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Omar Cáceres, el poeta reencontrado
Por Diego Alfaro Palma
Publicado en The Buenos Aires Poetry, Nº4
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En la facultad se corría el rumor de que existió un poeta llamado Omar Cáceres, una especie de fantasma de las letras chilenas del que se desconocía todo, a excepción de un extraño asesinato sin resolución. Circulaba en nuestras manos una edición barata, pero exquisita de La defensa del ídolo, su único libro y que causó la admiración de gente como Vicente Huidobro, Pablo de Rokha y Eduardo Anguita. Nos embebimos de esa poesía oscura y, como tantos otros malditos, lo buscamos casi con desesperación. Es extraño pensar con distancia en aquello ¿Por qué los poetas malditos llaman tanto la atención de los aficionados primerizos a la literatura? Quizás, por esa cercanía tan fatal al fin del arte y de la vida, así, de un golpetazo, la presencia de una obra inconclusa, la posibilidad de no escribir más.
Con el tiempo nos fuimos enterando de que el autor habia quemado toda la primera edición de su libro, financiada por su hermano Raúl, profesor del Liceo de Niñas de la ciudad de Viña del Mar. De ese incendio solo habían sobrevivido ejemplares en la Biblioteca Nacional y, supuestamente, uno en una librería céntrica de Santiago, el cual, con un poco de ingenuidad, tratamos de secuestrar tentando un plan terrorista. Habían pasado setenta años y esa acción nos justificaba. Desistimos, pero perduramos en la lectura abriéndonos paso por una serie de autores que en esa década de los ’30 se sumergieron en escrituras abyectas y cuyas existencias se esfumaron de manera violenta. Fueron apareciendo otros nombres: Gustavo Ossorio, Jaime Rayo, Emilio Rocquant. Es así y lo dijo el mismo Cáceres: “(¿Quién llora a los desaparecidos?)”.
Pero lo de Cáceres no es solo un malditismo, sus poemas demuestran la clara vigencia de un poeta, de un trabajador insomne, de un condenado a la lectura. Su libro es una aparición que no se puede dejar de lado al revisar un índice tan cuidado y en el que pareciera no existir la sobra. La defensa del ídolo es un experiencia de la escritura, la creación de una voz que transita hasta la develación misma del origen de la voz, la individualidad con todas sus complejidades en definición. El poema “Azul deshabitado” desde su comienzo lo confirma:
Y, ahora, recordando mi antiguo ser, los lugares que yo he habitado,
y que aún ostentan mis sagrados pensamientos,
comprendo que el sentido, el ruego con que toda soledad extraña nos sorprende
no es más que la evidencia que de la tristeza humana queda.
Y ahí es donde me gustaría invitar a una forma de leer. La ordenación de cada uno de los poemas de este libro no está guiada por el azar; existe un camino en ellos, tan escondido como en las cartas del tarot, y que señala una indagación en el Yo, en la búsqueda por su fuente de irradiación, en medio de un desasimiento, de una tormenta personal vaciada por el sufrimiento, una sensación extraña que persevera en la lectura. Cada poema parece un testamento, como escrito por una mano vieja que se despide, por un hombre que ha “gastado su más duro equilibrio, ahí sin interlocutores, desmedido, sin principio, / y ha de retornar cada vez para poseer enteramente lo que entonces ama / traspasado de sus hechos, herido de locura”. Habiendo vivido tantos años frente al puerto de San Antonio, Cáceres conocía el estremecimiento de los árboles antes del temporal.
Hoy por hoy, la Biblioteca Nacional de Chile ha emprendido el trabajo de subir cada uno de los manuscritos de Cáceres, críticas y prólogos, parte de ellos reunidos en El ídolo creacionista de María José Cabezas (Lastarria ediciones). El trabajo de los bibliotecarios desmiente un sin número de mitos: el extravío total de su obra anterior, de sus datos biográficos y el origen de su aislamiento casi ontológico. Entre ese material se puede observar un cuaderno en el que el autor transcribió una serie de poemas de Gabriela Mistral, Paul Verlaine, “La alquimia del verbo” de Arthur Rimbaud, una defensa del comunismo escrita por Stalin y algunas páginas dedicadas a la astrología. De esta última afición también se sabe por las continuas alusiones que hicieron sus contemporáneos al espiritismo y otras fuentes del ocultismo. En ese sentido, parecía que en esos años treinta, en los que una generación había emprendido el programa de indagar en la identidad chilena rechazando el costumbrismo, que los planos de la lucha social y las indagaciones en el esoterismo iban de la mano. No por nada, otro poeta vecino, como Gustavo Ossorio también debatiría las fuentes de su poesía entre un trabajo de sumergimiento individual y los resultados del socialismo y la Guerra Civil Española.
Lo singular de Cáceres es sin duda su panorámica fantasmal, que pone de manifiesto –como pocas veces se ha leído- la pérdida y desaparición de un poeta. Existe en ello una profundización esmerada en la forma, un juego con las tipografías, con la búsqueda de palabras nuevas, los cortes de verso inusitados, la práctica de una puntuación vanguardista, las continuas reverberaciones que intentan hacernos participes de ese desprendimiento. Y dentro de esa forma agrietada es donde el poeta, en vez de proponernos como el hipócrita lector de Charles Baudelaire, nos sitúa de primeras en una situación incómoda: “Hermano, yo, jamás llegare a comprenderte”. ¿Se lo dice a sí mismo? ¿Se refiere literalmente a su hermano Raúl? ¿Nos está dejando solos? Y poema tras poema el libro se va poblando de amigos idos, de pueblos abandonados, soledades desesperadas, afirmaciones del tipo “Delante de tu espejo no podrías suicidarte”, hasta que el tono se recarga de alegorías y el mundo exterior (lúgubre, falto de color, neblinoso) se convierte en la búsqueda de una lámpara encendida.
Cáceres a pesar de no comprendernos nos dejó una vivencia de la escritura, las residencias de un compromiso evidente. ¿Cuántos poetas de nuestro tiempo podrían aseverar todo eso con un solo libro? El controvertido autor Miguel Serrano en su Ni mar ni por tierra nos dejó un retrato de esa persona: “Su drama podía adivinarse en sus poemas; porque había alcanzado ahí donde la vida humana ya no encuentra su oxígeno habitual y presencia de otros universos arrebatan el alma y la destruyen, helándola e inhabilitándola para toda convivencia humana”. Imagen romántica, que por hoy toma más una figura humana, que la de un santo; es por esto que el registro de esos años treinta parece cobrar cada vez más sentido, de esa aventura de nadar en aguas profundas, en ciudades internas, desprovistas de toda advertencia.