Caigo en la provocación de ensayar esquemas al momento de recordar la década de los noventa.
Hacer sentencias o silogismos nunca ha sido tarea fácil ni para los profesores de lógica. Se fuerza demasiado el software del alma, uno se pone demasiado categórico, y el perfecto mecanismo del espejo se vuelve autocompasivo. No es un ejercicio de asociaciones, ni una tentativa para decir algo ingenioso. Son solo oraciones que se colocan en la página en blanco como cuchillos en la mesa del verdugo:
Escribir desde la provincia es difícil.
Los escritores de provincia no existimos para el canon metropolitano.
La provincia es un buen laboratorio pero un pésimo cenáculo.
Los escritores de provincia deben escribir solamente desde su territorio. Solo vendiendo patrimonio y souvenirs lograremos conquistar el mundo. (Lluvias sureñas y palafitos, frasquitos con arena del desierto, jarroncitos de pomaire, lanchitas maulinas, indios pícaros)
Lo mejor que puede hacer un escritor de provincia es irse a Santiago como Martín Rivas.
El sur es un espacio poético diferenciado o más bien un caballo desbocándose en un acantilado.
Matta dice que surrealismo es mirar hacia el sur.
Así como hay literatura nórdica debiera haber literatura súrdica.
Magallanes tampoco es el sur. Es el sur del sur, o sea el Austro.
Creo que me repito como un viejo de mierda. Que me atraganto con el té que me dan la liebre de marzo y el sombrerero loco, aquí en un bar puntarenense kitsch y con lejanos diseños selknam. Toda una etnia reducida a una caricatura para saciar el apetito de exotismo de un turista, sobre todo en esta ciudad cuyas calles tienen nombres de genocidas y explotadores, la urbe colonizadora y pionera extiende su manto de amnesia sobre los dioses pretéritos que se lleva el viento rumbo al estrecho, el paso que une los dos océanos.
Llevamos en nuestros bolsillos el equipaje de varias épocas. Empiezo de nuevo.
Ser escritor es difícil.
Ser escritor en los noventa fue difícil.
Ser escritor en los noventa viviendo en provincia fue más que difícil.
Ser escritor en los noventa viviendo en la ciudad más austral del mundo era tener vocación de suicida.
Los noventa fueron años perdidos, un insano cóctel de triunfalismo, complacencia y depresión.
* * *
El Carnaval de Invierno se aproxima a pasos agigantados y por las calles de Punta Arenas circula ese espíritu jubiloso que anticipa la fiesta, el desenfreno, las batucadas que vendrán, los carros alegóricos y su prolongación en el telón del amanecer, ese telón que me saluda esta mañana bajo el espejismo del estrecho con sus olas frías.
Debiera estar contento y sin embargo, me encuentro melancólico. Sé que la estridencia arropará la bellota del silencio que duerme en el centro de la ciudad austral. Intento comentárselo a un amigo, pero éste me explica que los cielos grises, que la falta de luz, que la inmediatez de la oscuridad nos pone a todos un poco pensativos, que tome flores de Bach, que haga yoga, que lea un libro de Pilar Sordo.
–No, no es por eso-le digo- es por la dimensión demasiado tajante de lo perdido, es por lo irremediable del pasado.
Mi amigo me mira con extrañeza, sorbe un poco de su schop. –La cerveza le avinagra las ideas- declara luego- Se me bota a filósofo, compadre.
Pero yo creo que uno a cierta edad debiera perdonarse algunas cursilerías.
En Punta Arenas, los carnavales de invierno son descendientes de las antiguas fiestas de la Primavera. Mi madre fue reina de los Tijerales Universitarios cuando estudiaba en el Instituto Comercial. No obstante, los carnavales se volvieron a instaurar en el nuevo formato a comienzos de la década del 90, prácticamente con el inicio de la democracia. Antes de ello, los magallánicos andábamos buscando el espacio de reunión festiva en otros lenguajes, en tímidos y anodinos mitines. Yo era un adolescente cuando aquello y este anuncio de un nuevo carnaval trae oculta una reminiscencia.
