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OMAR CÁCERES:
LA TRANSPARENCIA DEL OLVIDO


Por Marcelo Pellegrini
Publicado en revista (PARÉNTESIS) N°8, marzo de 2001


.. .. .. .. ..

Si no me equivoco ya hubo alguien —hace algún tiempo—
que propuso el ocultamiento deliberado de la poesía. Sería
interesante intentar la aplicación de semejante proyecto.

Emilio Adolfo Westphalen[1]


Entre los “casos” curiosos y enigmáticos de escritores y hombres de letras que abundan en Hispanoamérica, el del chileno Omar Cáceres merece especial atención. Muerto en circunstancias extrañas (un asesinato por motivos que nunca han sido aclarados), Cáceres (1906-1943) publicó un solo libro, Defensa del ídolo, en 1934, y fue él mismo quien, molesto por las erratas de la pobre edición, quemó casi la totalidad de los ejemplares; sólo unos pocos se salvaron, quedando el libro como un ilustre desconocido de la república de las letras chilenas. Los que conocieron a Cáceres y lo trataron hablan de un poeta notable no sólo por sus textos, sino, también, por su curiosísima personalidad. Por otro lado, algunos de los poemas de su libro aparecieron en la hoy célebre Antología de la poesía chilena nueva, de Eduardo Anguita y Volodia Teitelboim, lo que contribuyó a reforzar la leyenda del excelente pero enigmático y escurridizo escritor. Durante mucho tiempo esa antología fue el único lugar a donde el lector podía acudir para conocer algo de su obra; no fue sino hasta 1996 cuando el poeta Pedro Lastra reeditó el libro, trayéndonos como regalo de fin de siglo la extraña aura de esta poesía.[2]

Las circunstancias externas de esta obra son, como podemos ver, motivo de curiosidad; ¿qué habrá llevado al poeta a reaccionar así frente a las erratas de su libro, además de la natural preocupación que esto produce?, ¿qué mecanismos psicológicos detonaron esto?, ¿por qué el afán autodestructivo? Más allá o más acá de las peculiaridades de su personalidad, Cáceres es, dentro de su extrañeza, un típico producto de la situación histórico-social de Hispanoamérica en la primera mitad del siglo XX: un escritor de la periferia de Occidente, donde la comunicación entre las zonas que lo componen es precaria y desinformada, y además desigual. Hoy en día, cuando la situación ha cambiado al menos un poco, el terreno de la literatura de nuestro continente es un campo propicio para los redescubrimientos y rescates. Temo que siempre será así, en parte porque la literatura posee esa dinámica, y en parte, también, porque la tan mentada memoria hispanoamericana es precaria y difusa, obligándonos casi siempre a una reconstrucción a partir de ciertas ruinas o restos que dejamos en el camino.

Lo dicho anteriormente cobra aún más importancia y sentido si consideramos que Defensa del ídolo es un texto que concuerda a plenitud con cierto “espíritu de época”, a saber: las vanguardias hispanoamericanas de los años veinte y treinta. Un libro marginal que podría haberse convertido en un clásico si las circunstancias de su publicación hubiesen sido otras y, más aún, si la institución literaria le hubiese otorgado las condiciones de lectura que necesitaba (público informado, redes editoriales y de distribución, etc.). Sólo la inclusión de unos poemas de Cáceres en la mencionada antología de Anguita y Teitelboim, polémica en sus primeros años y canonizada mucho tiempo después, y el elogioso prólogo que Vicente Huidobro hiciera a Defensa del ídolo (único texto huidobriano de esa naturaleza que se conoce) le ha dado a nuestro autor cierta aura de prestigio. Lo cierto es que Hispanoamérica podría haber tenido un movimiento vanguardista de otro matiz con la sola noticia de esos quince poemas. Para nosotros, lectores postvanguardistas y —como le gusta decir a algunos— “posmodernos”, el paisaje es por un lado desolador y por el otro fascinante; desolador porque, desde este lado de la historia del espíritu, lo único que nos queda es la reconstrucción de una posibilidad histórico-literaria, una especie de “cadáver exquisito” de la poesía; fascinante porque los poemas de Cáceres han comenzado a ser efectivamente leídos en nuestro tiempo, cuando las vanguardias son cosa del pasado. No niego ni por un instante que el poeta tuvo lectores atentos, lúcidos y deslumbrados en su época, pero tal parece que sus testimonios en nada cambiaron la posición marginal del libro y de su autor. Y creo que esto es explicable por razones literarias.

