Hijo de la grandísima
A propósito del Premio Nacional de Literatura a Óscar Hahn
Por Leonardo Sanhueza
Las Últimas Noticias, martes 4 de septiembre de 2012
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En 1978, al año siguiente de la aparición de Arte de morir, Enrique Lihn reparó en cierto lugar común con que alguien había pretendido desautorizar poéticamente a Óscar Hahn, calificando su poesía como “de y para profesores de literatura”. Era un rasgo de la época, un resabio sesentero reactivado por la situación política: la idea de que la poesía debía ser espontánea y estar comprometida con lo real, con la experiencia, con lo inmediato. Con Arte de morir, Hahn no sólo estaba yendo a contrapelo de esas “exigencias”, sino que parecía solazarse en buscar sus modelos mucho más lejos, en el Siglo de Oro, dislocándolos mediante un lenguaje que mezclaba sin prejuicios lo ultraculto y el habla callejera, lo literario y lo familiar, lo clásico y lo pop.
La originalidad de Hahn es, por así decirlo, una antioriginalidad, pues en su poesía lo “nuevo” es en realidad un arreglo sutil de lo viejo. A diferencia de Gonzalo Rojas, que asimiló la métrica española para descuartizarla y adecuar los trozos a su singularísima respiración, Hahn prefirió apartarse de ese espíritu vanguardista y crear un sistema en que los viejos metros funcionan como camisas de fuerza o rígidos moldes que producen formas levemente raras, retorcidas, inesperadas. El soneto, tantas veces muerto y sepultado, es para Hahn un macetero todavía plausible, en el cual la imitación del modelo caduco conduce a un poema vivo y actual.
La poesía de Hahn no se debate en las ideas ni en las experiencias, sino en las palabras y las imágenes. Hay un poema suyo que habla de eso, imprecando al lenguaje mismo, el mayor demonio de la poesía, que es a la vez un monstruo opresivo y un impulso creador. “Ahora te quiero ver, hijo de la grandísima”, le dice al lenguaje, “porque me marcho al tiro al país de los mudos/ y de los sordos y de los sordomudos./ Allí van a arrancarme la lengua de cuajo/ y sus rojas raíces colgantes/ serán expuestas adobadas en sal/ al azote furibundo del sol”. Concentrado allí, en la relojería del verso, Hahn ha ampliado la poesía chilena, abriendo un lugar en que lo culto se disfraza de lo cotidiano de una manera extremadamente reconocible y obligando a la tradición más remota a permanecer dúctil y fresca, sin podrirse ni petrificarse.