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Entrevista a Óscar Barrientos Bradasic
Literatura Súrdica: Escrituras desde el fin del mundo
Por José Tomás Labarthe
Publicado en revista Medio Rural, 5 de marzo de 2020
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Vive en el barrio croata, a tres cuadras del Estrecho de Magallanes, en Punta Arenas, la última ciudad del mapa. En su caso no es un eufemismo: Óscar Barrientos Bradasic (1974) escribe desde el mismísimo fin del mundo. Tiene por vecinos a otros dos escritores “yugolotes”: Ramón Díaz Eterovic y Juan Mihovilovic, todos hijos de migrantes eslavos que llegaron buscando oro al extremo norte y al extremo sur de Chile a fines del siglo XIX, desde la isla de Brac o desde la costa firme de Dalmacia. No encontraron oro, “nieve y trumao sí”, como advertía Nicanor Parra, pero igual terminaron echando raíces. Los tres ganaron el premio Francisco Coloane, en años consecutivos, en lo que parece un aplauso en el espejo, un gesto de reconocimiento de una isla a la otra: Chiloé, donde nació Coloane, una isla de tierra rodeada de océano; Punta Arenas, una isla de mar rodeada de coirón.
Desde ese “kharma de vivir al sur”, al decir de Charly García, Barrientos ha construido de manera aguda y tenaz una obra sumamente característica, que busca hacer elocuente “el fracaso de toda empresa humana por doblegar la epopeya del frío”, tal y como vende en la contratapa Paganas patagonias (2018), su último libro. Es quizá por esta condición finis terrae, de pueblo abandonado hasta por el globo terráqueo, que Punta Arenas se presenta como un epicentro donde subyace la desmesura, con hombres que quieren ser castores, ángeles con rostros de lechuza, el doble internacional de Bon Jovi e incluso un doctor informático que combate a Vectrom (el ciber ángel de la muerte). Abundan también en estas ficciones territoriales corsarios y naufragios, navegantes que surcan islas con nombres muy tristes y un mar australis que sabe a delirio. En sus relatos Barrientos aspira a lo improbable: desplazar el centro hacia los bordes, revertir, como proponía José Miguel Varas, las antípodas, hasta dar con una fantasía pura, con el doble opuesto de la literatura nórdica: la literatura súrdica.
Como buen viejo upeliento (así se autodefine a pesar que no es tan viejo), Barrientos insiste en hacer la revolución en jeans y vistiendo una camiseta dry-fit de la extinta selección de Yugoslavia. En la misma onda luce una boina con la piocha del mariscal Tito y saluda: “Druze Tito mi ti se kunemo” (vaya uno a saber lo que significa). Es una especie de enciclopedia de datos freaks del siglo XX, recitando la alineación completa de los Países No Alineados con todas sus dimisiones y dirigentes, y regalando por doquier anécdotas de agentes infiltrados, ministerios del mar y Salvador Allende en su versión sentimental. Esa, la pasión por las historias, es una de sus esquinas. Otras son el amor y la Antártica. Ha dedicado su labor académica a revisar cómo se construye el imaginario más blanco de todos -diez veces más blanco que un diente de leche, veinte veces más blanco que una hoja de papel. Cuando le preguntamos qué tiene por decir la literatura en torno a la Terra incognita, el hombrón enrosca su barba de pirata (como un oso balcánico, como un coleccionista de gatos con escorbuto que se lamen y se acarician), y se dispone a contestar.
—Se acostumbra a pensar el fin del mundo como un acabose del tiempo y no como un lugar, un end of the road. Pero en tu caso no es una metáfora. ¿Entran en juego las narrativas apocalípticas con la realidad misma de escribir desde el fin del mundo?
—Siempre existirá un duelo de titanes entre los mundos imaginados y los territorios que nos toca habitar. En el caso mío, vivir a orillas del Estrecho de Magallanes significa enfrentarse a un fragmento de mar que no solo comunica a los dos océanos más grandes del planeta, sino también el escenario donde la imaginación forjó cartas náuticas pobladas de monstruos marinos y sirenas. Un lugar que antes de ser descubierto fue principalmente imaginado. Algunos teólogos medievales decían que en las antípodas no existía la herencia de Adán, por eso se pensaba que el extremo meridional estaba habitado por seres pavorosos, cinocéfalos, gigantes deformes. Siento que esa provocación del pasado me ha hecho observar el paisaje no de manera bucólica sino desde una perspectiva post apocalíptica, rememorando un poco La espada encendida nerudiana. Mis personajes habitan geografías delirantes donde el sueño de la razón parece profundamente extraviado.