Si tomamos en cuenta la obra de Vicente Huidobro, el modelo vanguardista hispanoamericano por excelencia, tenemos, sobre todo en Ecuatorial y en Altazor, una literatura radicalmente diferente de la de Cáceres. Huidobro es el poeta que canta la inmensidad del universo —aire y espacio en movimiento—; Cáceres es el poeta de la dispersión, del yo escurridizo e indefinible que se cuestiona y nunca se reafirma. En Huidobro, la tecnología, uno de los grandes fetiches vanguardistas, es un tema y una excusa para el entusiasmo y la grandilocuencia; en Cáceres, por el contrario, es pivote para la ironía y para algo que podríamos llamar “discreta belleza”. Ambos poetas representan las dos caras de la vanguardia, alternativamente luminosas y oscuras, y sus obras son muestra de la estupenda diversidad de registros que la literatura puede darnos. Mi argumento es, pues, que la obra de Cáceres tiene vocación de olvido, es decir, que busca desaparecer detrás de una vasta reflexión sobre los avatares de un yo angustiado. Huidobro buscaba permanecer, y sus extraordinarios méritos literarios, junto a un gran público lector, le permitieron esto. Cáceres buscaba la disolución, y sus poemas, por sobre la anécdota de su vida, dan fe de ello. Significativo resulta, de este modo, que dos poetas tan diferentes hayan coincidido en el prólogo que uno hiciera para el libro del otro.


Al iniciar una reflexión sobre la poesía de Cáceres, deberíamos, a mi juicio, comenzar con las siguientes preguntas: ¿quién es el ídolo presente ya en el título del libro?, ¿el poeta?, ¿la poesía?, ¿el poema?, ¿los tres juntos? Debemos reconocer, por lo menos, un diálogo de dos entidades que recorren el texto de principio a fin: un yo y un tú afincados en el lenguaje. El primer poema de Defensa del ídolo, “Mansión de espuma” (p. 5) comienza con una voz que se inunda (“Muda voz que habita debajo de mis sueños”) y se habla a sí misma; esa voz es, muy pronto, otras voces, plurales y distintas:


Revestido de distancias, entre hombre a hombre magro,
todo naufraga “bajo el pendón de su postrer adiós”;
dejé de existir, caí de pronto desamparado de mí mismo,
porque el hombre ama su propia y obscura vida solamente.

Ídolo ignoto. ¿Qué he de hacer para besarlo?
Legislador del tiempo urbano, desdoblado, caudaloso,
confieso mi autocrimen porque quiero comprenderlo,
y en las rompientes de su alcohol de piedra despliego mis palabras.


Si el hablante despliega sus palabras en el “alcohol de piedra” de su “autocrimen”, tenemos la figura más o menos clara: la voz no es sino la destrucción de su unidad. Defensa del ídolo comienza, entonces, con el desvanecimiento (recordemos que en el título del poema la “mansión” es de “espuma”), y los estadios posteriores por los que pasa el hablante poema tras poema son una confirmación de lo mismo. El “ídolo ignoto” que aquí aparece es, a mi juicio, una entidad que comparte las características del poema, del poeta y de la poesía. Estos tres elementos constitutivos del arte de Omar Cáceres corresponden, en su dinamismo, al movimiento de ese yo que se disuelve o se dispersa.

El poema “Palabras a un espejo” (p.7) es un texto incluso más revelador. Aquí, el hablante monologa consigo mismo y se sabe dividido:


Hermano, yo jamás llegaré a comprenderte;
veo en ti un tan profundo y extraño fatalismo,
que bien puede que fueras un ojo del Abismo,
o una lágrima muerta que llorara la Muerte.


Esta primera estrofa es muy importante por lo que muestra: una conciencia “abismal” del mundo como fruto de la muerte. Quien se mira a sí mismo mira un pozo oscuro y sin fin, un “fatalismo”. Esta lucidez es la del desvelo:


Dime, tú, que en constante desvelo permaneces:
¿se ha acercado hasta ti, cuando el cuerpo perece,
algún alma desnuda, a conocer su cara?


En este libro encontramos muchas veces una especie de “temblor” de las cosas, como si estuviesen en trance de desaparición. Cito la segunda estrofa del poema “Insomnio junto al alba” (p. 6):


Tambalean las sombras como un carro mortuorio
que desgaja a la ruta el collar de sus piedras;
e inexplicablemente crujen todas las cosas,
flexibles, como un arco palpitante de flechas.


