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        El zapato perdido de la Marilyn: Un viaje al puerto de la ensoñación
          Autor: Eric Goles. Lom Ediciones, 2008, 134 págs. 
        
          Por Oscar Barrientos Bradasic 
          
          
            
        
             
            
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        Antofagasta se nos  aparece en la sinfonía del territorio como un enclave donde la salinidad y las  olas furiosas besan el espejismo del desierto chileno. Desde que Andrés Sabella  describiera el puerto como ese espacio telúrico y patente en la imagen de los  pescadores enarbolando la proeza del océano con su hermosa descripción “las  redes tiemblan lo mismo que una marea siniestra, detenida, ahí, para el ojo del  cielo”, se ha tornado un escenario donde la literatura ha puesto su ojo de  halcón como una cantera inagotable de historias y poesía.
         El zapato perdido  de Marilyn (Lom Ediciones, 2008) de Eric Goles es una novela que viene a  ensanchar el mosaico de aquel imaginario nortino. Bildungsroman y relato aventurero a la vez,  narración donde las pinceladas de la autobiografía matizan el camino  fundacional de un joven en busca de sus bases existenciales, asombrado ante una  ciudad que de pronto se erige como un teatro, donde el histrionismo y la  utilería de la remembranza alcanza momentos narrativos altos, de gran  intensidad. 
         En aquel puerto de gaviotas vocingleras y donde el mar disimula su  furia de gigante ancestral, un adolescente, preso del escozor de la  adolescencia, descubre en la diva del cine hollywoodense, Marilyn Monroe una  evocación y un señuelo al unísono, un fantasma lejano y sensual que de repente  se le ocurre aparecer en sus fantasías para recordarle la materialidad urgente  de las ansias. Por otra parte, el descubrimiento del ajedrez con su enroques y  gambitos, le ofrecen la singular configuración de un modelo a seguir, un ídolo  donde la inteligencia se torna casi un gesto romántico, José Raúl Capablanca,  el ajedrecista cubano que acostumbrada a ejecutar estrategias donde combina la  precisión con la belleza a la manera de dos almas unidas en matrimonio. 
         También asoma el poeta del pueblo, Canales Brown, hombre retórico de  veladas y transeúnte de la noche de los tiempos, que enarbola su melancolía  como la bandera de los desesperados. El tratamiento de la provincia es siempre  lúcido y la prosa de Goles es ágil, siempre dotando a sus personajes, tanto de  una profundidad abismal como de una ternura que los humaniza a la luz de sus  sueños. 
         Es que el muchacho que lleva en su morral el asombro más primero  entiende que la vida lo dejó en ese puerto para descubrir los hologramas que le  arrojan, entre lo onírico y lo real, arquetipos que vienen de otras latitudes,  de otros tiempos, espectros tutelares del cine, de revistas y folletines que lo  visitan para decirle que su presente vivencial es solo un fragmento en un zarpe  que se acerca. En buenas cuentas, el zapato de Marilyn como esa flor de  Coleridge, prueba tangible que se pasó por el mundo de los sueños o por la  dimensión de las alegorías. 
         Otro aspecto que la novela desarrolla magistralmente, es Lety, la madre  del protagonista. Se trata de un personaje entrañable que conecta el pasado del  viejo puerto con las historias del radioteatro, un intersticio donde las  palabras construyen la realidad en la caja de resonancia siempre reveladora de  los libretos y lo declamatorio, allí donde Medora y Juan del Diablo encarnan  los abecedarios de la ensoñación. 
         Eric Goles tiene  a su haber una  novela de impecable factura, polifónica y extremadamente amable con el lector.  Su estilo narrativo y riguroso trabajo en términos de lenguaje ofrece un relato  dinámico y a la vez experimental, donde se accede a una sensación directa del  paisaje que traduce un mundo alucinado y desconcertante que de pronto se  estrella con la realidad más profundamente humana, una provincia donde los  sueños se toman licencias con sus personajes, un puerto donde la nostalgia  juega a los dados con el infinito.