Eran los tiempos del café Garogha y la discoteque Eclipse, de los helados Tito, de los comics de Marvel, de los cassettes pirateados de la trova cubana y Los Prisioneros, de un Punta Arenas con olor a puerto, de una fiesta democrática que prometía la alegría, la gran casa construida por todos y no las mediaguas que proliferaron en las poblaciones a raíz de uno de los desbordes del río de las Minas que parecía tragarse las avenidas.
Insisto, ya es hora de perdonarse ciertas cursilerías.
Si pienso en ese tiempo no puedo dejar de recordar a una muchacha de cabello claro y nariz respingada. La historia del primer amor no debiera tener retórica ni trampas narrativas. No éramos Tristán e Isolda, Ulises y Penélope, Abelardo y Eloísa. Nada eso. Eso no quiere decir que no hubiese contrastes: A ella le gustaba bailar y yo bailaba (bailo) como si anduviera pisando cucarachas; a ella le atraía la música en inglés y a mí en español; ella era (es) de derecha y yo era (soy) de izquierdas; yo estudiaba (por decir algo) en un colegio de curas, de cuyo nombre no quiero acordarme, y ella en un colegio particular cuyos dueños era unos sátrapas que lo llevaron a la bancarrota; ella soñaba con recorrer el mundo, yo deseaba con urgencia la felicidad histórica mañana mismo al despuntar el día; a ella le gustaban las telenovelas mexicanas y yo escribía unos torpes poemas y cuentos que terminaron en los cementerios del olvido. Se llamaba Andrea y ahora es ese recuerdo que antecede al carnaval.
No es la primera vez que aparece su imagen en mis evocaciones, recuerdo que cuando estudiaba literatura en la universidad, nos enseñaron un poema de Enrique Lihn que se titulaba “Para Andrea” y se ajustaba mucho a su personalidad: “Ella baila con sus alas de artista/como una gitana al son de violines húngaros/y no se detiene dos veces en la misma flor.//La mariposa no puede recordar que ha sido oruga/así como la oruga no puede adivinar que será mariposa/porque los extremos del mismo ser no se tocan”.
Recuerdo que con Andrea salimos a celebrar el triunfo de Coco Colo en 1991 por la Copa Libertadores de América en la final contra Olimpia de Paraguay. (Otra diferencia, yo soy de la U). Pero la ocasión ameritaba y la ciudad fría, con sus avenidas de acero parecía inundada de una euforia pocas veces vista. La alegría es un fenómeno transitorio, no se puede prometer como estado permanente. La felicidad es una ventisca que se deshilacha y que a sus anchas, se lleva algo de nosotros.
Desde la ventana de su departamento (al lado del actual casino) vimos los juegos artificiales de año nuevo que decoraban la noche portuaria y nos prometíamos ingenuamente un porvenir repleto de sueños. Esa es la pirotecnia del primer beso. Su sonrisa contagiosa y chispeante, su persistente voluntad por tragarse la vida, ahora es un recuerdo que antecede al carnaval.
Intento decírselo a mi amigo, pero él me insiste que se viene el Carnaval de Invierno, que tome flores de Bach, que lea a Pilar Sordo. Pero yo le respondo que nunca pensé que recorrería lejanos países de cielos degradados y que siempre volvería a mi ciudad, para saborear ese frío que el silencio dosifica en las líneas de la crónica. No sé si Andrea aún mira telenovelas mexicanas y si finalmente recorrió el mundo, sólo sé que hace años que no vive aquí y por ende, se perdió varios carnavales de invierno. Creo que en esa muchacha despreocupada y festiva habitaba la geografía de mi adolescencia, ese irrepetible apetito por la totalidad que sentimos cuando estamos enamorados o creemos clavar la bandera en el corazón de la utopía. Antes de los horarios y las frustraciones, de la época en que nos acoplamos al rebaño, del conformismo que nos imprimen los ceros, las colas en los bancos, el hastío de comprar regalos para gente que nos cae mal.
