismo sendero a la verdad, de despejar la hojarasca de una retórica solo construida en la voluntad de ensombrecer. Pero el precio de esta búsqueda y este desasosiego es la depresión, la angustia, el abismo inabarcable de la locura. Los premios y castigos que según Borges construyen la Lotería de Babilonia no son fruto del azar sino una compleja maquinaria de jugadas estratégicas y falsos consensos con una finalidad intelectualmente narcotizante.  Más que la reafirmación del mito de los diversos idiomas, de los vocablos incomprensibles y de gramáticas perdidas en la noche de los tiempos, en tanto prueba fehaciente de la incomunicación humana, se trata de la historia de una conjura, la fugaz epifanía que tiene Göbel al percatarse que el lenguaje de los confabuladores ha puesto niebla y confusión en la tentativa de que la Era de la Razón arribe a nuestras costas.

Es el escrutinio de los libros que padece Don Quijote saqueado por un cura, por un bachiller y quizás hasta por el mismo rencoroso Cervantes, pero esta vez con el archivo de Hannover de Leibniz.

No, no, nunca había sido creyente. Se trataba solamente de un desafío intelectual que lo ocupó muy decididamente y con completo éxito: en alrededor de un año, formalizó, utilizando lógica modal, el argumento ontológico de San Anselmo (que curiosamente, justo ahora caía en la cuenta, había conocido también gracias a Leibniz), obteniendo así una prueba formal (muy elegante, recalcó) de la existencia de Dios; por cierto sin necesidad de fe, como un hecho matemático… Dios, al fin y al cabo, era un teorema.

¿No es acaso en nuestro tiempo de sofistas e imposturas una cosecha medio adulterada de esa misma confabulación? ¿Seguirá siempre un sector de la inteligencia empeñado en no democratizarla? Göbel nos guiña el ojo en la penumbra en esta novela. Porque quizás la incomprensión no fue más que un ardid y en las fronteras del lenguaje alguien en algún momento instaló aduanas mentirosas.

Frente a ello no pude evitar recordar los versos de un poeta chileno llamado Juan Luis Martínez, obsesionado también con los teoremas, muy cercano a Zurita, también nombrado en la novela:

Los pájaros cantan en pajarístico,
pero los escuchamos en español.
(El español es una lengua opaca,
con un gran número de palabras fantasmas;
el pajarístico es una lengua transparente y sin palabras).

Qué importante es este tipo de libros y esta novela en particular en la narrativa chilena actual, tan perdida en los bosques del narcisismo, tan ensimismada entre la complacencia y el triunfalismo, tan ajena a la experimentación narrativa y a la búsqueda de las cicatrices que fragmentan la subjetividad o nuestras personales historias universales del sinsentido. La conspiración de Babel es una novela impecable, una representación de la stultífera navis donde navegan la historia y la tentación de explicar las leyes que lo rigen todo, dos sueños persistentes, quizás dos naufragios. Ese es el derrotero, peregrinar por las grietas del sueño de los geómetras, de las patrias fragmentadas, de una filosofía del devenir con ardor inquebrantable, esa pudiese ser la divisa, ya que la novela jamás nunca deja de conmover la experiencia de ese cisne tenebroso que es el lector.

 

Eric Goles



 

 

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