LA CIUDAD Y LOS PERROS: TESTIMONIO DE
UNA LECTURA Y OTROS SUCESOS COLATERALES
Por Óscar Hahn
Revista de Estudios Públicos, N°122 (otoño 2011)
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Empecé a leer La ciudad y los perros una tediosa tarde de
1963. En aquel tiempo vivía en Arica y estaba en cama, enfermo de
no recuerdo qué. Nada grave por cierto. Un amigo mío que acababa de
volver de Tacna me dijo: “Te traje esta novela. Es de un joven escritor
peruano: Mario Vargas Llosa. No la he leído, pero me dicen que está
muy bien”. Me la pasó y se fue. A falta de otra cosa y bastante desganado
tomé la novela. A Arica todavía no había llegado la televisión, así
que las posibilidades de entretención para una persona que debía guardar
cama eran pocas: o la radio o algún libro o revista. O la siesta para matar
el tiempo, pero no tenía ganas de dormir. Tres de la tarde. Empecé a leer:
—Cuatro —dijo el Jaguar.
Los rostros se suavizaron en el resplandor vacilante que el
globo de luz difundía por el recinto, a través de escasas partículas
limpias de vidrio: el peligro había desaparecido para
todos, salvo para Porfirio Cava. Los dados estaban quietos,
marcaban tres y uno, su blancura contrastaba con el suelo
sucio.
El Jaguar, Cava, el peligro. ¿Qué peligro? Más abajo viene la
presentación de un tercer personaje:
—¿Se acabó? ¿Puedo irme a dormir? —dijo Boa: un cuerpo
y una voz desmesurados, un plumero de pelos grasientos
que corona una cabeza prominente, un rostro diminuto de
ojos hundidos por el sueño. Tenía la boca abierta, del labio
inferior adelantado colgaba una hebra de tabaco.
Una descripción breve, certera, realista. “Vargas Llosa es el último
realista”, diría alguien, mucho después. Por esos años yo había leído
Ficciones de Jorge Luis Borges, La invención de Morel de Adolfo Bioy
Casares, Pedro Páramo de Juan Rulfo, Final del juego de Julio Cortázar
y Guerra del tiempo de Alejo Carpentier, todos ellos bordeando
o cayendo de plano en lo fantástico. Y ya se dejaba ver un incipiente
realismo con apellido: el realismo mágico. Se suponía que el realismo
a secas había muerto; que era cosa del pasado. De mágico o fantástico
La ciudad y los perros no tenía nada. En el fondo es una novela
del siglo XIX contada con técnicas del siglo XX, pensé. Hace poco,
después de hacer un elogio de las grandes novelas del siglo XIX, el escritor
norteamericano Jonathan Franzen dice: “La verdad, no creo que
tenga que haber tanta polarización entre el realismo del siglo XIX y el
modernismo del XX. Puedes tomar elementos de ambos y es así como
describo mi proyecto literario”. Esto ya lo había realizado Vargas Llosa
casi medio siglo antes, en La ciudad y los perros. De la modernidad y
sus secuelas el escritor peruano desestima esas piezas de museo que
han llegado a ser el nouveau roman francés, la novela del lenguaje, la
novela experimental, la llamada metanovela, y ni siquiera le atrae el objetivismo,
que podría estar más cerca de un proyecto realista. Opta por
lo más eficaz: elige técnicas narrativas multidimensionales, cercanas al
cine, que le permiten representar con mayor riqueza el mundo que quiere
poner frente a nuestros ojos.
Ahora entra un nuevo personaje: el cadete Alberto Fernández, conocido
como el Poeta. Quiere salir unos días del colegio. Trata de convencer
al teniente Huarina inventando excusas. Está obsesionado con
ganar algunos soles. Escribe novelitas pornográficas y cartas de amor
para que los cadetes se las envíen a sus novias. Una especie de Cyrano
de Bergerac peruano, digamos. Aquí empieza el uso del monólogo interior,
alternado con su diálogo con el teniente. Me gusta esta técnica. Le
da rapidez y variedad al relato. Llego al episodio de La Perlita. Aunque
me choca y a ratos me parece repulsivo, como la relación erótica entre
Arana y el Enjendro, no tengo ninguna objeción que hacerle. Ni moral
ni literaria. La moral de los personajes no es necesariamente la moral
del lector. Lo único que se le puede exigir a un texto es “necesidad
literaria”. Y éste la tiene de sobra. Sería un gran error pensar que los
personajes de una novela están condenados a regirse por la moral colectiva.
O que el escritor tiene que escribir pensando en el qué dirán. Autor
que hace eso está perdido, porque en el fondo significa someterse a la
autocensura.
A medida que avanza la lectura siento que ésta es una novela de “machos”. Lo prueba el simple hecho de que los personajes que uno
recuerda, para bien o para mal, son todos hombres. Las mujeres son
como epifenómenos de los varones. No es una limitación, porque lo que
hace el autor es representar a la sociedad peruana tal como es, sin litotes
ni mixtificaciones. Pero también se va desarrollando una morbosa paradoja.