Pronto los carros alegóricos volverán a desfilar por las calles asoladas por el inocente estero que las lluvias volvieron un mar negro, igual o peor que en el 90. A lo lejos, el estrecho aplaca con su vaivén el canto de los barcos que se hundieron en sus aguas llevándose también los sueños fundacionales de sus tripulantes.
Es que el invierno tampoco tiene propósitos en la naturaleza descomunal que lo circunda. Lo importante siempre será el viaje, la mantención de las contradicciones, el triunfo de la paradoja. Cuando acontece nuestro tradicional carnaval de invierno vemos carros alegóricos con hombres disfrazados de personajes exóticos y extemporáneos, de piratas, cowboys, animales o vampiros. Me llega a dar frío ver a esas hermosas mujeres prácticamente desnudas bailando al son de batucadas mientras cae la nieve, como si estuviésemos en Río de Janeiro.
Recuerdo un carro alegórico del Hospital Psiquiátrico donde los internos simularon un manicomio y el siquiatra (con maravilloso sentido del humor) iba vestido de Napoleón. También queda en mi memoria una gran pirámide egipcia de papel maché con faraones, odaliscas y palmeras de cartón que emergía desde la camada en medio de la intensa nevazón. Imaginé por unos instantes cómo sería un desfile de esta naturaleza por las calles de El Cairo donde el carro alegórico fuese un iglú con esquimales o unos ovejeros haciendo un cordero al palo y jugando truco. ¿Llevaríamos también el invierno en medio de esas calles castigadas por el sol? ¿Fundaríamos en esos ojos que no nos conocen el borrascoso país que emerge en medio del océano?
-En un par de días comienza el carnaval de invierno- me dice me amigo mientras caminamos por avenida Bulnes cerca del monumento al Ovejero.
-También se lo perderá Andrea- me digo subiendo las solapas de mi abrigo- No hay paraísos. Únicamente los que construye la memoria. Cuanto más transcurren los años, los recuerdos parecen más hermosos.
* * *
El balcón de la Moneda. Allí está como una puerta dimensional, el stargate de Chilito, la balaustrada republicana donde los presidentes exhiben a la multitud una impronta, un deseo o un pacto. O las tres cosas juntas. No es una idea desechable creer que en ese rectángulo respira el aliento de una época, una fotografía que embalsama el recuerdo y que carga de muerte el disparo del obturador.
La imagen de Salvador Allende y Fidel Castro es una de las más emblemáticas. El presidente prometeico que terminaría inmolándose con su proyecto de socialismo democrático junto al carismático y barbudo abogado que había descendido de la Sierra Maestra el año 1959 para demostrar que el mito podía erigirse en la tierra desde una pequeña isla a noventa millas de la gran bestia imperialista. En esa imagen conviven también la vía reformista y la vía armada, ambas respetuosas de sus fronteras, pero expectantes. Una de terno y corbata y la otra con traje verde olivo de guerrillero.
En la mañana del sangriento golpe militar de 1973, en ese mismo balcón, un rato antes que tanques y aviones atacaran el Palacio de Gobierno, Allende se asomó. Unos estudiantes secundarios le gritaron “Deles duro, Presidente”. Quiero creer, por candidez o por tímido optimismo, que algo de ese diálogo aun flota en las protestas estudiantiles actuales.
También tenemos a Augusto Pinochet con Juan Pablo II. El tristemente célebre dictador chilensis, mezcla de Franco, Darth Vader y Pedro Urdemales saludaba a la muchedumbre junto a Karol Wojtyla, el pontífice polaco conservador tan cercano al Opus Dei «una milicia armada de la mejor manera para la batalla espiritual, gracias a una más severa disciplina». Curioso era ver al heredero de San Pedro saliendo de farra con el lobo. Era 1987 y gracias a las gestiones de Angelo Sodano, el Papa visitaba Chile legitimando en cierta medida la autoridad militar. Nunca nos quedó claro si era un Mensajero de la Vida o un Mensajero de la Paz cuando se marchó en su avión blanco amarillo como el cinturón de un novato karateka. Tiendo a creer que las amistades se cultivan, ya que en 1998, Juan Pablo II intervino ante el gobierno británico para que liberaran a Pinochet en Londres, acusado de múltiples crímenes por el juez Garzón. No era el único que pensaba así, también lo creían figuras tan prominentes como José Miguel Insulza y Joaquín Lavín. El catecismo ecuménico funcionó y el senador vitalicio cumplió el milagro parándose como un resorte desde su silla de ruedas, luego de pisar suelo chileno al compás de Lili Marleen.
