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UN PASEANTE MERIDIONAL: EL PRIMER LIBRO DE ANDRÉS AZÚA

Por Óscar Barrientos Bradasic



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Cuando el biografema no es majadero pudiera ser en algún punto útil.

Conocí a Andrés Azúa en las aulas del Colegio Británico hace ya varios años, en Punta Arenas. Participó en un taller literario que dirigí un tiempo al que llamábamos La Bandada y del cual publicamos una antología que debe andar en alguna biblioteca ocasional. Me topé entonces con un muchacho lacónico y entrañable, amante del jazz, de humor gaseoso, que escribía poemas reflexivos, fragmentos de novelas futuristas e incluso una pequeña obra de teatro que finalmente montamos titulada Z987. También lo recuerdo cuando ganó un primer premio de cuento en un concurso de relatos marítimos que organizó la Hermandad de la Costa. Luego, cuando inició sus estudios de Antropología en la Universidad de Chile, fue parte del taller de Germán Carrasco y posteriormente en el de la Fundación Neruda. Este primer libro, entonces, tiene que ver con el ejercicio del taller, con la capacidad para cincelar palabras o fundirlas en el vientre de la idea como diría Aristóteles España. Vayan también las más sinceras albricias a la Liga de la Justicia ediciones que inaugura con este volumen una colección de poesía. Pero volviendo al punto anterior, en El subsuelo de la corona, los vocablos no sobran ni faltan, forjan su arquitectura conceptual buscando puntos de fuga como los ojos sin pupilas de las estatuas a las que el mismo poeta alude. El subsuelo de la corona es una tentativa donde los elementos del poema se solazan en el naufragio de la totalidad, esa inútil tragedia de los vientos, donde tiene cabida la imagen como punto de encuentro y llave del infinito, allí está desde el árbol erguido sobre el patio hasta el submarino del führer  varado en la playa o el busto de Grimaldi besado en la boca.

Tampoco es casualidad que en sus páginas rezume la tradición poética de Magallanes. En El subsuelo de la corona lo meridional es angular. La geografía que se deshace ante la mirada del transeúnte, el inagotable aliento de edades pretéritas, como en el poema Elegía del terreno baldío “Industrias desmanteladas en el despeñadero marino,/ las entrañas todavía útiles de un refrigerador”.

La ciudad de Punta Arenas con su posmodernidad urgente y desvengonzada, su paisaje entre melvilliano y victor huguesco, esa mezcla de paraje de Europa del Este junto a un mar cambiante que recuerda un poco la costa de Chiloé,  una urbe tan propensa a un casco histórico como el de cualquier ciudad europea, sus poblaciones laberínticas, sus semáforos de radiación solar al más puro estilo Fritz Lang, su río de las Minas llevando al estrecho no solo el detritus de la ciudad sino también los sueños rotos de la historia.

Lo extremo suele aludir al lugar donde no llega la mirada del testigo.  El subsuelo de la corona desgarra este apócrifo holograma y abre surcos en esos parajes gobernados tan sólo por el viento que castiga al habitante con su bofetada blanca. Poesía de trazos firmes donde un transeúnte escarba en la oscuridad de lo urbano, el paseante mordaz que se decide a bautizar de nuevo la ciudad, esta vez con los emblemas de una modernidad desencajada, siguiendo el rumbo de la ciudad bizarra que ha sido construida de cara al estrecho y en los cimientos de la vieja colonia europea. “Sus sillas de cemento fueron diseñadas para estar vacías/ Su forma desproporcionada pareciera esperar/ la llegada de otra raza/ que las usará como tronos para contemplar el mar”. Este libro dará que hablar al momento de estudiar los imaginarios de la región magallánica. De ahí que las imágenes de Andrés Azúa puedan asociarse a la inmediatez fotográfica que congela el peso de los recuerdos y una gran metáfora en torno al paso del tiempo. Su itinerancia por las calles habla de una poesía lúcida, capaz de desestabilizar los hemisferios del lenguaje y de sumergirse en las dudas como un nadador que bucea en el fondo marino buscando perlas, o si se quiere, un paseante que desnuda la modernidad en su andar.