Vargas Llosa la exhibe y denuncia, no a través de exposiciones
didáctico-morales, sino mediante un recurso típico del neorrealismo:
deja que los hechos y los personajes hablen por sí solos. Por ejemplo,
tomemos el culto a la hombría: “Y lo que importa en el Ejército es ser
bien macho, tener huevos de acero”, dice un oficial. Y sin embargo no
tienen ningún problema, no sólo en involucrarse sino en jactarse de
realizar acciones sexuales con otros cadetes del mismo sexo, llegando
incluso a la violación. El capítulo en el que se describe de manera explícita
el acto sexual con animales se entreteje con parlamentos como el
siguiente:
¿Y qué tal si nos tiramos al gordito?, dijo el Rulos. ¿Quién?
El de la novena, el gordito. ¿Tú no lo has pellizcado nunca?
Uf. No está mala la idea, pero ¿se deja o no se deja? A mí me
han dicho que Lañas se lo tira cuando está de guardia.
Sexo con un perro; sexo con gallinas; sexo entre cadetes varones, ¿quién puede saber la diferencia? Es la “bestia humana” que lucha por
romper los barrotes de su jaula, diría Zola. Y, curiosamente, la descripción
del episodio de La Perlita es bastante naturalista. Podría haber resultado
anacrónica, pero es de gran fuerza narrativa.
Sigo leyendo. A estas alturas es como si hubiera dos novelas en
una. Por una parte están los hechos que ocurren adentro del colegio militar
(primera novela), y por otra, los sucesos del pasado y del presente,
protagonizados por algunos cadetes, que se actualizan en diversos barrios
de Lima, pero en los que participan personas que no tienen nada
que ver con el Leoncio Prado (segunda novela). Se trata fundamentalmente
de la relación entre ciertos alumnos y sus familias, y sobre todo
de la presencia dominante, no por su carácter, sino como figura literaria,
de una muchacha llamada Teresa y su vínculo con tres pretendientes
distintos, uno de ellos innominado. Llama poderosamente la atención
el rol de la figura paterna. Se puede dibujar un composite con los rasgos
negativos del padre de Alberto y del Esclavo y surge un retrato bastante
parecido al progenitor real de Vargas Llosa, según la imagen que él mismo
ofrece en El pez en el agua y en el artículo “La sombra del padre”,
donde dice: “Tuve una relación desastrosa con mi padre, y los años que
viví con él, entre los once y los dieciséis, fueron una verdadera pesadilla”. El acercamiento de Alberto al teniente Gamboa es como si el joven
anduviera buscando un substituto del padre que nunca tuvo y que le
gustaría tener.
El novelista chileno Carlos Droguett dijo que la primera novela
(llamémosla “A”) es un relato de gran nivel, y la segunda (llamémosla “B”) una novela rosa que no está a la altura de la otra. Discrepé de su
opinión cuando la emitió (alrededor de 1963) y sigo discrepando más
de cincuenta años después. Si aplicamos las directrices del género rosa,
la novela “B” debería girar en torno a una sola pareja protagónica, brindarnos
una satisfacción emocional y tener un final optimista. Además,
los buenos deberían ser recompensados y los malos castigados. Nada de
eso hay en la “novela B”. Casi todo es emocionalmente insatisfactorio,
y el desenlace o los desenlaces no son para nada idealistas. Tampoco
ocurre la repartición maniquea de premios y castigos. En cierto modo,
todos resultan castigados. Además, la estructura narrativa de la típica
novela rosa es bastante elemental. En cambio la “novela B” tiene una
estructura compleja: hay varias secuencias entreveradas. Lo que pasa
es que la trama “B” parece más opaca, si la ponemos contra el telón de
fondo que es la trama “A”: tenebrosa y llena de tensiones a veces insoportables.
Pero ambas están en una relación de interdependencia, como
lo cóncavo y lo convexo.
A estas alturas ya he leído casi todo el libro y puedo comprobar
una vez más que toda novela, cualquiera sea su tema o estructura, tiene
elementos del género policial: hay un misterio que es necesario develar
y hay pasos que se dan para develarlo; hay preguntas que se hacen y
respuestas que se ensayan, y cadáveres reales o metafóricos que se intenta
esconder en el clóset de la casa o del inconsciente. La ciudad y los
perros no es una excepción. Los siguientes hechos podrían ser factores
que configurarían cualquier novela de misterio clásica: 1) el robo del
examen de Química; 2) el encubrimiento de los cadetes; 3) la investigación
de las autoridades del colegio; 4) la delación de Arana; 5) el posible
asesinato del delator; 6) la pregunta sobre el hechor: ¿quién mató a
Ricardo Arana? La originalidad está en el punto 6. Ninguna novela policial
podría darse el lujo de no ofrecer una respuesta segura, un desenlace
cierto, porque el lector se sentiría defraudado y hasta estafado. La
ciudad y los perros, en cambio, se atreve a dejar el enigma sin solución.
Cuando en un coloquio sobre esta novela, organizado por la Casa de las
Américas de Cuba, le preguntaron a Vargas Llosa si el Jaguar había matado
a Arana, respondió que no sabía. En suma, lo que quiso decir fue: “En una novela los personajes y los hechos terminan por adquirir vida
propia. El autor no tiene nada que agregar. Que cada uno saque sus propias
conclusiones”. Veamos. ¿El Jaguar asesinó al Esclavo? Puede ser. ¿Fue sólo un accidente? Puede ser también. ¿El Jaguar lo mató y los autoridades
del colegio están encubriendo el crimen? Es otra posibilidad. ¿El hecho de que no lo juzguen demuestra que no hay pruebas contra él? Da que pensar, claro. ¿Caso cerrado o caso abierto?
