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Una novela para rearmar el ser maulino
“Asesinato en la Cancha de afuera”, de Óscar Bustamante. Editorial Sudamericana Chilena, Santiago, 1994.
Por Bernardo González Koppmann
Diario “La Mañana” de Talca, 23 de octubre de 1994.
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Este autor talquino nace en 1941; pasa largos años en Inglaterra y se recibe de arquitecto en la UC de Santiago, donde ha ejercido como profesor o académico por más de una década.
“Asesinato en la cancha de afuera” constituye su única novela, la cual ha sido muy bien recepcionada, tanto por el público lector como por la crítica especializada. Óscar Bustamante participó en el II Encuentro de Escritores Maulinos en Huilquilemu (1994), ocasión en la que nos dejó su obra para el Fondo Literario “Manuel Francisco Mesa Seco”. Para el Tercer Encuentro próximo se anuncia la exhibición de un video documental sobre el río Maule que realizó en conjunto con sus hermanos Juan Carlos y Patricio, material muy valioso para los investigadores de estos temas regionales.
“Asesinato en la cancha de afuera” es una novela estructurada según el perspectivismo, modo narrativo utilizado por García Márquez en “La Hojarasca”, entre otros, y que se caracteriza por presentar puntos de vista yuxtapuestos referidos a una misma realidad, ofreciendo versiones distintas de ellas y que, por adición, configuran una imagen del todo.
El hecho objetivo que da el motivo de la narración es aparentemente muy simple: durante una fiesta popular campesina es asesinado el joven carretero Senón Osorio de una certera cuchillada, justo en el momento cuando se produce un corte de luz. Y sobre este episodio se despliegan los dimes y diretes de diez personajes vinculados de una u otra manera con los hechos. Está ambientada en Lavaderos, localidad ubicada a orillas del Maule, en un lugar dotado de antiquísimas costumbres rurales, aunque permeables a los artefactos de la modernidad; y este entorno servirá de escenario bastante realista, pero no caricaturesco, a la ficción mencionada.
Cautiva la pulcritud sicológica de los personajes que con breves retazos adquieren personalidad y voz propias para contar e interpretar, cada cual a su manera, los sucesos en cuestión. Así se configura un mosaico inconcluso, un puzle de múltiples variantes que, capítulo tras capítulo, adquiere nuevos matices donde el lector debe continuar la plasmación de un retrato bastante hablado, no ya del asesino, sino de las ocultas motivaciones sicoanalíticas y sociológicas de los protagonistas, evidencias con las cuales intentaremos desentrañar las causas de conductas vernaculares y soliloquios sagaces de los lugareños.
Uno de estos personajes, acaso el más culpable, cuando no el más sensato, declara: “…Más me interesa el trasfondo que implica la desgracia, las raíces, el comportamiento de las personas de las que hemos estado hablando. Aquí, una muerte tiene verdaderamente poca importancia…”. Dejemos que el caso lo resuelva la policía, parece decir, pero lo trascendente es reconocernos herederos de una relación con la tierra, desgarradora y amorosa a la vez. Otra protagonista se preguntará: “¿… Cómo yo podía encontrar hermosos estos rulos cargados de litres y de espinos…?”. Y quien resuelva esta interrogante acaso obtenga respuestas que iluminen (o apaguen) el sentido subyacente de los acontecimientos. Despejar la incógnita arraigo-desarraigo ayuda a entender este caso, y también a entendernos a nosotros mismos. Y aunque lamentemos la muerte de Senón, nos reconforta anímicamente el descubrir las razones profundas, humanas, telúricas, últimas, del absurdo asesinato.
Hay un recurso que está muy bien empleado en la novela; ese monólogo de cada hablante, más que interior, exterior, donde por arte de magia tanto culpables e inocentes “dialogan” con un interlocutor mudo que no es consignado por el autor, no es registrado. Así, cada emisor narra su versión como si hablara solo, con un espectro, o con un lector receptor no cómplice, sino más bien paño de lágrimas. Y nos vamos involucrando emocionalmente con víctimas y victimarios, y lo peor - o mejor - de todo, creyendo las diez versiones tan contradictorias entre sí, las que escuchamos arrobados como confidentes privilegiados.
Tendríamos que reparar como falencia, que perfectamente podría pasar casi desapercibida de esta novela, el empleo de algunos vocablos usados por los campesinos - “estética”, “bochorno”, “cinema” -, lo mismo ciertos parlamentos, demasiados profundos para seres casi elementales, aunque graciosos y ladinos (léase Ciro Culenar). El autor paternalmente les atribuye a sus personajes cualidades idealistas e intelectuales que distan mucho de ser moneda de uso corriente en las conversaciones de los rústicos pueblerinos mauchos. Pero como contrapartida abundan aciertos expresivos, tales como los siguientes: “Las miradas no necesitan hablar”, “Con el tiempo la lengua se suelta”, “Andar odiando es un rumor que le achica el estómago al hombre”, “Relajá anda la cosa”, “Por aquí todo es más lento”, “Siempre habrá cosas hermosas que recordar” y otros que denotan sencillez y sabiduría rural. Los chilenismos intercalados en forma precisa y necesaria vienen a renovar un lenguaje que en los mayores se anquilosa, aunque, justo es reconocerlo, en algunos casos salva la oración gramaticalmente hablando con gracia y donaire.
Talento natural a raudales tiene Bustamante para calar en cada personaje y hacerlos verídicos y veraces a tal punto que, aunque disímiles todos, unos y otros tejen el ethos de Lavaderos. Gran aporte en la búsqueda del ser maulino, este pequeño pero cabal texto donde reconocemos pícaros y sensatos, casquivanas y honestas, mañosos y humildes, con quienes nos toca tratar día a día. De esta forma se fragua, se construye, en las mismas brasas (que no podemos decir aguas) la lengua del pueblo, uniendo, fusionando, la parsimonia secular de un cura andaluz que ha envejecido en estos lomajes ribereños con el rock metálico que un joven campesino escucha en FM por personal etéreo en la cárcel de Talca. Ambas manifestaciones culturales, situadas en las antípodas de nuestra historia, conviven bajo el mismo cielo y sobre las mismas yescas sin el menor atisbo de asombro, salvo un apacible comentario de uno o el huraño balbuceo del otro, vagidos inmutables que no trascienden más allá de las cercas del caserío. Típicas expresiones guturales - por lo demás - del “costino”, según el decir del historiador René León Echáiz.
Es un breve y certero boceto del Maule profundo esta novela escrita a lo Rulfo, a lo González Vera, que da cuenta de un modo de ser autónomo configurándose, reelaborándose, plasmándose dinámicamente - o, mejor dicho, dialécticamente - en el mestizaje retardado de los secanos costeros. Narrativa que bucea en las manifestaciones conductuales y materiales del maulino contemporáneo, arquetipo que una vez ya modelado con éste y otros aportes artísticos, científicos, sociológicos y antropológicos, tendríamos necesariamente que contrastar en forma comparativa con los viejos mauchos y guanayes para establecer vigencias y abandonos de raíces y patrones culturales, dominantes o pasivos, de la sempiterna maulinidad, fenómeno innegable en la literatura nacional, y cuyos principales exponentes los encontramos en González Bastías, Max Jara, Pablo de Rokha, Pablo Neruda, Eduardo Anguita, Efraín Barquero, Emma Jauch, Naín Nómez y otros nombres a los que ahora debemos agregar definitivamente el de Óscar Bustamante.