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Esa fiesta mortal del lenguaje: Conversación con Óscar Hahn

Por Miguel Ángel Zapata
Publicado en Periódico de Poesía. Mayo de 2009


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Voy a comenzar con la pregunta ritual. ¿Cómo y cuándo fue que empezaste a escribir poemas? ¿Recuerdas las circunstancias?
—Las recuerdo bastante bien porque tuvieron que ver con un hecho puntual. Yo nací en Iquique, un puerto que está en el extremo norte de Chile. Después, mi familia se trasladó a Rancagua, cerca de Santiago. Tendría unos 16 años. Allí, a la salida del colegio, mi novia me exigió que le escribiera un acróstico. Yo ni siquiera sabía qué cosa era un acróstico y mi trato con la poesía era nulo. Entonces, como no quería quedar mal con ella, me fui donde un amigo que era poeta y le pedí que escribiera el acróstico para presentarlo como mío. Al día siguiente se lo mostré, pero ella no me creyó y me conminó a que le escribiera otro ahí mismo. No me quedó más que intentarlo. Lo leyó y me dijo: “Está bien, te creo”. Lo que más me sorprendió de todo este episodio es que escribir el acróstico no me costó nada. Sentí que había descubierto algo nuevo. Escribí poco más de 20 poemas en un cuaderno. Al regresar del colegio a mi casa, tenía que pasar por un puente que está sobre un pequeño río. Un día, mientras caminaba, me fui releyendo los poemas. Los encontré malos. Cuando llegué al puente, tiré el cuaderno al agua. Empecé otra vez desde cero. Los poemas que escribí después son los que están en Esta rosa negra, mi primer libro.

Empiezas entonces con un ejercicio drástico de autocrítica. Ese pequeño libro lo escribiste entre los 17 y los 20 años y tiene como foco único el tema de la muerte. Llama la atención que un poeta tan joven tuviera esa preocupación.
—La verdad es que nunca he entendido por qué razón ese tema se adueñó de mi poesía desde mis inicios y sigo sin entenderlo. La pérdida temprana del padre, por defunción o por ausencia del hogar, parece ser una constante en la vida de muchos poetas. Mi padre murió cuando yo tenía 4 años, pero no me atrevería a decir que ahí está la génesis de mi temática. Como sea, el caso es que la obsesión por la muerte adquirió dos modalidades distintas: la desaparición del individuo, y el exterminio colectivo por efecto de la guerra. Estas dos vertientes reaparecen, en mayor o menor medida, en todos mis libros posteriores.

Desde luego es el tema que preside Arte de morir, que en el fondo es tu primer libro, porque tus dos cuadernillos anteriores, Esta rosa negra y Agua final, están integrados a ese volumen. Dices que en Arte de morir aparecen la muerte personal y la muerte masiva a consecuencia de la guerra. Particularmente de la guerra nuclear, agregaría yo. Me interesa que me hables sobre este segundo aspecto que ya es perceptible en Reencarnación de los carniceros, que escribiste a los 17 años. Además acabas de reunir tus poemas bélicos en una edición muy bella, con el título de Poemas radiactivos.
—Bueno, yo tuve una conciencia muy temprana del peligro que significaba la proliferación de armas nucleares. Cuando se lanzó la bomba atómica en Hiroshima y después en Nagasaki tenía 7 años, estamos hablando de 1945. Ese año o el año siguiente, escuché una conversación en mi casa sobre la bomba atómica y la aniquilación de esas dos ciudades. Todo esto me impresionó muchísimo, tanto es así que frecuentemente tenía pesadillas sobre el fin del mundo. Eventualmente todo eso fue a parar a mis poemas.

La presencia de la tradición española de la Edad Media y de los siglos XVI y XVII es perceptible sobre todo en Arte de morir, aunque menos en tus otros libros. Cómo llegas a ella, considerando que tus coetáneos chilenos tenían más bien una actitud indiferente hacia la poesía española de cualquier época.
—Lo que pasaba era que ellos eran grandes lectores de poetas que escribían en otros idiomas, especialmente en francés y en inglés. Pero como no dominaban esas lenguas, tenían que leerlos en traducción. A mí me interesaba más tener la experiencia de leer a Garcilaso, San Juan, Góngora o Quevedo en una lengua que yo podía entender y gozar y cuyos procedimientos verbales podía admirar. Si yo leo, por ejemplo, a San Juan de la Cruz, leo a San Juan de la Cruz; pero si leo a T. S. Eliot en castellano, no estoy leyendo a Eliot, sino al traductor de Eliot. Después de vivir muchos años en Estados Unidos pude leer a Eliot sin intermediarios y es una experiencia muy distinta. Lo cual no significa que yo no respete y admire el arte de la traducción. Pero en estricto rigor, una traducción es un meta-poema, es decir, un poema sobre otro poema.