Inolvidable la fotografía de Eduardo Frei Ruiz Tagle con Marcelo Ríos. Eran los noventa saludando en el balcón de la Moneda. Allí estaba el presidente apolítico, de los fast track y la crisis asiática, ingenieril y empresarial. Su oratoria distaba mucho de los discursos de la Patria Joven que encarnó su padre y más bien recordaba a esos porteros antipáticos que no quieren prestar la cancha del colegio para jugar a la pelota. Hombre práctico este señor. En 1973, formando parte de la empresa Sigdo Kopper había donado a las autoridades militares cinco días de sueldo de sus trabajadores para apoyar la “reconstrucción nacional”. Ahora prometía desarrollo y eficiencia.
A su lado, estaba el Chino Ríos, el zurdo de Vitacura que había derrotado a Andre Agassi, luego de una épica jornada, constituyéndose en el primer iberoamericano en coronarse como número uno del mundo. Naturalmente se trataba de una inmensa felicidad en el contexto de un país donde las glorias deportivas engrosan la historia nacional de la baja autoestima. El tenista había popularizado la frase “No estoy ni ahí”, máxima radical de no meterse en problemas políticos ni sociales, pero ser el mejor en la especialidad que escojas. El Chino Ríos se había preparado desde la infancia para ser el mejor tenista del mundo, en cambio, a Frei le cayó la banda presidencial un poco por accidente, se preparó para ser un buen empresario y terminó pastoreando una democracia inconclusa.
No se requiere un ejército de semiólogos para ver fotografías como esta.
-Entrena para ser el mejor en silencio. Deja que gobernemos por ti- esa fue la inducción de los noventa- Más pragmatismo, menos retórica. Frota la lámpara indicada y vendrán las mujeres, la fama, las lucas.
Dejar a un país sin historia no fue tan difícil.
Así fue el carrusel de precios en tiempos de los Frei, Menem, Fujimori, Salinas de Gortari, que giraban felices montados en sus caballitos, proponiendo reformas cosméticas en cadenas nacionales aburridas, en cumbres perfectamente olvidables, aduciendo que la pobreza y la desigualdad son consecuencias del desarrollo. Qué barata fue la subasta. Qué corta era la medida de lo posible.
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Más allá de la Zona de Contacto, de Fuguet y la nueva narrativa, de algunos luchadores de los 80 que tomaban sus cargos cobrándole su sufrimiento a la vida y sacando en cara sus medallas a los más jóvenes, de los retornados, del volcán Hudson escupiendo flatulencias de ceniza, de la canonización de Sor Teresa de los Andes, del INJ y la Tarjeta Joven que no servía para nada, de Trampas y Caretas o Jaque Mate, de la privatización de las sanitarias, de los sobresueldos, de los matinales, de Sábado Taquilla, de los programas de televisión donde pesaban a los gordos, del casamiento de Cecilia Bolocco, de Pinochet tomando chicha en cacho con el Presidente Aylwin, más allá de todo ello, habían pueblos abandonados, provincias que naufragaban en el mapa, pequeñas perplejidades geográficas, sucursales del infierno donde no llegaba la Cámara Viajera de Don Francisco.
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Quizás los carnavales tristes son necesarios para entender la melancolía nacional. La erosión de la vida y el resentimiento son también un fermento, el caldo crepitante donde hierven las sensibilidades de una época.
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También hay consensos. Los camiones militares que desfilaban por las calles durante el ejercicio de enlace (1991) con militares de boinas negras y caras pintadas no eran carros alegóricos.
