Los cuatro grandes del cuento hispanoamericano
Por Óscar Hahn
Revista de Libros de El Mercurio, Domingo 2 de Septiembre de 2012
. .. .. .. .. .. .. ..
Al parecer la expresión "los cuatro grandes" (The Big Four) se originó a fines de la Primera Guerra Mundial, cuando los aliados se reunieron para firmar el Tratado de Versalles. ¿Quiénes eran los miembros del magno cuarteto? Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia e Italia. La denominación tuvo fortuna y se usó frecuentemente en la prensa internacional, hasta que el público terminó por hacerla suya y la aplicó a otras valoraciones. En Chile, el crítico Hernán Díaz Arrieta (Alone) publicó en 1963 un estudio con el título de Los cuatro grandes de la literatura chilena. Para él eran Augusto D'Halmar, Pedro Prado, Gabriela Mistral y Pablo Neruda. ¿Por qué no los tres o los cinco o los nueve grandes? Por la simple razón de que es muy difícil romper los clichés verbales que se han instalado en el imaginario colectivo. Son formulaciones fijas, reacias a las variantes. Los grandes son cuatro, como los magníficos son siete, y no hay nada más que hablar.
Así que, rindiéndome a esta nomenclatura, presento aquí a los cuatro grandes del cuento hispanoamericano. Ellos son, cronológicamente, el uruguayo Horacio Quiroga, el argentino Jorge Luis Borges, el mexicano Juan Rulfo y el también argentino (aunque nacido en Bélgica y nacionalizado francés) Julio Cortázar. Uno podría nombrar fácilmente diez o más cuentos de primera categoría escritos por estos autores, entre ellos "A la deriva" de Quiroga, "Las ruinas circulares" de Borges, "Diles que no me maten" de Rulfo y "Casa tomada" de Cortázar.
No se trata de escritores que ocasionalmente escribieron un par de cuentos valiosos. Ellos publicaron libros completos de narraciones breves de gran categoría. He aquí algunos: Cuentos de amor, de locura y de muerte (1917) de Quiroga, Ficciones (1944) de Borges, El llano en llamas (1953) de Rulfo y Final del juego (1956) de Cortázar. Favorece la valoración el hecho de que vieron la luz hace más de medio siglo, por lo que ya no tenemos que preguntarnos si van a perdurar o no, porque está claro que ya perduraron. Además de proporcionarnos una cantidad apreciable de textos significativos, lograron remecer el género mismo. Dice Julio Cortázar que para alcanzar la categoría de obras de arte los cuentos deben ser "aglutinantes de una realidad infinitamente más vasta que la de su mera anécdota". Nuestros autores lo consiguieron, y no pocas veces. Basta leerlos con atención para darse cuenta de que no son fabricantes de cuentos, ni huéspedes circunstanciales del género, sino cuentistas innatos. Por así decirlo, llevan el cuento en la sangre. Como Poe y Maupassant, como Chéjov y Kipling, como Hemingway y Raymond Carver.
Horacio Quiroga, el primer maestro del cuento en Hispanoamérica, a menudo se ve obligado a escribir por necesidad económica. Tiene que cumplir compromisos con La Nación de Buenos Aires o con la revista Caras y Caretas y la premura resiente algunos de sus textos, pero igual se las arregla para consolidar el género en nuestro continente y para producir una cantidad no menor de narraciones de antología. Jorge Luis Borges arma sus cuentos con la precisión de un relojero. Es un ajedrecista de las palabras y de las ideas, que mueve sus piezas magistralmente, hasta que le da jaque mate al lector. En la década de los 50, Juan Rulfo comprende que el problema literario de esos años no es el criollismo, tan acendrado en Hispanoamérica, sino la pobreza de sus visiones y la falta de creatividad técnica con la que enfrentaban los temas vernáculos. Incorpora procedimientos modernos, incluso cinematográficos, y hace del regionalismo una propuesta universal. Por su parte Julio Cortázar dice acerca de sí mismo: "Casi todos los cuentos que he escrito pertenecen al género fantástico y se oponen a ese falso realismo que consiste en creer que todas las cosas pueden describirse y explicarse como lo daba por sentado el optimismo filosófico y científico del siglo XVIII".
Ya en el siglo XIX Edgar Allan Poe, uno de los maestros universales del género, tenía claro cuál era el derrotero a seguir para configurar cuentos estéticamente eficaces. Dice Poe: "Después de concebir cuidadosamente cierto efecto único y singular, el cuentista debe inventar los incidentes, combinándolos de la manera que mejor lo ayuden a lograr el efecto preconcebido". Cuando el cuento desemboca en ese "efecto único y singular", es para producir en el lector algún tipo de revelación superior. Uno entiende entonces que el mismo Poe agregara: "El objetivo del cuento es la verdad". Es la verdad a la que muchas veces llegaron los cuatro grandes del cuento hispanoamericano.