Que es en cierto modo lo que hiciste con el cancionero anónimo Flor de enamorados, impreso por 1562.
—Dices bien: en cierto modo. Porque “traduje” al castellano moderno los poemas que estaban en castellano antiguo, pero los trabajé como si fueran borradores de poemas míos y me tomé la libertad de hacerles toda clase de modificaciones.

Has nombrado a poetas de los siglos XVI y XVII. Y la Edad Media, ¿qué papel juega en todo esto? Hay una cita que tengo a mano y que me gustaría reproducir. Es del crítico chileno Ricardo Latcham, ya desaparecido. Comentando Esta rosa negra dice que “tiene ese equilibrio entre lenguaje oral y lenguaje escrito, característico de los poetas medievales”.
—Yo me inicié como lector de poesía un día que estaba esperando a un amigo en una biblioteca y saqué por azar una antología de poetas españoles medievales. Estaban desde luego las Coplas de Jorge Manrique, la Danza de la Muerte y otros poemas funerarios que me llamaron mucho la atención. Además, siempre tuve esa idea de que el siglo XX era como una nueva Edad Media. Muchos años después vi un libro de Umberto Eco en el que desarrollaba la misma idea. Lo que me atrajo de esos textos antiguos fue exactamente lo que dice Latcham.

En el fondo, lo que Latcham implicaba es algo que ha sido el sello de tu poesía y es que en ella pueden convivir hasta los lenguajes más opuestos y más contradictorios.
—Así es. Y esto tiene que ver con el concepto pluralista que tengo de la poesía. En Hispanoamérica hay ciertas tendencias sectarias que yo rechazo. Eso de: “escriban todos como yo”, no me acomoda. Son las tentativas por establecer la dictadura de un canon único, que todos deberían acatar. Yo defiendo que es más fructífera la existencia de una pluralidad de estéticas, que pueden coexistir paralelamente y hasta manifestarse en un solo poeta. El pluralismo es absolutamente central en mi poética y en mi pensamiento político.

Es decir, que el crítico sueco Gustav Siebenmann da en el blanco cuando dice que tú eres el gran integrador dentro de la poesía chilena.
—Lo de “gran”, no sé. Lo de “integrador”, sin duda. Lo que yo he dicho es que a mí no me interesa romper con nada. No quiero restar, sino sumar.

Podemos decir que Arte de morir tuvo una larga gestación si consideramos que incluye poemas escritos a lo largo de unos 20 años. En cambio tu libro siguiente, Mal de amor, te tomó sólo unos meses. Hay una gran diferencia, ¿no es cierto?
—Desde luego. Ahora, déjame decirte algo. La presencia de la muerte me inquietaba, pero me inquietaba aún más la ausencia del amor, a una edad en la que este sentimiento es tan importante en la vida de las personas. Hasta que en 1980 ocurrió un hecho inesperado en mi evolución poética. Mientras Arte de morir había tenido una lenta y larga maduración, Mal de amor surgió en apenas cinco meses. El tema amoroso irrumpió un día de agosto y los poemas empezaron a surgir casi sin pausa. Pero debo reconocer que ni siquiera en este nuevo escenario la muerte le cedió todo el espacio al amor. Cuando el amante del libro es abandonado por la mujer, pierde su forma física y se transforma en un fantasma que utiliza sábanas, fundas de almohada y toallas para materializarse subrepticiamente frente a ella.