Llego a la tercera parte. La encabeza un epígrafe que dice: “En
cada linaje / el deterioro ejerce su dominio”. Lo firma Carlos Germán
Belli. Es la primera vez que veo este nombre. ¿Un poeta italiano, peruano,
de algún otro país? No lo sé. Me pregunto: ¿Cuál es el linaje en
el que estaba pensando Vargas Llosa? Sin duda el linaje militar, pero
también la raza humana, supuestamente una, pero deteriorada por el
racismo, la violencia, la falsa moral, la hipocresía, la mentira, el abuso
de poder. Varios años después, todavía en Arica, recibo un libro de
poemas que me llega desde Lima. Está dedicado y firmado por “Carlos
Germán Belli”. Tiene un curioso título que también podría haber sido
epígrafe de la novela: El pie sobre el cuello. Los inescrupulosos, como
el Jaguar, siempre le ponen el pie encima a alguien, y los débiles, como
el Esclavo, siempre son los que ponen el cuello. Cuarenta años después,
mientras escribo este testimonio, Carlos Germán Belli, que ahora es uno
de mis mejores amigos, me envía su libro más reciente. Son sus poesías
completas que llevan el título de Los versos juntos (1946-2008). Las
encabeza un prólogo de Mario Vargas Llosa, que entre otras cosas dice: “El pesimismo que transpira la poesía de Carlos Germán Belli es histórico
y metafísico a la vez. Tiene que ver con las condiciones sociales,
que multiplican la injusticia, la desigualdad, los abusos y la frustración,
y con la existencia misma, una condición que aboca al ser humano a un
destino de dolor y fracaso”. Estas mismas palabras, sin quitarles ni una
coma, podrían aplicarse también a La ciudad y los perros.
Una de las estrategias narrativas que más me sorprendieron durante
la lectura del libro fue el uso de lo que podríamos llamar “anagnórisis
centrífuga”. La anagnórisis clásica o reconocimiento, según aparece
en la Poética de Aristóteles, es centrípeta. Se produce hacia adentro
de la obra. Un personaje recibe información inesperada acerca de sí
mismo y pasa de la dicha al infortunio. Esto último es lo que se llama “peripecia”. En el Edipo rey de Sófocles, Edipo descubre que Yocasta
es su madre, con todas las consecuencias que esa revelación desata. En
la novela de Vargas Llosa no hay peripecia, y el reconocimiento ocurre
afuera de la obra. La anagnórisis centrífuga no apunta al personaje,
sino al lector real. Parte del texto y llega al receptor. El narrador habla
continuamente acerca de un determinado personaje, pero omite u oculta
el nombre con el cual se le conoce, dando la impresión de que se trata
de dos personajes distintos. Hasta que en las últimas escenas el lector “reconoce” al innominado, no mediante señales o marcas como en la
tragedia griega, sino porque ahora es nombrado explícitamente. Es lo
que ocurre con el Jaguar. Esta técnica enriquece la configuración del
personaje de una manera novedosa. El lector percibe primero al Jaguar
como una figura unidimensional. No tiene pasado, no tiene historia,
no tiene biografía. Básicamente, es el malo de la película que siempre
piensa, siente y actúa de la misma manera. He aquí la opinión de uno de
los cadetes: “No creo que exista el diablo, pero el Jaguar me hace dudar
a veces”. O: “El diablo debe tener la cara del Jaguar, su misma risa y,
además, los cachos puntiagudos”. Pero en los capítulos postreros el
lector se entera de que no es así. Sin aviso previo, descubre que el otro,
el sin nombre, el tercer pretendiente de Teresa, es el Jaguar en persona.
De personaje esquemático pasa a ser, por acumulación retrospectiva de
datos, una figura de dimensiones múltiples, que no excluyen ni el sentimentalismo
ni la bondad.
Debo reconocer que me perturbó la virulencia de las alusiones
racistas que hay en la novela. Nadie queda bien parado, ni siquiera los
altaneros blancos, que despectivamente son llamados “blanquiñosos”.
De la gente de color se dice: “En los ojos se le vio que es un cobarde
como todos los negros”. Y el individuo que atiende La Perlita es apodado “el injerto”, porque tiene “ojos rasgados de japonés, ancha jeta
de negro, pómulos y mentón cobrizos de indio, pelos lacios”. La voz
cantante de la animosidad contra los serranos la lleva el Boa. Afirma
sin tapujos: “Los serranos son bien hipócritas y en eso Cava era bien
serrano. Mi hermano siempre dice: si quieres saber si un tipo es serrano,
míralo a los ojos, verás que no aguanta y tuerce la vista”. Y más adelante: “Cuídate siempre de los serranos, que son lo más traicionero que hay
en el mundo. Nunca se te paran de frente, siempre hacen las cosas a la
mala, por detrás”. A lo que el Boa agrega:
Será por eso que los serranos siempre me han caído atravesados.
Pero en el colegio había pocos, dos o tres. Y estaban
acriollados. En cambio, cómo me chocó cuando entré aquí la
cantidad de serranos. Son más que los costeños. Parece que
se hubiera bajado toda la puna, ayacuchanos, puneños, ancashinos,
cusqueños, huancaínos, carajo y son serranos completitos,
como el serrano Cava. En la sección hay varios pero
a él se le notaba más que nadie. ¡Qué pelos! No me explico
cómo un hombre puede tener esos pelos tan tiesos.
