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Oscar Barrientos Bradasic | Autores |











Paganas Patagonias.
Presentación del libro de Oscar Barrientos por Eric Goles

Publicado en La Mirada Semanal, 17 de junio de 2021


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Que el conductor de pueblos, Josip Broz Tito fuese hincha de Estudiantes de la Plata no es menos increíble que la explicación: El mariscal había pasado una temporada en Berisso, República Argentina. Mentiras y verdades a medias. Verdumias, como decía Nicanor, que uno evoca, o muy derechamente, lee en las páginas de Paganas Patagonias, magnífica colección de relatos de mi amigo y paisano Oscar Barrientos Bradasic.

Porque, en realidad, a poco de leer, caminando ya por esos paisajes y calles donde todo puede suceder, dilucidar si el mariscal estuvo o no en Argentina, es una pata de jaiba comparada con su aparición en el centro de Punta Arenas, traído del más allá por una agencia turística, a cargo de un Virgilio magallánico que lo paseará de aquí para allá, de allá para acullá (sin entrar al cementerio; algo macabro por cierto, dadas las circunstancias), haciendo una escala técnica en el club Yugoeslavo (Croata) para zamparse un opíparo cordero al romero con puré picante y un vinacho que, según nuestro Virgilio del más acá, estaba para revivir húsares. Claro que sí, calorías necesarias para continuar el periplo y la conversa hasta que, varios piscos más tarde, llegó la hora del good by, en la esquina de Nogueira con Fanfano, donde encajonados los vientos con asombrosa intensidad, parecido a sus ilustres predecesoras María la virgen y Remedios la Bella, un torbellino se llevó al partisano conductor de pueblos de regreso, pienso yo, a una isla volante donde moran los déspotas desarrollistas, ilustrados y de buen vivir, de los países no alineados, como él mismo inventó. Insiste pues, amigo Oscar, en este tipo de emprendimientos. Plata para echar a andar estos negocios nunca falta. A mayor abundamiento, la Corfo financia aventuras infinitamente más arriesgadas y esotéricas. Además, te sugiero que incluyas una opción sin bajada de muertos, más económica, más al alcance del ciudadano de a pie. Solo visionarlos, conversar con ellos mediante una súper guija, que, conociéndote no te costará nada inventar; escribir, digo, porque escribir es hacer, ¿no? Además, es algo que personalmente me interesa. Mediante este artilugio, podríamos continuar con esta cháchara después de que se aparezca vectrom, tu ángel de la muerte, y me desconecte. Pero no nos desviemos. Me estoy poniendo ramero. Todo porque, de verdad, me provoca enormemente meterme en las Paganas; ser o hacerme parte de ellas. Colarme en esa otra dimensión, tan real, tan natural paseándonos como Petronila por su casa. Claro, si me escribes (me narras, quiero decir). Por lo pronto, todavía de este lado del espejo, atraído por tus pampas, calles y personajes, me fui para allá, convidado de piedra, con la intención de que también me arremolinaran los vientos (una especie de portal para aparecer en tus páginas, en esa dimensión, se me ocurre ahora). Y así no más fue, desde el mismísimo aeropuerto, con un viento de cola endemoniado, arriba de un taxi que se me antojó inglés, aunque de color amarillo, que me llevó hasta la pensión que habías reservado.