Entrada directa en la literatura fantástica, podríamos decir, aunque esta dimensión de tu poesía había sido vislumbrada antes. En un artículo que apareció en la revista Ínsula en 1977, Graciela Palau de Nemes dice textualmente: “La sensibilidad contemporánea no había dado en Hispanoamérica una verdadera poesía fantástica hasta Hahn”. ¿Estás de acuerdo con ella?
—Sin pronunciarme sobre esa supuesta anticipación, me parece una intuición suya bastante aguda, porque hasta ese momento yo había publicado solamente Arte de morir y mis nexos con lo fantástico son más evidentes en mis libros posteriores. Desde luego, como te decía, en Mal de amor, con la figura del fantasma erótico, y después con la entrada en escena de los prefantasmas.

Ya que hablamos de Mal de amor es inevitable mencionar que éste fue el único libro de poesía prohibido en Chile durante la dictadura de Pinochet. ¿Qué fue lo que pasó?
—En ese tiempo, para que un libro pudiera publicarse o distribuirse, había que pedir un “permiso de circulación” al Ministerio del Interior. Con ese nombre trataban de eludir la palabra “censura”. El editor imprimió el libro y lo distribuyó en las librerías, pensando que lo del permiso sería un simple trámite, ya que se trataba de un libro de poemas de amor. Pero cuando fue al Ministerio se encontró con la sorpresa de que el permiso le fue negado y se le ordenó que retirara todos los ejemplares de las librerías y que destruyera la edición completa.

Ya que no era un libro político o de protesta contra el gobierno, ¿tienes alguna idea de cuál fue la razón que motivó la censura?
—La verdad es que nunca he podido saberlo. Hay toda clase de teorías, eso sí, algunas bastante curiosas. Por ejemplo, que el autor habría tenido una relación adúltera con la esposa de un alto funcionario del régimen y que ella sería la “bella enemiga” que inspiró el libro. Una revista peruana llegó un poco más lejos y afirmó que el marido engañado era un almirante. Hasta el Washington Post intentó una explicación diciendo que había un poema que era ofensivo para la Virgen María. En fin, cosas así.

¿Es posible que esto tuviera algo que ver con el hecho de que a raíz del golpe militar estuviste preso y después tuviste que salir al exilio?
—Es una posibilidad. A mí me tomaron preso en Arica la misma noche del golpe militar, es decir, el 11 de septiembre del 73. Estuve un corto tiempo en la cárcel y al año siguiente me fui a Estados Unidos. Lo de la censura ocurrió en 1981, así que no veo un vínculo inmediato. Tiene que haber sido algo que sucedió cerca de la publicación del libro.

Ya que el poema supuestamente culpable es “Misterio gozoso”, dejemos este asunto en el misterio. En una respuesta anterior mencionaste a los prefantasmas. Quizás sería bueno que hablaras sobre esos extraños personajes que deambulan por tus poemas.
—Los prefantasmas son seres que todavía no han nacido en un cuerpo, pero cuya presencia inmaterial es perceptible de distintas maneras. Hay que distinguirlos de los fantasmas tradicionales, que son posteriores a la muerte. Estos son anteriores al nacimiento, pero igual nos visitan de vez en cuando y andan penando por ahí.

Llegaste a Estados Unidos como exiliado en 1974. Hiciste tu doctorado en Filosofía en la Universidad de Maryland, donde estuviste 3 años, y en 1977 fuiste contratado como profesor de Literatura Hispanoamericana por la Universidad de Iowa, cuya sede está en Iowa City. Esta ciudad es considerada una de las más “literarias” de Estados Unidos. Allí están el famoso Workshop y el Taller Internacional de Escritores. En tus más de 30 años en esa ciudad tienes que haber conocido a escritores muy importantes. Si tuvieras que destacar a uno solo, ¿quién sería ese escritor?
—Tienes razón. Por Iowa City ha pasado medio mundo. Desde luego, muchas figuras mayores de la literatura norteamericana, como Tennessee Williams, Robert Lowell, John Cheever o John Irving. Y la cantidad de profesores o ex alumnos que han obtenido el Premio Pulitzer es impresionante. A muchas de esas personas las conocí muy superficialmente. Por eso, si tuviera que nombrar a uno en particular, tendría que ser Raymond Carver, con el cual tuve un trato bastante frecuente durante el primer semestre de 1978.

En este momento, ¿qué recuerdas de él?