En asuntos altamente polémicos, siempre ha sido riesgoso dejar
que los personajes emitan juicios de valor, y que el narrador en tercera
persona, que el lector suele asociar con el autor real, se mantenga al
margen. Hace unos días leí un foro en internet, en el que diversas personas
debaten sobre La ciudad y los perros. Varias de ellas están convencidas
de que los conceptos racistas que hay en la novela representan
el punto de vista de Vargas Llosa. No comprenden que el escritor sólo
transmite el estado de situación de la sociedad peruana, con respecto a
las tensiones raciales. Pero el riesgo del malentendido es siempre un
precio que los escritores honestos y temerarios como Vargas Llosa o
Vladimir Nabokov (pienso en Lolita) han tenido que pagar. Uno es acusado
de racista y el otro de pederasta.
En marzo de 1965 fui contratado como profesor en el Centro
Universitario que la Universidad de Chile había establecido en Arica.
Me pidieron que enseñara un curso de literatura hispanoamericana en la
carrera de Pedagogía en Enseñanza Básica. En esos años la mayoría de
los autores que después constituirían el llamado “boom” eran muy poco
conocidos. Sin embargo, yo me iba enterando de las novedades, gracias
a los libros que me hacía enviar desde Santiago mi amigo Pedro Lastra.
Mi programa incluía a Borges, Rulfo, Carpentier, Cortázar, García Márquez
(todavía no publicaba Cien años de soledad) y al joven escritor
peruano Mario Vargas Llosa, autor de La ciudad y los perros, que de
inmediato se transformó en libro de culto para los alumnos. Alberto, el
Jaguar, el Esclavo, el Boa, el serrano Cava llegaron a ser prácticamente
sus compañeros de clases. Hablaban de ellos como si fuera un grupo de
amigos que los estuviera esperando en un bar para tomar una cerveza.
En octubre de ese mismo año iba a realizarse en Lima un partido
definitorio para el Mundial de Fútbol de 1966: Chile versus Ecuador.
Miles de chilenos se aprestaban a partir en toda clase de medios de
transporte hacia la capital peruana. Un grupo de alumnos me propuso
que emprendiéramos el viaje a Lima en dos autos, para asistir al partido.
Después confesaron que en realidad lo que más les interesaba era visitar
las locaciones que aparecen en La ciudad y los perros. Unos días antes
del partido emprendimos el viaje a través de caminos polvorientos, sin
pavimentar. Yo iba en el auto de Julio Torres, un alumno mayor que el
resto. Nos acompañaban su esposa y dos alumnos más. Después de varias
extenuantes horas de viaje por una carretera que, según creíamos,
nos conduciría a Lima, nos cruzamos con varios autos que vienen en
sentido contrario, ondeando banderas chilenas. Nos hacen señas por las
ventanas y nos gritan que nos devolvamos. Se detiene uno de los autos
y el conductor nos dice: “Este camino va a Arequipa, no a Lima.” Dos
horas de viaje perdidas. Nos devolvemos frustrados, pero sin perder el
sentido del humor. “¿Arequipa? ¿No es ahí donde nació Vargas Llosa?”,
dice uno de los alumnos. “Parece que este hombre nos pena”.
Finalmente llegamos a nuestro destino. Después de instalarnos en
el hotel, nos reunimos con los alumnos que venían en el segundo auto,
a planear nuestro tour literario. “El barrio Miraflores no es un problema,
porque aquí estamos”, dice uno de ellos. “Tenemos poco tiempo, dice
otro. Mejor vamos de plano al Callao, ahí está lo mejor: el Leoncio Prado
y el jirón Huatica”. “Claro, agrega un tercero, pero antes echémosle
un vistazo a la estatua de Manco Cápac”. Saca la novela y la abre. “Escuchen
esto, lo tengo subrayado: ‘Manco Cápac es un puto, con su dedo
muestra el camino de Huatica’. ¿Se acuerdan de la Pies Dorados? Estaba
en Huatica, ¿no?”. Abre el libro en otra parte y lee con voz de actor
de radioteatro y exagerado tono sensual:
Alberto se desnudó, despacio, doblando su ropa pieza por
pieza. Ella lo miraba sin emoción. Cuando Alberto estuvo
desnudo, con un gesto desganado se arrastró de espaldas
sobre el lecho y abrió la bata. Estaba desnuda, pero tenía un
sostén rosado, algo caído, que dejaba ver el comienzo de los
senos. “Era rubia de veras”, pensó Alberto. Se dejó caer junto
a ella, que rápidamente le pasó los brazos por la espalda y lo
estrechó. Sintió que, bajo el suyo, el vientre de la mujer se
movía, buscando una mejor adecuación, un enlace más justo.
Luego las piernas de la mujer se elevaron, se doblaron en el
aire, y él sintió que los pies se posaban suavemente sobre
sus caderas, se detenían un momento, avanzaban hacia los
riñones y luego comenzaban a bajar por sus nalgas y muslos,
y a subir y a bajar lentamente. Poco después, las manos que
se apoyaban en su espalda se sumaban a ese movimiento y
recorrían su cuerpo de la cintura a los hombros, al mismo
ritmo que los pies. La boca de la mujer estaba junto a su oído
y escuchó algo, un murmullo bajito, un susurro y luego una
blasfemia. Las manos y los pies se inmovilizaron.