—«En el extremo de Chile se rompe el planeta», versaba Neruda en Desde las guerras.
—La proeza de que en un momento del cuerpo geográfico del país la cordillera se hunde en el mar y luego reaparece en el extremo sur. De esta misma manera aspiramos a una literatura que nutra de los más diversos lenguajes, de las más distantes latitudes, respire la sal de la profundidad reflexiva y emerja con fuerza en el sitio donde se trizan los horizontes.
—Al leer Paganas patagonias esa es la sensación: el cruce entre la ficción más desopilante y el realismo despiadado. Era Matta quien decía que «surrealismo era mirar al sur».
—Principalmente al ser Magallanes una especie de isla rodeada de tierra tiene como sistema de negociación semiótica la desmesura. El aislamiento conlleva la hipérbole en el mejor sentido de la palabra y también en el peor. Se puede habitar un espacio que fueron rutas abiertas por los navegantes más corajudos hasta creer que el choripán que se hace ahí es único en el mundo. Por ello, los personajes de Paganas Patagonias se sumergen en esa bipolaridad, en esa zona entre lo sinfónico y lo carnavalesco.
—Rosabetty Muñoz plantea que el deber del escritor de provincia es el de “decir el sur”. No el sur lárico, exclusivamente, los palafitos, el humo y la lluvia. Sino también el otro sur que habitamos. ¿En qué consiste, según tú, ese decir?
—El sur también como un territorio conceptual o en mi caso específico la Patagonia como un escenario que acumula significados en tanto atenernos a la definición de Gabriela Mistral: El trópico frío. Al considerarnos escritores territoriales realizamos la doble y simultánea operación de resignificar nuestro espacio y además de incorporar fuentes de otras procedencias, ya que el regionalismo es una construcción tan torpemente mitificadora como el nacionalismo. Y por supuesto la necesidad desmitificadora de la opereta regional y la duda, ya que el centro también espera escuchar de nosotros pintoresquismo y sublimación de lo típico, justamente para afianzar el valor globalizado de lo metropolitano.
—Jaime Pinos plantea que “todo es centro”, en el sentido de que incluso en la provincia siempre habrá un pequeño pueblo que replique al gran centro. Algo así como el Monte Fuji reflejado en la pupila del saltamontes.
—Hay un Chile etnocéntrico, tremendamente presentista, en el sentido que opera desde el presente, ahistórico, cuyo epicentro iría más o menos entre la Plaza Baquedano y el Drugstore. Es un virus inoculado desde la dictadura y la pasantía que hicieron los Chicago boys. Ojo, que no se trata de una invectiva contra Santiago, donde la gente vive el castigo de la cotidianidad neoliberal de manera despiadada. Es una crítica abierta al modo de concebir el país. Edwards Bello habló de imbunche. Quizás se trate de imbunche o de un transformer enano que se pavonea del carácter importado de sus piezas. Nuestro país vive una crisis espantosa a nivel identitario. Es probable que el centro, incluso desde el canon metropolitano, sea también una ficción: los Campos Elíseos dentro del Hades, la ciudad moderna con sus catedrales tecnológicas. Anda a saber.
—Según Carlos Cociña, “el Lautaro de Teillier solo vive en la cabeza de Teillier”. ¿Pasa lo mismo con tu Punta Arenas, o si uno la visita se encontraría realmente con el Doctor PC, el doble de Bon Jovi y los hombres que se creen castores?
—Punta Arenas me da la impresión de una ciudad donde convive el pasado, el presente y el futuro.
—¿Lo mejor que puede hacer un escritor de provincia es irse a Santiago, como Martín Rivas?
