La lengua española y la poesía
Por Óscar Hahn
Revista de Libros de El Mercurio, Domingo 28 de Marzo de 2010
En tiempos remotos, lo que ahora llamamos lenguaje fue primero una serie de ruidos y gestos; después, una herramienta de comunicación elemental. Pero poco a poco fueron surgiendo construcciones más complejas. Hasta que un día estalla el resplandor de la poesía. De la poesía hecha con palabras. A veces confundida con la mitología, a veces con la magia, la poesía siempre estuvo ahí, al lado de la lengua, o mejor dicho, adentro de ella, acechando. Tanto es así que Novalis, el poeta alemán, llegó a afirmar: "El idioma es una invención poética". Con la aparición de la escritura se produce el florecimiento de esas obras de arte verbal que llamamos poemas. La poesía es el punto en el cual el léxico, la sintaxis, la morfología, la fonética y la fonología tocan el cielo (pienso en San Juan de la Cruz). O el infierno (pienso en Baudelaire). Es como si de pronto la gramática hubiera sido alcanzada por la gracia.
Cuando los españoles llegaron a América, había todo un universo que ya se manifestaba a través de las lenguas indígenas. Sin embargo, la empresa hegemónica que estaban llevando a cabo exigía que ese universo hablara también en el idioma del conquistador. Los primeros cronistas tuvieron que renombrar el mundo americano, tuvieron que hacerlo hablar en español. Entre otros desafíos, enfrentaron el problema de cómo denominar o describir la fauna, la flora y demás elementos de una naturaleza asombrosa, nunca antes vista por los europeos. "La primera visión de América", dice Angel Rosenblat, "es la visión de un sueño". Y es aquí donde entra en acción la poesía. Porque la poesía es el instrumento verbal de los sueños; de los sueños diurnos y nocturnos.
Véase cómo el Padre Las Casas realiza una síntesis de sus lecturas latinas y de su propia experiencia americana, para elaborar una metáfora o pequeño mito que describe el nacimiento de las perlas marinas. Dice que cuando las ostras sienten "la inclinación y el apetito de concebir, salen a la playa y ábrense, y allí esperan el rocío del cielo, casi como si deseasen y esperasen marido". El rocío del alba procrea las perlas blancas; el del atardecer, las perlas grises, y el de la noche, las perlas negras. Aunque el propósito del Padre Las Casas es escribir una Historia de las Indias, a veces, quizás sin saberlo, e igual que los otros cronistas, termina internándose en los territorios de la poesía.
Antes de la llegada de Cristóbal Colón a América, ninguno de sus habitantes había pronunciado o escuchado la lengua castellana. Trato de imaginar el momento en el cual una serie de sonidos, incomprensibles para los nativos, fueron articulados en nuestro continente. Pero más aún, busco revivir el instante privilegiado en el que las palabras emitidas en esa lengua ajena fueron comprendidas por el receptor americano. Esa experiencia primigenia es tan decisiva como cuando Neil Armstrong puso los pies en el suelo lunar y pronunció la frase: "Un pequeño paso para un hombre, un salto gigante para la humanidad". Sólo que en esa odisea del espacio no había nadie para escucharlo, nadie con quien dialogar, nadie con quien abrir otros horizontes. Muy distinto fue cuando se puso en marcha la odisea de América. Y estoy pensando no en aquellos que hablaban con la espada, el cepo y el arcabuz, como Lope de Aguirre o Pedrarias Dávila, sino en el diálogo humanista del Padre Las Casas y de Vasco de Quiroga, y en los miles de americanos que fundaron un mundo nuevo y una nueva cultura. Y pienso sobre todo en los que refundaron la lengua española mediante la poesía. Pienso en Sor Juana Inés de la Cruz, en Rubén Darío, en Gabriela Mistral, en César Vallejo, en Pablo Neruda y tantos otros.
Desde la primera emisión y recepción del español en América, millones de personas se han sumado al habla castellana y más de 500 años han transcurrido hasta el día en que escribo estas líneas en la lengua del conquistador conquistado. Unas pocas palabras para un hombre, un gran idioma para la humanidad.