Este “dejar de ser” de las cosas tiene cierta correspondencia con el silencio. Casi todos los poemas de Defensa del ídolo son una condena al callamiento autoimpuesta, a veces, por la voz de los textos. No podemos sino pensar que la poesía de Cáceres busca esos espacios de silencio. El mismo poeta estaba muy consciente de ello al escribir su declaración en prosa para la antología de Anguita y Teitelboim:


Mi actitud no es [...] la de un nihilista, la de un ególatra, o la de un deshumanizante...
No.
Es la de aquel que fue demasiado lejos en el corazón de los hombres y en su propio corazón; la de aquel orgulloso de las soberbias esperanzas que, de súbito, creyendo disponer del universo en una enumeración insólita, tropieza, en cambio, con la omnipresencia lacerada de su yo, mientras un índice de revelación señala esa fijeza con su fuego individual. (p. 27)


Queda claro que las alusiones al silencio y a la desaparición no son —al menos de acuerdo a estas palabras— mero afán autodestructivo, sino, más bien, pleno conocimiento de una carencia que intenta resolverse en la forma de unos cuantos poemas. La “omnipresencia lacerada” del yo está en el centro de esta actitud, Después de todo esto, debemos preguntarnos: ¿podía una obra semejante establecerse en un medio que celebraba la otra cara del vanguardismo, aquella luminosa y entusiasta?

Hay un extraño y hermoso poema en Defensa del ídolo titulado “Anclas opuestas” (pp. 10-11), que es, para mí, uno de los que mejor muestran lo que he tratado de decir hasta aquí. Pocos poetas chilenos de la época hubiesen osado escribir un poema semejante, donde se habla de un automóvil que va por la carretera hacia un lugar sin duda lejos de este mundo. Cito la primera estrofa:


Ahora que el camino ha muerto,
y que nuestro automóvil reflejo lame su fantasma,
con su lengua atónita,
arrancando bruscamente la venda de sueño
de las súbitas, esdrújulas moradas,
hollando el helado camino de las ánimas,
enderezando el tiempo y las colinas, igualándolo todo,
con su paso acostado;
como si girásemos vertiginosamente en la espiral de nosotros mismos,
cada uno de nosotros se siente solo, estrechamente solo,
oh, amigos infinitos.


Este poema nos hace recordar un texto de Álvaro de Campos, uno de los heterónimos de Fernando Pessoa y, me atrevo a decir, “hermano espiritual” de Omar Cáceres, De Campos nos habla de un Chevrolet que va por la carretera de Sintra, en Portugal, y las imágenes de su poema poseen una curiosa correspondencia con el de su contemporáneo sudamericano. Cito una estrofa:


Al volante del Chevrolet por la carretera de Sintra,
al luar y al sueño por la carretera desierta,
conduzco a solas, conduzco casi despacio, y un poco
me parece, o me esfuerzo porque un poco me parezca,
que sigo por otra carretera, por otro sueño, por otro mundo,
que sigo sin que haya Lisboa atrás dejada o Sintra a la que llegar,
que sigo, ¿y qué más puede haber en seguir sino parar, proseguir?[3]


En ambos poemas, la misma extrañeza del hablante al verse en un automóvil por un camino y, también, una conciencia que se mira a sí misma mientras “se pierde” por una carretera a bordo de una máquina literalmente extraordinaria. No podríamos encontrar una imagen más reveladora: estamos ante un sujeto que se desvanece y, al mismo tiempo, se multiplica en miles de astillas que se esparcen por el espacio infinito. La disolución del yo se ha consumado; esto se confirma en los dos poemas por la manera en que finalizan y pasan a formar parte del silencio anhelado. Dice el final del poema de Cáceres:


como si girásemos vertiginosamente en la espiral de nosotros mismos,
cada uno de nosotros se siente solo, indescriptiblemente solo,
oh amigos infinitos!


Y el de De Campos:


En la carretera de Sintra al filo de la medianoche, al luar, al volante,
en la carretera de Sintra, qué cansancio de la propia imaginación,
en la carretera de Sintra, cada vez, más cerca de Sintra,
en la carretera de Sintra, cada vez menos cerca de mí... (p. 242)


Hay muchos otros poemas en Defensa del ídolo que muestran este desprendimiento del yo. No voy a citar y comentar cada uno de ellos para no ser exhaustivo, pero quisiera mencionar al menos el titulado “Iluminación del yo” (pp. 23-24). Su título ya nos ofrece al menos una interrogante: ¿es la iluminación en Cáceres más bien un oscurecimiento? Cito dos estrofas:


Chorreando sus bruñidas densidades
alrededor de las tardes iguales, simultáneas,
he aquí que el magro, difícil día se presenta,
fiel a su ritmo adusto, puro, sojuzgado.
(...)
Porque ahí estoy, oh monumento de luz,
siempre hacia ti inclinado, extranjero de mí mismo,
presto a tu súbita irradiación de espadas,
fijo a tu altiva significación de espectro,
oh luz de soledades derechas, de inflexibles alturas y ecuatoriales sucesos.


Este “extranjero de sí mismo”, yendo de un yo a un tú que es siempre él mismo, está sujeto a los vaivenes de una luz contradictoria que baña a su soledad múltiple y monologante.

