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OMAR CACERES: UNA NUEVA SALIDA HACIA LAS COSAS
Por Rodrigo Jara Reyes
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Quisiera partir con una aseveración: Omar Cáceres fue un extraño poeta fantasma. Extraño por lo indescifrable de su paso por la vida, su trágica muerte, su forma de hacer poesía; y fantasma por el modo como aparecía y desaparecía del ambiente literario santiaguino, sin dejar rastro.
Recordemos (a modo de corroboración de lo anterior) que fue asesinado en a fines de Agosto de 1943, sin que se sepa aún lo que ocurrió ni quienes perpetraron el hecho. Por otra parte, sabemos que publicó un solo libro: “Defensa del Ídolo” y que a poco de tenerlo en sus manos, quiso destruirlo debido a las erratas que traía desde la imprenta. Sabemos también, que le bastaron los quince poemas de aquel ‘librito’ para hacerse de un lugar en el concierto de la poesía chilena.
En materia estrictamente poética, la veta de Omar Cáceres, arranca de la gran poesía moderna chilena: Neruda, Huidobro, De Rokha; remontándose a través de ellos a Darío y a los simbolistas franceses. Cáceres exalta el ‘yo sufriente’, y por intermedio de él, escruta el mundo como a través de una lupa de colores oscuros. El profundo sentimiento que transparenta su poesía, lo vincula también con lo mejor de la poesía romántica, aquella que se duele y se nutre de la gran tragedia humana.
Como señala Vicente Huidobro en el prólogo a “Defensa del Idolo”, en la poesía de Cáceres no hallaremos retórica fácil, sino ese vínculo transformador (que se da en raras ocasiones) entre el hombre y el mundo. “Su autor no es el artífice mañoso y lisonjero, es el hombre que tiene el poder de romper las ligaduras del mundo aparente y que logra ver las realidades recónditas.”
Vida y poesía:
El poeta realiza un viaje exploratorio y obligado. Necesita con urgencia descubrirse a sí mismo y a través de este ejercicio, develar el mundo. La poesía es la brújula que le servirá para abrir senderos en la vasta y boscosa superficie de su alma. Preso de la noche, escribe a manera de huida, o mejor dicho, como una forma de quedarse y no morir:
(Repitiendo mi vida, reuniéndola en mis ósculos
Yo moría cada vez hasta llenar su destino)
El poeta adivina el destino oscuro que le espera, siente como las llamaradas lo van consumiendo. Se sostiene de aquellos trozos de vida espiritual que, como los maderos de un naufragio, lo ayudan a no hundirse y lo sostienen apenas con la nariz en la superficie. Señala Volodia Teitelboin: “Sospecho que atravesó todas las estaciones del infierno”. Y no solo eso, seguramente caminó los tramos de estación a estación, girando “alrededor de las tardes iguales, simultáneas”. Perdido y voluntarioso a la vez, sabía que la esperanza era un ojo tan pequeño, que por allí jamás podría salir, sin embargo, remaba con la fuerza de un desesperado:
Ahora sorprendo mi rostro en el agua de esas profundas
[despedidas,
en las mamparas de esos últimos sollozos,
porque estoy detrás de cada cosa
llorando lo que se llevaron de mí mismo.
Fueron pocos los testigos de la batalla que aparentemente fue su vida, y aquellos que se atreven a decir algo lo hacen como Volodia, a través de presunciones, iniciando las frases con palabras como: sospecho que, creo que, me parece que etc. Los que hablaron con él o se cruzaron en su camino, lo describen como un fantasma, un fantasma que estaba en este mundo solo casualmente, por necesidad corpórea, un fantasma cuya ‘verdadera vida’ se llevaba a cabo en los océanos que bullían en su interior, océanos de los que tenemos noticias sólo por la palabra poética:
Y, ahora, recordando mi antiguo ser, los lugares que yo
[he habitado,
y que aún ostentan mis sagrados pensamientos,
comprendo que el sentido, el ruego con que toda soledad extraña
[nos sorprende
no es más que la evidencia que de la tristeza humana queda.
En esa lucha contradictoria con la vida y por la vida, emite sonidos que no son sonidos al azar; sino mensajes cifrados, mensajes que no cualquiera es capaz de escuchar, porque según Huidobro: “Estamos en presencia de un verdadero poeta, es decir, no del cantor para los oídos de carne, sino del cantor para los oídos de espíritu.” Sus versos se expanden como las nubes que toman por asalto el cielo veraniego: certeras, de tétrica luminosidad y con la consistencia de una esponja que absorbe todo lo de su alrededor, para luego exprimirlo de una vez en la conciencia de los lectores. Esto último queda graficado en el poema “Extremos visitantes”:
...semejante a un poeta unánime, solidario, cosmológico, central,
que testifica en su propio espíritu lo que en la naturaleza se
[confina,
que no erige temas,
porque su mirada no cabe en un solo éxtasis de aire;
sino que, ingrávida todo lo anima y lo devuelve a su
[constancia.
En la poesía de Omar Cáceres todo cabe, pero siempre con la aprobación de un ‘yo poético existencial’, que actúa como punto de encuentro, como gran titiritero de su universo de lenguaje. No gratuitamente varios de los títulos de los poemas de su libro tienen alusiones al tema del ‘yo’ (“Palabras a un espejo”, “Iluminación del yo”) y prácticamente todos dejan testimonio de la relación en la que simplemente se confunden el ‘yo existencial’ y el ‘yo poético’. En efecto, el mismo poema antes aludido (Extremos visitantes) nos ejemplifica lo dicho:
Ahí vivo, en medio de esos ímpetus, solemne en su afán,
del viento, de ese viento, que se retuerce en mi huerto y se
[ostenta adentro de mis árboles.
No mueve una hoja solo ni besa cada flor, simultánea,
soberanamente se presenta a todas, las abraza, sin separarse de
[su yo;
es una sujeción recíproca, constante, de todas partes,
hacia un punto inaccesible de morbidez ufana...
Una nueva salida hacia el mundo:
La poesía de Omar Cáceres es una hendija a través de la cual alcanzamos a entrever el mundo, un mundo transformado por su tristeza, teñido por los colores de su alma. El mismo poeta lo señala en una especie de invitación al lector:
hollarás conmigo la soledad en que he abierto
una nueva salida hacia las cosas
Esa nueva salida es, en el fondo, la perspectiva que le entrega el haberse adentrado en las profundidades de sí mismo y desde allí aprender nuevamente a utilizar los sentidos, esos ojos y oídos guturales, esa conciencia trastocada por el entorno novedoso. El resultado tiene que ver con el conjunto de imágenes ensangrentadas que constituyen su forma de poetizar.
Si tuviera que emitir un juicio acerca de la poesía de Omar Cáceres, diría que ha ido ganando la batalla contra el tiempo, que se impone por su originalidad, por su rara belleza. La experiencia nos demuestra que la calidad de una obra se impone por sí misma, y en este sentido no sería raro que las nuevas generaciones inicien el diálogo con obras como “Defensa del Idolo” y se sientan interpretadas por ellas, y las valoren como un aporte importante a su propia forma de ver el mundo.