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El libro de los gatos imaginarios
Por Oscar Hahn
Revista de Libros, Domingo 5 de enero de 2014
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De los numerosos textos literarios que existen acerca de los gatos, el más conocido es el cuento de Edgar Allan Poe "El gato negro". El pasado agosto, mes de los mininos, se cumplieron 170 años desde que fuera publicado por la revista norteamericana Saturday Evening Post. Difícil olvidar la imagen final, en la que aparece el cadáver de una mujer emparedada de pie, con el diabólico felino agazapado arriba de su cabeza. Así culmina esta escalofriante metáfora de la culpabilidad.
Emblemáticos son también el cuento infantil de Perrault "El gato con botas", cuya osadía e ingenio me asombraban cuando niño; el poema "Los gatos", que según Baudelaire "buscan el silencio y el horror de las tinieblas"; el evanescente gato de Cheshire y su sonrisa autónoma, de Alicia en el país de las maravillas; y los juegos verbales de T. S. Eliot en Old Possum Book for Practical Cats, que inspiró la comedia musical Cats.
Todavía tengo en mi memoria la imagen de algo que vi en el Museo de Historia Natural de Chicago. En la sección de Egiptología estaban las predecibles momias que el cine ha resucitado para aterrorizar a muchas generaciones, pero lo que más me llamó la atención fueron unas momias de gatos egipcios. Estos pequeños difuntos, envueltos en vendas, me infundieron una extraña mezcla de miedo, ternura y compasión.
En cuanto a mi experiencia personal, no literaria, si dijera "Yo nunca tuve gatos", esta declaración sería falsa y verdadera a la vez. Si en ella la palabra "gatos" se refiere a la subespecie de mamíferos, es falsa; si se refiere al animalito macho, es verdadera. No tuve gatos, pero tuve gatas. Hembras. La primera a los 6 años. La llamé Coneja, porque había nacido sin cola. La segunda, ya adulto, fue la gata siamesa Michelle, bautizada así en homenaje a los Beatles. Y por último, en Iowa, la regalona y cariñosa Cuchita, a la que tuve que dar en adopción porque le producía ataques de asma a mi hija Constanza. Sus lastimeros maullidos y su triste mirada en el momento de la despedida no los olvidaré jamás.
He recordado todo esto a raíz de la publicación de una antología que acaba de aparecer en Madrid con el nombre de Gatimonio (Lebas, 2013) y que también podría titularse "El libro de los gatos imaginarios". Son poemas de 99 autores hispanoamericanos, reunidos por el poeta colombiano Sergio Laignelet. No dispongo de espacio para hablar de todos ellos, así que me detendré en unos pocos. Por ejemplo, en el notable poema de Juan Luis Martínez "La probable e improbable desaparición de un gato por extravío de su propia porcelana", en el que la porcelana reflexiona y está tan viva como cualquier animalito real. O en el sentimental y nostálgico "A un gato que no volvió", de Eliseo Diego, felino negro que se marchó con una gata blanca. O en el soneto "A la muerte de un gato de Manhattan", de Enrique Lihn, inspirado en el deceso de Athinulis, un genuino micifuz doméstico (y no un selvático tigre en miniatura), cuyo dueño era su amigo y traductor al griego Rigas Kappatos. O en los versos de Olga Orozco dedicados a una gata suya que la acompañó 15 años, por su "sabiduría para excavar la noche y descubrir sus presas y trampas". También habría que mencionar "Pussykatten", de Nicanor Parra, una elegía a un gato que enfrenta la vejez y que "ahora se lo pasa/ acurrucado cerca del brasero" donde hasta las ratas se atreven a morderle la cola. Y el poema en prosa "Gato loco", de Jaime Sabines, cuyo regalón no era un insano como él creía, sino que rondaba por las habitaciones toda la noche, a la caza de "fantasmas, malas vibraciones y extraterrestres".
Mark Twain sostenía que la cruza entre gatos y seres humanos mejoraría a los humanos, pero perjudicaría a los gatos. Después de leer muchas de las cosas que se escriben en las redes sociales, la verdad es que uno se siente inclinado a darle la razón a Mark Twain y a ensayar algunos maullidos. Por si acaso, digo yo.