—¿Vamos a dormir una siesta o qué? —dijo ella.
—No te enojes, balbuceó Alberto—. No sé qué me pasa.
“Bueno, chiquillos”, dice cerrando el libro, “Huatica nos espera,
pero ojalá que no nos pase lo mismo que a Alberto”.
Llegamos al Callao y nos estacionamos en las inmediaciones
del Colegio Leoncio Prado. Conseguimos la dirección exacta: avenida
Costanera 1541. El edificio tiene una arquitectura curiosa. Al medio hay
una especie de torre de cuatro pisos, flanqueada a ambos lados por una
estructura de tres, la que a su vez tiene un par de alas de dos pisos. Nos
acercamos a la reja principal. Al fondo se divisa la estatua del coronel
Leoncio Prado. Según la historia peruana, este valeroso oficial arriesgó
su vida por el Perú en varias ocasiones. Fue hecho prisionero por los
chilenos y puesto en libertad con el compromiso de que depusiera las
armas. Pero siguió combatiendo y fue hecho prisionero por segunda vez
y condenado a muerte. Cuando iba a ser fusilado, él mismo dio la orden
de disparar. Un modelo sólido, supuestamente esculpido en granito,
pero que los cadetes de la novela hacían pedazos como si fuera de cristal.
El propósito del colegio era modelarlos como pequeños clones del
coronel Prado; el propósito de los jóvenes cadetes era parecerse lo menos
posible a su modelo. En la novela, uno de los cadetes se refiere a él: “Le contaba que a los chilenos que lo fusilaron les dijo: ‘Quiero comandar
yo mismo el pelotón de fusilamiento’”. Y añade: “Qué tal, baboso”.
Hablamos con uno de los guardias y le preguntamos si podemos
visitar el recinto. “Somos chilenos. Hemos viajado desde Arica especialmente
para conocer el Colegio Leoncio Prado”. Muy amablemente
nos dice que no se puede. Que si antes hubiéramos enviado una carta
pidiendo permiso, a lo mejor nos habrían autorizado. “Lo siento mucho,
jóvenes”. Nos alejamos bastante decepcionados, pero después de todo,
hemos estado ahí, frente al legendario colegio militar. Y es aquí donde
la realidad y la ficción no se dan la mano. Desde afuera, el recinto nos
parece demasiado cotidiano, demasiado de este mundo; en la novela, en
cambio, es el espacio pesadillesco de una temporada en el purgatorio.
Al día siguiente regresamos con el fin de visitar el pecador jirón
Huatica. Siguiendo el libreto de la novela, dejamos a los alumnos, todos
varones, en la esquina de 28 de Julio y Huatica. “En una hora más los
pasamos a buscar en esta misma esquina”, les dice la esposa de Julio
a los alumnos que vienen con nosotros. “Ah, y avísenles a los del otro
auto”. “Y, por favor, no vayan a hacer alguna estupidez con esas mujeres”,
grita, asomando medio cuerpo por la ventana.
A las once en punto de la noche llegamos al lugar convenido.
Los dos estudiantes se suben al auto. No parecen muy contentos. “Fue
un desastre”, dice uno de ellos. “Es la peor experiencia que he tenido en mi vida”. “Hay una especie de cité, con una fila de cuartos que dan
a la calle. Frente a cada puerta había varias colas, algunas de dos o tres
hombres, y otras de unos ocho o más. Entraba un tipo, no estaba ni diez
minutos adentro, salía y entraba el siguiente, y así en adelante. Superdeprimente”. “Lo que a mí más me impresionó”, dijo el otro, “fueron los
papeles. Al lado de cada puerta había un cerro de hojas de papel higénico
arrugadas”.
Casi medio siglo después de haber leído la novela, mi memoria
aún retiene algunas escenas que el tiempo no ha desvaído. Recuerdo
varias, pero son dos las que prevalecen de manera indeleble y por razones
distintas. La primera es el monólogo interior del Boa durante la ceremonia
de degradación del serrano Cava. La segunda es la escena del
bar, cuando Alberto decide llamar por teléfono al teniente Gamboa para
denunciar al posible asesino de Ricardo Arana.
Como sabemos, “perros” es la denominación despectiva que reciben
los cadetes de tercer año y de grados inferiores. La escena a la que
me voy a referir tiene que ver con esos “perros”, pero principalmente
con una perra de verdad, con un animal que se llama Malpapeada. Aquí
queda claro que Vargas Llosa es un maestro en la técnica del contrapunto,
que consiste en combinar dos líneas de acción paralelamente, como
se hace en la música con dos o más melodías. En la escena que nos
interesa, una de esas líneas es la ceremonia ritual para expulsar a Cava.
La otra es el inocente jugueteo de la Malpapeada con los cordones de
los zapatos del Boa, que está cuadrado militarmente, mientras observa
la humillación del serrano. La primera línea es tensa y dramática. La
segunda tiene otro propósito. Al hablarle mentalmente a la perra juguetona,
el Boa puede disimular la fuerte emoción que lo embarga y evitar
que los oficiales se den cuenta de los sentimientos de compasión que
está experimentando, indignos de un duro militar.