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En una oportunidad, la Primera Dama de la Nación, Martita Larraechea lanzó en el mercado una colección de juguetes. Se trataba de Barbie vestida de hacendada maulina y de Kent con atuendo de huaso pituco. “Debemos potenciar los valores nacionales”- dijo orgullosa en una conferencia de prensa junto a los ejecutivos de Mattel.
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Manuel Andrade Leiva es un escritor chilote - magallánico de tiempos pretéritos, perdido en la noche de los tiempos, a cuyos libros es muy difícil acceder, ya que nunca se reeditaron. Firmaba con el seudónimo de Mandradel. En escritos satíricos allá por la década del 40 proponía que el Estado subvencionara al Caleuche para conectar Magallanes con Chiloé, ya que aquel barco era tan rápido como eficaz y en su cubierta se celebraba una opípara fiesta.
Curiosa vigencia adquieren las reflexiones de Mandradel. El puente del Canal de Chacao, que conecta Puerto Montt con Chiloé, resultó siendo casi una figura mitológica. De partida porque no existe, aunque muchos dicen que va a existir. Incluso los cuantiosos recursos que se invirtieron en él parece que ya tampoco existen. Como los trenes de EFE que terminaron siendo trenes fantasmas porque se fueron anda a saber dónde.
A esas alturas el Estado también había entrado en algo así como la ficción, como la no existencia.
Me vendría bien a esta hora un artículo de cierto bardo antropólogo, experto en surologías, que afirmó (esto es interesantísimo) que ese puente convertía a Ricardo Lagos en un nuevo Duchamp porque había repensado las leyes estéticas contemporáneas logrando lo que ningún artista en tiempos pretéritos: unir la cultura vernácula con el continente citadino y populoso. Durante los noventa escuché a mucho funcionario -estilo vate folk con look de “Perros de la calle”- que se las daban de integrados en nuevas políticas culturales, hablando de su pasado revolucionario setentero como si hubieran protagonizado El Señor de los Anillos. –Nos faltó tiempo para llegar a la revolución- reflexionaban. Ahora hablaban de comunicación citando frases de Fernando Flores y estaban fascinados con los celulares.
Pero volvamos al artículo. Es una pena no leerlo ahora. Desgraciadamente perdí ese texto (junto con el puente a todo esto).
Digamos que existió en el trecho noventero una particular forma de entender la conectividad desde el mito. Puentes que se cayeron o nunca existieron, trenes que viajaron un par de veces y que luego terminaron desguazados.
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La palabra “carnaval” etimológicamente quiere decir “celebración a la carne”.
La palabra “invierno”, si en vez de “v” le ponemos una “f” ya saben como queda.
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Igual los noventeros que vivimos la mayor parte en ciudades periféricas, garrapeteando nuestra escritura merecemos una medalla. Aunque sea de materiales innobles como la lata. O al menos una botella de whisky comprada en las ofertas de Zona Franca. Haber sido estelares en un teatro inexistente tuvo su espacio en la penumbra. La alcantarilla y el tedio no fueron tan mala escuela. De esta manera, podemos convocar con tranquilidad a los dioses de la basura o quejarnos de puro gusto, sin aduanas ni visados de nadie. No solo sobrevivimos a una dictadura en la infancia sino que nos tocó una democracia tutelada e infantil, aburrida como un caballo de fotógrafo.
O podemos calzar nuestros disfraces y subirnos a los carros alegóricos del carnaval de invierno. Lo digo en buena, aquí, en un bar puntarenense kitsch, escuchando a unos tipos jugar truco vestidos de gaucho. En mi ciudad, en lugar de pokemones o emos, hay tribus urbanas martinfierrescas.
Pero paremos la cantinela quejumbrosa, que el sol seguirá saliendo por el estrecho y su luz viajará todo el día por la ciudad hasta encontrar la noche en los cerros. Si el tango afirma a pie juntillas que veinte años no son nada, una década nos despeinó un poco.
En una de esas, nunca es demasiado tarde para perder la ingenuidad. Quién sabe.
Nos quedan algunos carnavales de invierno para averiguarlo.
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EL TRISTE CARNAVAL DE INVIERNO DE LOS 90
Óscar Barrientos Bradasic