—Ese fue el paradigma pontificador durante décadas. Aunque no se trata de un carácter esencial del problema sino de un gesto dominante en el tratamiento del poeta o del artista. Algunos triunfaron en los Juegos Florales de esa dudosa verdad, otros siguen allí creyendo que están en el centro de algo. Las provincias deben construir sus centros. Eso no es nuevo, por ejemplo, la gran literatura norteamericana es de provincia.
—Se acostumbra a pensar esa literatura de provincia desde el deber del poeta a escribir su Spoon river, o en el caso de Américo Reyes de Curicó a plastificar la voz de la tribu en su propio Black Waters City.
—Se ha insistido en ese concepto independiente de su sello territorial, a la manera de Octavio Paz que entiende la poesía como un ritmo del pensamiento y la prosa, como una suerte de rebelión racional contra ese ritmo. O la idea que albergaba en cierta medida Pablo de Rokha, la del poeta como una especie de correa transmisora entre el habla popular y el reconocimiento que un potencial receptor hace de su propio lenguaje. De ahí que la tentativa de una escritura territorial conlleva necesariamente sumergirse en los recovecos de la dialectalidad, pero sin perder de vista lo libresco, el pop, lo que está ocurriendo en lo más crepitante y profundo del habla. Es muy grande la tentación de apelar a una marginalidad posera, a la sublimación de lo lumpenesco como la esencia de lo genuinamente popular. El tratamiento de esos lenguajes son operaciones extraordinariamente complejas porque las metáforas que elabora la gente son mesteres de juglaría. Dice Gabriela Mistral que el pueblo es la más hermosa criatura que Dios erigió. No olvidemos que el arte popular hizo la catedral de Notre Dame, Las Mil y una noches. También un tipo de postura territorial que va en esa dirección nos invita a renunciar a la autoría como manifestación suprema del ego hipertrofiado del escritor.
—José Miguel Varas tenía la teoría de que, así como hay una literatura nórdica, debiese también haber una literatura súrdica. “Hay correspondencia de paralelos en hemisferios contrarios. ¿Por qué no podría surgir de ella una correspondencia espiritual? ¿Por qué no paralelos literarios?”, se preguntaba, tras leer tus relatos de Puerto Peregrino.
—Varas siempre esgrimía ese argumento. Yo creo que revivía la tentación teórica de la antípoda. En todo caso es un proceso que deberíamos estudiarlo un poco más sistémicamente.
—¿Y en qué consiste esa «tentación teórica de la antípoda»?
—No puedo dejar de mencionar que me unió una enorme amistad a José Miguel Varas, escritor entrañable que fue extremadamente generoso conmigo. Varias veces le escuché sugerir esa idea de una literatura súrdica, no sólo como una sugerencia lúdica, sino también como la comprensión de los extremos en tanto argumentos desestabilizadores de un paradigma centralizador. La idea de Varas plantea de alguna manera explorar el mapa (no solo geográfico sino cultural) desde otras aristas y posiciones. Hay una abierta lectura política de lo que significa habitar la periferia del orbe, una barrialidad que asalta el poder central y lo lee desde su propia subjetividad.
—En 2015 ganaste el Premio Iberoamericano de Cuentos Julio Cortázar, en Cuba, por tu cuento Quillas como espadas, que surgió a raíz de un viaje que efectuaste a la Antártica. El relato trata de dos personas que navegan en un rompehielos acarreando una orquesta compuesta por animales, en un gesto romántico semejante a Fitzcarraldo que consiste en llevar la música hasta al lugar más deshabitado del planeta. ¿La literatura tiene algo por decir en torno a la Terra incognita, ese continente blanco que sentimos tan lejano?
—Es un premio que me llena de orgullo porque lleva el nombre de un colosal escritor y que porque lo entrega un país al que me une un sólido puente de admiración. En efecto, el año 2011 hice un viaje a la Antártica en el contexto de una residencia y llegar hasta ese sitio navegando entre hielos que parecían basílicas, fue acceder a un paisaje planetario donde el lenguaje parecía naufragar. La orquesta antártica y la flota plutónica representaban para mí un poema de la lejanía que traduce lo telúrico y esas quillas que cercenaban los ventisqueros del fin del mundo. De alguna manera estaba entrando en la Terra australis incognita, el continente que antes de ser descubierto fue imaginado y del cual también escribió, sin nunca conocer, Poe, Verne, Salgari, Lovecraft. Era para mí un imperativo dejar un cuento que otorgue musculatura a mi travesía.