Un contrapunto diferente, mucho más complejo y más difícil de
materializar, es el que lleva a cabo Vargas Llosa en la escena del bar y
que tiene a Alberto Fernández como protagonista. Alberto está llamando
por teléfono al teniente Gamboa. Transcribo la escena completa:
Marca el número y escucha la llamada: un silencio, un espasmo
sonoro, un silencio. Echa un vistazo alrededor. Alguien en
una esquina del bar, brinda por una mujer: otros contestan y
repiten un nombre. La campanilla del teléfono sigue llamando
con intervalos idénticos. “¿Quién es?”, dice una voz. Queda
mudo; su garganta es un trozo de hielo. La sombra blanca que
está al frente se mueve, se aproxima. “El teniente Gamboa,
por favor”, dice Alberto. “Whisky americano”, dice la sombra, “whisky de mierda. Whisky inglés, buen whisky”. “Un
momento”, dice la voz. “Voy a llamarlo”. Tras él, el hombre
que brindaba, ha iniciado un discurso. “Se llama Leticia y no
me da vergüenza decir que la quiero, muchachos. Casarse es
algo serio. Pero yo la quiero y por eso me caso con la chola,
muchachos”. “Whisky”, insiste la sombra. “Scotch. Buen
whisky. Escocés, inglés, da lo mismo. No americano, sino
escocés o inglés”. “Aló”, escucha. Siente un estremecimiento
y separa ligeramente el auricular de su cara. “Sí”, dice el teniente
Gamboa. “¿Quién es?” “Se acabó la jarana para siempre
muchachos. En adelante, hombre serio a más no poder.
Y a trabajar duro para tener contenta a la chola”. “¨¿Teniente
Gamboa?”, pregunta Alberto. “Pisco Montesierpe”, afirma la
sombra, “mal pisco Pisco Motocachy, buen pisco”. “Yo soy. ¿Quién habla?” “Un cadete”, responde Alberto. “Un cadete
de quinto año”. “Viva mi chola y vivan mis amigos”. “¿Qué
quiere?” “El mejor pisco del mundo, a mi entender”, asegura
la sombra. Pero rectifica: “O uno de los mejores, señor. Pisco
Motocachy”. “Su nombre”, dice Gamboa. “Tendré diez
hijos. Todos hombres. Para ponerles el nombre de cada uno
de mis amigos, muchachos. El mío a ninguno, sólo los nombres
de ustedes”. “A Arana lo mataron”, dice Alberto. “Yo sé
quien fue. ¿Puedo ir a su casa?”. “Su nombre”, dice Gamboa. “¿Quiere usted matar a una ballena? Déle pisco Motocachy,
señor.” “Cadete Alberto Fernández, mi teniente. Primera
sección. ¿Puedo ir?” “Venga inmediatamente”, dice Gamboa. “Calle Bolognesi 327.” Alberto cuelga.
La literatura siempre ha tenido que enfrentar el problema que
plantea el carácter lineal del lenguaje, es decir, el hecho de que las imágenes
y los conceptos contenidos en las palabras se vayan presentando
unos tras otros, de manera sucesiva, lo que dificulta la representación
de la simultaneidad. En la realidad o en el cine, si dos personas hablan
al mismo tiempo, el receptor puede escuchar razonablemente bien los
parlamentos paralelos. Pero cómo mantener la simultaneidad cuando se
trata de discursos expuestos en un continuum verbal. Es difícil lograrlo,
pero no imposible, como lo prueba la escena antes citada. En este episodio
hay un entramado de cinco voces que se escuchan, ya sea una tras
otra en rápida sucesión, o incluso simultáneamente: la del narrador omnisciente, la de Alberto (monólogo interior y diálogo), la de la persona
que contesta su llamada, la de un parroquiano del bar y la de Gamboa,
también a través del teléfono. Un deficiente manejo técnico podría redundar
en que el lector se confunda y no sepa quién o quiénes están hablando,
pero Vargas Llosa resuelve este desafío con admirable pericia.
Me he referido al aspecto formal, pero también está el contenido de lo
que se habla. Lo que dice el parroquiano sobre sus planes matrimoniales está dirigido a los amigos que lo escuchan, cosa que al lector le interesa
poco o nada. La única función de esta línea del contrapunto es mantener
el suspenso. En cambio la otra línea, lo que dice Alberto, más que
apelar a Gamboa, tiene como destinatario al lector de la novela, porque
le crea expectativas con respecto al enigma que lo mantiene en vilo: el
posible asesinato de Arana.