Claro, dije, canchero, no más entrar: esta cuestión no existe; es un invento de Barrientos Bradasic; sillones de vinilo verde (quijotesco, se me antojaron de finísimo cuero) y al fondo una cocina de leña con la infaltable tetera humeante. Según la patrona la habitación que me tocó daba al estrecho. Que estrecho ni que ocho cuartos, no se veía un cobre; era de noche, llovía y una descomedida ventolera hacía crujir toda la casa como tu buque, el Barlovento, en plena tempestad. Y me dormí nomás, muy esperanzado de que al día siguiente me llevarías por esos deslindes paganos; de que era cosa de andar contigo para encontrarse con Bon Jobi, Big Mouth, Casimiro Kapek, el triste pajarote Romilio, el doctor PC; sin olvidar al nunca demasiado mal ponderado Ropert el confuso (I’ll be back, como dice Terminator). Todos ellos deambulando por calles, bares, plazas, paisajes incendiados, océanos de coirón agitados por incontrolables vientos y, no faltaba más, el proceloso piélago. Chutas, me estoy poniendo siútico; pero, no importa, así nomás es el mar por esos lados: encrespado, de mecha corta, cuna de tempestades y, para retomar el hilo, sustento arquimediano de la flota plutónica: Que ya está ahí, a bala de cañón, apuntadas sus proas hacia la isla de Alexandra y Faetón. Naves desmesuradas. Pero, chantemos la moto. Justo se me pasa por el caletre que, en realidad, mucho (sino todo) en tus relatos disfruta de una delicada desmesura. El necesario, y sabio, exceso vindicado por Blake. Pero, en fin, a otro hueso con ese perro; menos ramas y volvamos a la playa desde dónde Alexandra y Faetón, observan, sin desasosiego, deslumbrados, el progreso de la flota plutónica, cortando las aguas y la tierra con sus afiladas quillas. Dejando rajaduras vivas, ensanchamientos de fuego (imagino), de esos que hacen continentes. Y, a confesión de parte relevo de pruebas: tú mismo, oximorónico, escribes que no hay palabras para esos “innombrables” pavores telúricos; a todo Lovecraft: desquiciadas montañas, prístinos hielos milenarios derramándose en …. y ya se fue; ya desapareció la flota y ni siquiera alcancé a decir agua va. Y mucha agua que pasó y cayó toda la noche y sonó el despertador y tú me esperabas en el primer piso, muy instalado en uno de esos sillones de vinilo verde, para llevarme hasta los suburbios, a unos galpones abandonados a la orilla del estrecho, a visitar una singular colección de individuos, dedicados a limpiar huesos de ballenas, armar sus esqueletos y colgarlos en aquellos hangares.

Acuarios de aire para esos leviatanes con olor a cueros viejos, a mar, a formalina. Sin sorpresa (era lo que esperaba) te digo que estamos en una de tus historias. Todas son así; suceden. Solo es cuestión de mirar, me dices. Pero ya es hora de empezar a terminar, así que debo enfocarme en dos cosas; primero, ajustarle cuentas a Ropert el confuso (estaba prometido) y, de pasada, contarles cómo llegué a las Paganas Patagonias. Por cierto, compré el libro; deslavada respuesta matemática. Hilando un poco más fino, fue por una entrevista que te hicieron en The Clinic (cuando todavía no se ponía fofo y grave). La verdad, no me acuerdo mucho de qué te preguntaron, tampoco de tus respuestas, pero todo era extrañamente muy genuino; traías aire fresco, de esas brisas que te ventean el caletre, así que fui hasta la librería más cercana y compré el libro nomas y lo leí y lo leí de nuevo, poniendo de este lado del espejo todo ese sur extremo.