En la cita que encabeza estas páginas, Emilio Adolfo Westphalen habla de alguien que —hace algún tiempo— propuso el ocultamiento de la poesía. No se refería, por cierto, a Omar Cáceres, aunque me seduce la idea de pensar que él es la persona que el poeta peruano alguna vez intuyó. Porque en Defensa del ídolo nuestro autor pone en práctica una idea de la poesía que es, por sobre todo, un estupendo desafío a la imaginación de los lectores.

 

 

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Notas

[1] “Para el ocultamiento de la poesía”, en Emilio Adolfo Westphalen, Escritos varios sobre arte y poesía, Fondo de Cultura Económica, Lima, 1996, pp. 126-128.
[2] El libro fue reeditado en tres países: Chile (Lom ediciones, 1996), México (Ediciones El Tucán de Virginia, 1996) y Venezuela (Editorial Pequeña Venecia, 1997). Cada edición incluye las notas aclaratorias de Pedro Lastra, un texto suyo sobre el impacto del libro en algunos poetas de su generación, otro texto de Volodia Teitelboim sobre sus encuentros con Cáceres y una “declaración poética y testimonial” del propio poeta titulada “Yo, viejas y nuevas palabras”, aparecida en la Antología de la poesía chilena nueva, de Eduardo Anguita y Volodia Tettelboim (1935). Las citas de los poemas de Cáceres en este trabajo provienen de la edición venezolana de Defensa del ídolo.
[3] Traducción de José Antonio Llardent en la selección de la Poesía de Fernando Pessoa realizada por Alianza Editorial (Madrid, 1996).











POEMAS


Omar Cáceres



MANSIÓN DE ESPUMA

Con mi corazón, golpeándote, oh sombra ilimitada,
apaciendo los bríos absolutos de estas estampas perdurables;
huyendo de su vida, pienso, el que parte limpia el mundo,
y así le es dado reflejar su imagen dulcemente terrestre.

Un pueblo (Azul), trabajosamente inundado.
Va a pasar la dura estación equilibrando sus paisajes.
Tiempo caído de los árboles, cualquier cielo podría ser mi cielo.
El blanco camino cruza su inmóvil tempestad.

Muda voz que habita debajo de mis sueños,
mi amiga me instruye en el acento desnudo de sus brazos,
junto al balcón de luz disciplinada, tumultuosa,
y desde donde se advierte la aún no soñada desventura.

Revestido de distancias, entre hombre a hombre magro,
todo naufraga “bajo el pendón de su postrer adiós”;
dejé de existir, caí de pronto desamparado de mí mismo,
porque el hombre ama su propia y obscura vida solamente.

Ídolo ignoto. ¿Qué he de hacer para besarlo?
Legislador del tiempo urbano, desdoblado, caudaloso,
confieso mi autocrimen porque quiero comprenderlo,
y en las rompientes de su alcohol de piedra despliego mis palabras.

 

 


ANCLAS OPUESTAS

Ahora que el camino ha muerto,
y que nuestro automóvil reflejo lame su fantasma,
con su lengua atónita,
arrancando bruscamente la venda de sueño
de las súbitas, esdrújulas moradas,
hollando el helado camino de las ánimas,
enderezando el tiempo y las colinas, igualándolo todo,
con su paso acostado;
como si girásemos vertiginosamente en la espiral de nosotros mismos,
cada uno de nosotros se siente solo, estrechamente solo,
oh, amigos infinitos.

(100, 200, 300,
miles de kilómetros, tal vez.)
El motor se aísla.
La vida pasa.
La eternidad se agacha, se prepara,
recogen el abanico que del nuevo aire le regala nuestra marcha;
en tanto que enterrando su osamenta de kilómetros y kilómetros,
los cilindros de nuestro auto depáranse a la zona de nuestros propios muertos,
he ahí a los antiguos héroes dirigiéndonos sus sonrisas de altivos y próximos espejos;
mas, junto a ellos, también resiéntense,
los rostros de nuestros amigos,
los de nuestros enemigos,
y los de todos los hombres desaparecidos;
nuestro automóvil les limpia el olvido con el roce delirante de sus hálitos.
Como esas manos de mármol que se saludan a la entrada de las tumbas,
nuestro automóvil seráfico ratifica el gran pacto,
que a ambos lados de la ruta, conjuradas,
atestiguan las súbitas, esdrújulas viviendas golpeándose entre sí...

Ahora que el camino ha muerto,
y que nuestro automóvil reflejo lame su fantasma,
con su lengua atónita,
como si girásemos vertiginosamente en la espiral de nosotros mismos,
cada uno de nosotros se siente solo, indescriptiblemente solo,
oh amigos infinitos!


 

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OMAR CÁCERES: LA TRANSPARENCIA DEL OLVIDO.
Por Marcelo Pellegrini.
Publicado en revista (PARÉNTESIS) N°8, marzo de 2001