1969. Recibo inesperadamente la visita de Enrique Lihn. Anda
de paso por Arica. Me cuenta que va a un encuentro de escritores en
Arequipa y que tiene que tomar un avión en la ciudad de Tacna. El problema
es que se le ha perdido el pasaporte. Le digo que no se preocupe,
que lo solucionaremos rápidamente, porque el cónsul de Chile en Tacna
es un escritor: Benjamín Subercaseaux. Conseguido el pasaporte de
reemplazo, yo mismo llevo a Enrique al aeropuerto. Estamos esperando
que llegue el avión en el que debe embarcarse, cuando notamos que
decenas de personas, cámaras y libretas en mano, obviamente periodistas,
inundan el recinto. Aterriza el avión, se abre la puerta y aparece el
mismísimo autor de La ciudad y los perros, acompañado de Patricia,
su mujer. Un poco más atrás vienen Jorge Edwards y Pilar Fernández
de Castro. Apenas Vargas Llosa entra en la sala de espera y divisa a
Enrique, se aproxima a él haciendo caso omiso de los periodistas que lo
acosan, y lo abraza con su afabilidad de siempre. Yo me he mantenido
discretamente al margen, hasta que Enrique, dirigiéndose a Vargas Llosa,
le dice: “Quiero presentarte al poeta Óscar Hahn. ¿Le puedes conceder
unos minutos antes de que te rapten los periodistas?” “Por supuesto
que sí”, contesta extendiéndome la mano. Le digo que quiero invitarlo a
Arica a dar una charla. “Y a usted también, por supuesto”, agrego, mirando
a Jorge Edwards. “No sé si podrían”. “A mí me encantaría”, dice
Vargas Llosa, “pero en vez de una charla preferiría tener un diálogo
con los alumnos y responder sus preguntas”. “Me parece bien,”, digo. “Lo único es que no tenemos ni un centavo para pagarles. Yo los puedo
venir a buscar para llevarlos a Arica y podemos alojarlos a todos en un muy buen hotel, pero no nos alcanza para honorarios”. “No te preocupes”,
dice Vargas Llosa, “vamos así no más. Pero con una condición.
Que me lleves a conocer el Morro de Arica”. Para un peruano, visitar
el lugar donde se había librado una de los combates emblemáticos de la
Guerra del Pacífico es una necesidad existencial. Más aún para Patricia
Llosa, uno de cuyos antepasados había participado en la contienda.
Al día siguiente vuelvo a buscarlos. Él va en el auto, sentado al
lado mío. En esos años había publicado sólo dos novelas: La ciudad y
los perros y La casa verde, pero ya era el benjamín del boom. Le pregunto
si está trabajando en otra novela. Me dice que se dedica a reunir
información sobre un curioso plan del Ejército peruano para llevar grupos
de prostitutas llamadas “visitadoras”, a una guarnición de la Amazonía.
Confiesa que tiene problemas con el título del futuro libro. “Una
posibilidad, dice, sería ponerle el nombre del protagonista”. En este
punto yo ya había tomado confianza, así que me animo a decirle: “Quizás
podría ser simplemente Las visitadoras”. “Bueno”, dice él, “Lo que
está claro es que la palabra ‘visitadoras’ tiene que aparecer en el título”.
El coloquio con Vargas Llosa, en el que también participa Jorge
Edwards, se realiza en el salón de actos de la sede. Hay unas trescientas
personas, en su mayoría universitarios de izquierda, que acuden a ver a
uno de los suyos. Lo recuerdo con mucha nitidez, porque ocurrió un incidente
que nadie habría anticipado. Uno de los estudiantes le pregunta
acerca de una entrevista en la que Vargas Llosa habría declarado que él no era incondicional de ningún régimen. Hasta ese momento Vargas
Llosa era un conocido partidario de la revolución cubana, viajaba frecuentemente
a La Habana y era miembro del consejo de redacción de la
revista Casa de las Américas. Buscando quizás que hiciera una excepción,
el alumno insiste: “¿Eso incluye a la revolución cubana?”. Todos
esperan que Vargas Llosa diga algo así como “bueno, se trata de una
situación distinta”. Pero ante el estupor de los presentes responde con
firmeza: “Lo dije y lo repito. No soy incondicional de ningún régimen,
incluida la revolución cubana”. Y agrega algunas palabras cuya letra no
recuerdo exactamente, pero cuyo espíritu es el mismo de su discurso de
recepción del Premio Rómulo Gallegos, otorgado a La casa verde ese
mismo año: “La razón de ser del escritor es la protesta, la contradicción
y la crítica. La literatura es una forma de insurrección permanente y ella
no admite camisas de fuerza. Todas las tentativas destinadas a doblegar
su naturaleza airada, díscola, fracasarán. La literatura puede morir, pero
no será nunca conformista”. Lo desconcertante es que estas palabras,
que antes de la pregunta del estudiante habrían sido vistas como dirigidas
a las sociedades capitalistas, ahora parecen un inesperado golpe al
mentón del gobierno cubano. Para que se entienda el impacto que causó
su declaración, no hay que perder de vista que fue hecha dos años antes
de la ruptura rotunda y definitiva de Vargas Llosa con el régimen castrista,
a raíz del caso Padilla.
Al día siguiente Jorge Edwards se marchó con unos amigos, Patricia
y Pilar se fueron de compras, y Vargas Llosa se quedó conmigo en
el lobby del hotel. “Vamos al centro a tomar un algo”, me dice. Estuvimos
un par de horas en un café de la calle 21 de Mayo. Recuerdo que
hablamos de Borges y que en un momento se puso a recitar de memoria
los primeros párrafos del cuento “Los teólogos”. Cosa que me pareció
sorprendente, porque el tipo de narrativa que escribe Vargas Llosa tiene
poco o nada que ver con lo que hace Borges, pero demuestra que es
capaz de admirar propuestas completamente distintas a las suyas. No
quise preguntarle sobre La ciudad y los perros. Por alguna razón misteriosa,
preferí que la novela permaneciera intacta en mi imaginación.
Quizás temía que si procesaba los datos algo se haría trizas en mi mente.