—Para Coloane fue parte de su gran obsesión literaria: el enfrentamiento del hombre con su entorno. Parecían aventuras, pero eran verdaderos viajes físicos y morales. Miguel Serrano, en Quién llama en los hielos, sale en busca del oasis de hielo y expone la teoría de que a nueva Antártica será la vieja Atlántida. Es más, Serrano creía que en esa «sonrisa última» estaba una de las puertas para salir del planeta, el lugar en donde uno se reencontraría con sus ancestros muertos.
—Los gobiernos radicales, desde el 38’ al 52’, tuvieron una especial preocupación por la política antártica, fenómeno que se comienza a oscurecer con el peso de la Guerra Fría y posteriormente con la promulgación del tratado en 1959. Enviaron expediciones donde iría Coloane, Salvador Reyes, Serrano, Pinochet de la Barra. Les interesaba que los escritores generaran una ficción antártica. Francisco Coloane escribe Los conquistadores de la Antártica antes de viajar y sus páginas tienen algo de novela gótica, sobre todo en el capítulo del pingüino fantasma. Esta novela, que es continuación de El último grumete de la Baquedano, plantea un viaje hasta el continente blanco en homenaje al Presidente Aguirre Cerda, fallecido el año 1941. Un año antes había establecido los límites de Chile en la Antártica a través del decreto N° 1747. El caso de Miguel Serrano, escritor excéntrico y de una ideología nazi delirante, da cuenta de un viaje al continente blanco y lo homologa a un viaje esotérico hasta las raíces de la tierra, un universo ancestral donde combina cábalas, signos védicos y variadas fuentes mitológicas. Ambos autores pertenecen a la generación del 38’ y tuvieron un rol en el tópico antártico. Habría que sumar a la discusión el libro El continente de los hombres solos de Salvador Reyes.
—¿Podrías hacer un breve recuento de los imaginarios que dan cuenta de esa materia?
—Son muchos y bastante inacabarcables pero daría cuenta de tres momentos. Joseph Hall, un clérigo calvinista, escribe en 1605 un viaje imaginario a la Terra australis incognita y encuentra el continente blanco poblado de borrachos, excéntricos y alcohólicos. Con este viaje ficticio propone la idea que por más que se huya al extremo del mundo los pecados se repiten. Gordon Pym es una novela de Edgar Allan Poe donde un navío anda en la Antártica y se habla de un continente con hombres de raza negra. Tiene escenas de terror y canibalismo. Pym queda preso en los hielos. Julio Verne admiró tanto la novela de Poe que escribe La esfinge de los hielos donde una expedición viaja en busca de Pym y lo encuentra crucificado a su propio fusil en un glaciar que opera como una suerte de imán.
—Hoy pareciera haber un aumento de la consciencia de la crisis ecológica en el planeta. ¿Crees que se desplazará la humanidad hacia los extremos, crees que la Antártida se pondrá de moda? ¿No ha llegado el momento de avanzar desde un modelo de extracción mineral a un modelo de producción científica en investigación y tecnología asociada al cielo en el norte, a la agricultura en los valles, al viento en la cordillera, al agua en el sur?
—Chile es el paraíso de la economía extractivista y del saqueo, de la adoración al becerro de oro y del triunfalismo ramplón. El modelo de economía neoliberal establecido por los milicos y mantenido y perfeccionado por los gobiernos de la Concertación, de forma bastante filistea y cínica, son el guión de nuestra película nacional. Ese modelo fracasó hace rato, es un muerto que no sabe que está muerto. Hice una novela de abierta crítica a las salmoneras titulada Carabela portuguesa que rescata un hermoso e innovador proyecto del Presidente Allende: el ministerio del mar. Cuánta falta nos hace un ministerio del Mar. Neruda dijo alguna vez que el mar de Chile era como una universidad. Quizás debiéramos matricularnos allí, en ese gigante de agua y sal tantas veces saqueado.