El primer texto que leí fue el último: No alineado en el paralelo 53 grados Sur‚ el del mariscal Tito. Después me llamó la atención Claude. El nombre franchute, algo relamido, seguro venía con sustancia. Así que empecé a leerlo y, de verdad, apenas pasada la primera frase me quedé enganchado con la personalidad del narrador, “tengo la pasiva costumbre” – dice, “de frecuentar personas que me caen mal”. Espero que no seas tú el de la afirmación o, al menos, que admitas excepciones; sino estaría bien jodido. ¿no? Pero sigamos. Cinco líneas más abajo, todavía en la primera página introduces al farragoso Ropert, “arqueólogo, antropólogo y filosofo”. En ese orden, especialidades más, disfraces menos y ahí mismo, todavía en la primera la página, con delicioso estupor pispé que tenía que ser un fulano que había conocido en un congreso en Puerto Natales; más pesado que salvavidas de plomo, una especie de Indiana Jones en pantuflas, entre otras innumerables cosas, medio ambientalista o algo parecido y, sobretodo con una capacidad de emprendimiento inconmensurable. Imagínense, asociar a la perniciosa invasión de castores con los pueblos colonizadores. Un lugar para los castores reclamaba urbi et orbi con insuperable tollo y cornucopia teórica (etno-cultura, estructuras disipativas, memorias ancestrales), suficiente para vender la pomada a una variada colección de extranjeros en busca de catástrofes; por cierto, solo bienvenidas cuando ocurren bien lejos de sus casas. En esta ocasión en el extremo sur del planeta, a tres mil dólares el seminario y el paseo por los castoriles territorios y, no faltaba más, disfrazados de castores. A tal punto caló hondo el paradigma de la castoridad que, incluso Amalia, la pareja del ecléctico ideólogo, agarró papa total, adoptando uno de esos roedores de escamosa cola, bautizándolo Claude. Animal asaz mañoso y desagradable, que apenas alcanzada su madurez sexual cronificó a Ropert, llevándose a Amalia a sus dominios acuáticos. Ese fue el derrumbe de nuestro pensador multi-propósito. En cuanto a Amalia, en alguna ocasión la divisaron amamantando a un diminuto ser peludo con forma de zapallo. ¿Por qué leo y releo, y regalo (modesta expresión de crítica literaria) las Paganas? Bueno, entre otras cosas, porque me hace vivir lo que no vivo trayendo hasta mi enclaustramiento (pandemia obliga) situaciones, gentes y paisajes no menos reales que los (supuestamente) de verdad. También, porque sus historias ilustran lo que buena parte de nosotros en este país, profundamente somos. Parafraseando a Ropert el confuso, me voy a ir de tollo: las Paganas ponen en evidencia nuestra condoricidad. Sí, nuestra condición de condoritos, ciudadanos de a pie, algo perdedores, con (leves) malas tripas, casi siempre, al final, perdona vidas y dudosos de nuestra mala fe. Que nos ponemos exageradamente contentos con éxitos infinitesimales y más que menos resignados frente a las derrotas; haciéndonos los choros, los irónicos, pero sin demasiada mala leche y al poco tiempo a otra cosa mariposa. Incluso, sintiendo un poquito de pena por los derrotados: como el mismo Ropert, como el doble de Bon Jovi, que insiste en seguir siendo el doble oficial, aunque está guatón y pasado de años, con un joven remplazante ad–portas sin contar que,  además, el verdadero Bon Jobi está más viejo que Tutankamon y pasado de moda. Pero, dale, de puro cariño el narrador se lo lleva hasta las Torres del Paine con instrumentos, equipo de filmación, camas y petacas, para filmar un video imitando a su ídolo; para que sea feliz. Tampoco es ajeno a la condoricidad ese profesor de inglés, agobiado por las cincuenta mil horas de clases semanales, un sueldo miserable, dos hijos, casado con la secretaria de un médico y que, para mejorar el escuálido presupuesto pitutea en los veranos llevando turistas a las colonias de pingüinos junto con cogote Norambuena, su nuevo ayudante, que se las lleva pasándose películas, cavilando cabezas de pescado; de los peligrosos, cuenta el profe, de los que están habitados por el germen del emprendimiento. Sin embargo, su cogitación no trataba de pescados sino de pingüinos. Tenían que convencer a los pingüinos de que no emigraran. Así tendrían pega todo el año, insistía cogote entre chela y chela, invitando al profesor a subirse al carro. Y aquí la condoricidad se revela en toda su extensión. Nuestro profesor, como la haríamos casi todos nosotros, escucha con ironía la cháchara de cogote. Con algo de desprecio quizás o conmiseración, pero sin comprometerse, sin mojarse el culo. Y ahí aparece Barrientos Brasadic, que no perdona, para aflojar las tuercas necesarias para el descalabro. Cogote, por lo que fuere, porque sobraba la plata o simplemente porque la gente andaba aburrida, tiene éxito; le pega el palo al gato, digo a los pingüinos. Su emprendimiento prende; sale en revistas, lo entrevistan en la radio y en la televisión, se asocia con grandes de la región, cocteles y comilonas, un generoso fondo de la Corfo, hasta que, como era de esperar, todo se derrumba. Porque, tal como pensaba nuestro profesor, no se puede amaestrar a los pingüinos para que se queden. Pero ¡qué importa ese detalle, esa minucia científica! Cogote ya anda en otra. Al más puro estilo de Sergio Jadue, el dirigente futbolero que se arrancó a Miami, cogote, forradísimo, emparejado con una gringa despampanante, está radicado en el Mid West. Y aquí nos quedamos nosotros y nuestro profesor de inglés, haciendo rechinar los dientes, cuesta abajo en la rodada, sin pega de guía (despedido), sin las cincuenta mil horas de clases (despedido), sin plata, sin media naranja (emparejada con su jefe). A veces, por puro morbo, el profesor se mete al Facebook de su exmujer: que anda feliz con el matasanos, junto a sus dos hijos, celebrando el día del padre. ¡Exijo una explicación! podría exclamar, como condorito, en la última viñeta del chiste. Pero se conforma. Mal que mal siempre tuvo razón. Los putos pingüinos nunca se quedan en invierno. Y así van tus personajes, Oscar, y así vamos: cara de luna en las derrotas, moderados en las victorias; menos por una suerte de espíritu inglés, de fair play, que, por la sospecha, tantas veces confirmada, de que esas victorias serán casi siempre francamente pírricas. Así que, a mal tiempo, si no buena cara, bien le anda una buena lectura: Paganas Patagonias que, se los aseguro amigos lectores, será, como dicen en el the end de Casablanca, el inicio de una sostenida amistad.

 

 



 

 

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