Tampoco me atraía saber quiénes eran los modelos reales en los que
se había basado para diseñar a sus personajes. Sabía, eso sí, que él había
sido cadete del Leoncio Prado entre los 14 y los 15 años. Mucho tiempo
después leí que para el personaje del Jaguar se había inspirado en un
alumno de apellido Bolognesi, bisnieto del coronel Francisco Bolognesi,
que había muerto combatiendo en la batalla del Morro de Arica, en
1879. Curiosa coincidencia: el Morro de Arica es el mismo lugar que
Vargas Llosa me había pedido visitar cuando lo conocí en el aeropuerto
de Tacna. La información sobre el origen del Jaguar, en vez de enriquecer
mi percepción del personaje, no hizo más que confirmarme una
cosa: que el joven Bolognesi era una persona y el Jaguar otra, y que en
mi mente el personaje ficticio había terminado siendo mucho más real
que el supuesto modelo.
La crítica ha dicho que Alberto Fernández, el Poeta, es Mario
Vargas Llosa, pero el mismo escritor, en el prólogo a ediciones posteriores
de la novela, reveló algunas cosas. Contó que había empezado
a escribir La ciudad y los perros en Madrid, en el otoño de 1958, y
que la había terminado en París en el invierno de 1961. Y añade: “Para
inventar su historia, debí primero ser, de niño, algo de Alberto y del
Jaguar, del serrano Cava y del Esclavo, cadete del Colegio Militar
Leoncio Prado, miraflorino del Barrio Alegre y vecino de La Perla en el
Callao”. Con esta declaración el mito de que “el Cadete Alberto es Vargas
Llosa”, queda desacreditado. No se trataría entonces de un yo real,
representado por un solo yo ficticio, sino de un “yo plural”, por usar la
expresión de Borges, refractado en varios personajes novelescos. En el
mismo prólogo Vargas Llosa dice algo más que merece ser comentado: “Y debí de adolescente, haber leído muchos libros de aventuras, creído
en la tesis de Sartre sobre literatura comprometida, devorado las novelas
de Malraux y admirado sin límite a los novelistas norteamericanos de la
generación perdida, a todos, pero, más que a todos, a Faulkner. Con
esas cosas está amasado el barro de mi primera novela, más algo de fantasía,
ilusiones juveniles y disciplina flaubertiana”. La suma de las dos
declaraciones citadas, aunque Vargas Llosa las aplica específicamente a
La ciudad y los perros, en el fondo es el vademécum de la novela como
género. La materia con la que se crea cualquier novela es una amalgama
de la realidad vivida, las lecturas del autor, una determinada idea de la
literatura, la puesta en marcha de la imaginación y el trabajo incansable
del escritor.
Desde esos lejanos días de 1969 me he reunido con Vargas Llosa
varias veces, en Estados Unidos, Perú y España. La más reciente fue en
octubre de 2009, en Madrid. Jorge Edwards se encontraba allí de paso
y me llamó al hotel para decirme que Mario nos esperaba en su casa.
Antes de ir compré La ciudad y los perros. Tenía la primera edición
dedicada por él, pero se la presté a una polola de esos años y nunca me
la devolvió. De la conversación en su casa lo que mejor recuerdo es
un diálogo muy enriquecedor con él y con Jorge Edwards sobre Victor
Hugo. Como en otras ocasiones, hablamos de su visita a Arica. Me sorprende
la cantidad de detalles que aún conserva en la memoria, a pesar
del tiempo transcurrido. Mencionó que en esa ocasión fuimos a una
librería, porque él andaba buscando algún libro, cualquier libro, de Juan
Carlos Onetti, y que encontramos una antología de cuentos titulada El
infierno tan temido. “Mira tú, dice él, lo que son las cosas, y varias décadas
después escribí ese libro sobre Onetti”. Le pido que me dedique
el ejemplar de La ciudad y los perros que he llevado. Tiene un prólogo
suyo que dice en las últimas líneas: “Este es el libro que más sorpresas
me ha deparado y gracias al cual comencé a sentir que se hacía realidad
el sueño que alentaba desde el pantalón corto: llegar a ser algún día escritor”. Han pasado cuarenta años desde que nos vimos por primera vez
en Arica, y ahora, qué duda cabe de que su sueño se ha cumplido con
creces. Salimos de la casa de Vargas Llosa a la noche madrileña. “Gran
escritor y gran persona”, dice Jorge Edwards mientras caminamos. “Así
es”, digo yo. “Ojalá que algún día le den el Premio Nobel”.
* * *
Óscar Hahn (Chile, 1938). Miembro correspondiente de la Academia
Chilena de la Lengua y Profesor Emérito de la Universidad de Iowa. Es Master
of Arts por la Universidad de Iowa y Doctor en Filosofía por la Universidad
de Maryland. En 1971 fue integrante del Taller Internacional de Escritores de
la Universidad de Iowa. Algunos de sus libros de poesía son: Arte de morir,
Mal de amor, Apariciones profanas y En un abrir y cerrar de ojos. Su obra
más reciente es La primera oscuridad (2011). En 2009 sus poesías completas
aparecieron en Madrid con el título de Archivo expiatorio. Ashes in Love, una
edición bilingüe de sus poemas, fue impresa en Nueva York ese mismo año.
Entre sus libros de crítica se cuentan: Fundadores del cuento fantástico hispanoamericano,
Magias de la escritura y Vicente Huidobro o el atentado celeste.
Sus poemas han recibido importantes reconocimientos y han sido traducidos a
diversos idiomas. Acaba de recibir el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo
Neruda.
Oscar-Hahn@uiowa.edu.