En una ciudad como la mía donde los monumentos recuerdan gestas pioneras o en ocasiones, a genocidas que forjaron imperios económicos, resulta de un particular estremecimiento el poema Anuncio de inauguración de un parque, donde el deshecho industrial de la ciudad se convierte en un absurdo parque temático y quienes lo recorren proyectan el sentido cardinal de lo ruinoso, la inutilidad de los insumos que forjaron la industria no solo convertidos en un cachivache donado por un prohombre, hijo ilustre de la comuna:  “la hélice de un barco naufragado sirve de calesita/ -señal de vida: la hélice gira después de muerta-/ Los niños juegan a la escondida en oleoductos dadas de baja/ o escalan por el interior de una plataforma petrolera/ Las parejas se meten de noche a los oleoductos/ y de las entrañas de nuestras ciudades,/ la piel que viste el mundo”

Los poemas de Andrés Azúa sospechan del discurso oficial, de esa historia que- como bien señala Benjamin- se nos ha pintado a la manera de una cuerda sin nudos, como un transcurrir sin fracturas. De ahí esa persistencia en la imagen que desconfía de la postal y que apuesta principalmente por el silencio como en el poema Conejeando: “El columpio vacío en el parque/ insiste en su imagen:/ campanario en reposo del huracán”

Por ello es que quizás una parte importante de estos versos pueda asociarse al disparo del obturador, es un libro que registra en cámara super 8 la urbanidad austral, más territorial que provinciana, pero esta vez lo sucio está al servicio de lo telúrico, ya que en la figura del depredador aparece la Natura Personificada. Toda la erosión existencial de los crepúsculos incendiados de la Patagonia están impresos a fuego en sus diferentes hablantes, los que dudan, los que elaboran sentencias, los que se enredan en los falsos paraísos, ya no artificiales, sino descompuestos. Cito el poema Dilación de la gloria, aplazamiento del cielo: “Me lo encontré en Punta Arenas, tiempo después. /Habían pronosticado un temporal de lluvia:/ con horror contemplé el mar reducido a unos cuantos charcos./ La ciudad está vacía, pero él estaba en la esquina/ con un impermeable y una libreta./ Me saludó. Mira el mar, me dijo/ como queriendo decir eres joven/ yo soy viejo pero nunca había visto esto”

Es posible pensar que la corona a la que alude sea algo más que una alegoría y cobre la tensión de toda la ciudad meridional, la que viaja entre dos océanos y donde el sol sale por el mar. Las huellas del sueño fundacional se han vuelto una boca gigantesca que ha tragado vidas mínimas y la epopeya de la forja identitaria austral con sus operetas pioneras y discursos altisonantes oculta el pasado sangriento y ofrece un proyecto deshistorizador. Raymond Williams sostiene que las cartografías del sentir están mucho más allá de las matrices preponderantes en una obra literaria ya que la eventual estructura de sentimiento [idealización del pasado rural que delataría un “profundo deseo de estabilidad”]  Desde esta premisa no sería aventurado afirmar que en el subsuelo opera la verdadera ciudad, la construida como cimiento de la catedral y el museo histórico, incólume al paso de las edades y cargada por los rostros anónimos que la construyeron, como en el célebre poema de Brecht.

Andrés Azúa ha escrito un libro revelador, preciso en su factura, una katana que corta el aire helado de la tarde austral, donde la Patagonia urbana tiene un sitio, una ventana al abismo donde el viento entra desde el mar a las calles de la ciudad más austral del planeta y se funde con el habitante, se nutre con los derroteros de la memoria, reescribe desde la duda y el escepticismo, las imágenes que el tiempo nunca borra del todo.


 

 

 

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Un paseante meridional:
El subsuelo es de la corona, primer libro de Andrés Azúa.
Por Óscar Barrientos Bradasic