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¿Dónde estabas, dulce sol?

Oscar Barrientos Bradasic




 


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Anaxágoras, el célebre filósofo y geómetra jonio que vivió alrededor del 450 d. C fue encarcelado  por denunciar que el sol no era en absoluto un  dios, sino una enorme bola de fuego  y argumentó que la luna se reflejaba en él. Para la cosmovisión griega, Febo (es decir el sol) era un dios que conducía carrozas de fuego de horizonte a horizonte. Según reza el mito, Febo alguna vez prestó el encendido  carruaje de caballos como antorchas a su hijo Faetón, y éste en forma imprudente, no pudo controlar la fuerza de las riendas y arrojó las lenguas de calor a una parte de la tierra que denominaban África, de donde ellos explican que viene la raza negra, es decir, rostros bronceados por el poder del fuego.

Pienso que en la curiosa representación griega y en el encarcelamiento de Anaxágoras radica un importante aserto: La confrontación entre mito y ciencia.

La masa incandescente, la estrella espectral, la colosal esfera de gas que gira y arde interminablemente, el astro rey, el círculo de fuego que reposa en el cielo, constituye un verdadero monumento a la grandeza y de manera muy particular, el prodigio de la creación.  En la cosmogonía selknam, Krenn era el dios del sol y estaba ligado a la virilidad, al encuentro y huida con su anverso la luna, lo femenino. Es curioso, pero en otros sistemas lingüísticos y simbólicos es al revés, de hecho en alemán, la luna es masculino y el sol, femenino.

Y a su vez, los significados con que se ha ido dotando a este singular vigía de nuestros cielos. “Contemplad la pureza divina de la mañana… Esta prodigiosa sonrisa, el sol. El sol, esta flor de los esplendores infinito” dijo alguna vez- no sin asombro- Víctor Hugo, el gran poeta cívico del siglo XIX.

En Magallanes, se trata de un habitante esquivo que apenas el día despunta- con su barco de luces- vemos emerger desde el mar. Allí, al igual que nosotros, el sol se lava la cara para despertarse. Por momentos, parece ocultarse y en ocasiones es un sol de adorno, similar al dibujo de un niño, un astro que se pega como un botón en el manto del cielo. Quizás eso nos convierte a los magallánicos en seres melancólicos e invernales, pálidos a veces, que extrañamos el calor que emana desde el cielo.

Van Gogh plantea algunas ideas en torno a este conflicto: “Es un hecho que, en la vida, el bien es una luz situada a una altura tan grande que parece natural no poder alcanzarlo… Si la luz es el símbolo del bien, de lo bello, de lo verdadero, la fuente luminosa por excelencia - el Sol - sólo podrá ser Dios”.

Y sin duda, Punta Arenas se ha vuelto una ciudad digna de una novela de Isaac Asimov o de una película de Lang al advertir los semáforos solares para prevenir el dañino influjo de los rayos ultravioleta. De esta manera, el sol que nos alumbra – mezquinamente durante gran parte del año- es también una entidad amenazante, un enemigo de nuestra dermis, un accidente ingrato y majadero. La capa de ozono, cada vez más debilitada, y el fenómeno del calentamiento global, hace rato que ya dejó de ser sindicado como delirios alarmistas, sino que se acercan a una realidad rotunda y aplastante.

Pero los símbolos y las palabras estuvieron siempre allí para ser ocupados, para recrear los viajes del alma. En La Celestina, Melibea le pregunta a Calixto: “¿Dónde estabas, dulce sol?” Yo también me he preguntado eso. Creo que todos los magallánicos nos hemos preguntado un poco eso. Nos aferramos al invierno como una actitud épica de resistencia a los elementos pero sonreímos cuando por la ventana ingresan los rayos solares con el anuncio de la primavera.

Y al cabo de un tiempo, el calor se nos vuelve un invitado odioso, como una visita que nos llegó desde el norte y se queda un tiempo más que prudente. Así tratamos de echar a escobazos ese sol redondo y sonriente, dándole la bienvenida al espíritu de la tempestad. –Vuelve al cielo- le decimos- ya cumpliste tu promesa de besar con tu luz las dimensiones de mi casa. El sol, entonces, se asemeja a un recuerdo, con su implacable presencia en nuestras vidas.

Cuando yo era niño, mis padres nos llevaban todos los años de vacaciones a Puerto Madryn. Mi madre decía que íbamos en busca del sol. Era una verdadera odisea cargar un vehículo con fragmentos de la casa magallánica y emprender rumbo, desde el ventoso Punta Arenas, por la extensión de la hermana república argentina, atravesando Santa Cruz hasta llegar al Chubut, donde se aparecía ese balneario besado por el espejismo del mar. A medida que avanzábamos hacia el norte, iba el imperio de sol apareciendo con mayor presencia, hasta ejercer su ilimitado dominio, hasta enrojecer o broncear la piel.

Pocos poetas han sido tan asertivos como Octavio Paz para hablar del sol, será quizás porque todo mexicano muy secretamente invoca a la idea prehispánica que en esta tierra han existido cinco soles, estadios por donde gravitan las eras y los espacios infinitos:

un sauce de cristal, un chopo de agua,
un alto surtidor que el viento arquea,
un árbol bien plantado mas danzante,
un caminar de río que se curva,
avanza, retrocede, da un rodeo
y llega siempre:
                       un caminar tranquilo
de estrella o primavera sin premura,
agua que con los párpados cerrados
mana toda la noche profecías,
unánime presencia en oleaje,
ola tras ola hasta cubrirlo todo.

Por ello, el sol, nuestro invitado de honor en el verano magallánico es protagonista y destino de nuestros días. Ahora que lo pienso, no se equivocaba Anaxágoras ni tampoco la mitología griega; el sol siempre será nuestra búsqueda y nuestro peligro, el puño de fuego que arroja sus rayos ultravioletas, pero también la fuente de vida, ese amigo que los magallánicos esperamos ansiosos durante el año, pero que después insiste en negar la melancolía y dar curso a la noche del espíritu, esa que alimenta nuestras reflexiones y caminatas. Preguntamos por el- tal como Melibea reclama el amor de Calixto- como un tesoro largamente esperado. Allí donde empieza la crónica.



 

 

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