—Que era un tipo grandote, con pinta de oso y cara de niño. Compartimos un café muchas veces con un grupo pequeño de colegas y alumnos de la universidad. Lo recuerdo no sentado, sino casi tendido en su silla, con sus largas piernas estiradas. Escuchaba todo con mucha atención, pero sin mirar al que hablaba. En esos años había publicado dos libros de cuentos que fueron bien recibidos por la crítica, pero todavía no era la leyenda en la que se ha convertido hoy.

Si no calculo mal, Carver tenía 40 años cuando lo conociste y su obra era más o menos exigua. Tú tampoco has sido un autor muy prolífico, ¿no es cierto? De hecho en tu último libro, que incluye todos tus poemas a la fecha, hay 226 poemas. En 54 años de poesía, da un promedio de cuatro poemas por año. ¿A qué se debe esto?
—Lo que ocurre es que desde el episodio juvenil del puente tuve la convicción de que la creación poética tenía que obedecer a una poderosa necesidad interior, y el momento de poner los versos en el papel tenía que llegar como un llamado. Es algo semejante a lo que experimentan las personas con vocación religiosa, cuando dicen que sienten el llamado de Dios. Este es sólo un ejemplo, claro. Lo que quiero decir es que yo me pongo a escribir un poema cuando siento el llamado de la poesía. Y eso no puede ocurrir a cada rato.

Óscar, estamos entrando en un terreno que me interesa mucho. En varias entrevistas te has referido a esta especie de “llamado”, y si no entiendo mal, es lo mismo que has denominado “apariciones”. ¿Es así o estoy equivocado?

—No, no, estás bien. Te explico esto de las apariciones. Son versos sueltos o fogonazos verbales que irrumpen desde el interior del sujeto. No vienen de una dimensión o de una alteridad ajena al yo, como ocurre con las revelaciones religiosas o con la intervención mitológica, cuyo origen, se supone, es Dios o las musas. Mis apariciones son algo completamente distinto a lo que habitualmente se denomina inspiración. Las he comparado con otras apariciones que entran en el orden de lo sobrenatural, como cuando a alguien se le aparece la Virgen María. Pero las mías no son apariciones religiosas, sino profanas, y se exteriorizan mediante la palabra. Me gustaría puntualizar, eso sí, que lo que estoy diciendo no pretende tener un alcance universal. Sólo estoy describiendo un fenómeno particular, es decir, lo que me pasa a mí y nada más.

Ya sabemos entonces a dónde apunta el título de tu libro Apariciones profanas, publicado por Hiperión en 2002. Dices en una entrevista que algunos de tus poemas te dan miedo porque son como profecías privadas. Cuando los lees retrospectivamente descubres que anunciaban algo que te ocurriría después. Por ejemplo, “La muerte es una buena maestra”.
—De verdad es muy inquietante. En octubre de 1998 tuve un infarto al miocardio que casi me cuesta la vida. Varios meses antes, y sin que jamás hubiera tenido ni el más leve malestar al corazón, escribí un borrador en el que el protagonista tiene un ataque al corazón y va a parar a un hospital. Es el poema que tú citas. Las llamé “profecías privadas” para distinguirlas de las otras, de las tipo Nostradamus, porque tienen una validez limitada, puramente personal.

Bastante perturbador por cierto. En ese mismo libro hay un poema que es muy emblemático en Chile: “Hueso”.
—Sí, es un homenaje a los detenidos-desaparecidos. Te confieso que me cuesta mucho leerlo en público. Se forma una atmósfera tan especial que cuesta controlar la emoción.

En un abrir y cerrar de ojos ha sido tu libro más galardonado. En 2005 ganó el premio Casa de América de España, después el premio del Consejo Nacional del Libro de Chile y finalmente el premio José Lezama Lima de Cuba. ¿Qué me dices?
—Que lo considero una compensación de alguna divinidad ecuánime. Sucede que En un abrir y cerrar de ojos tuvo una gestación bastante tormentosa. En septiembre de 2005 sufrí un desprendimiento de retina grave. Estuve a punto de perder el ojo derecho y debí ser operado de urgencia. Durante los meses de convalecencia fueron saliendo una serie de poemas que a duras penas lograba garrapatear en hoja sueltas, porque casi no veía. Al final de ese verdadero calvario me encontré con que tenía en mis manos un nuevo libro de poemas: En un abrir y cerrar de ojos.

¿Recuerdas cómo surgió el título?
—Claro. En medio de la experiencia que te acabo de contar estuve pensando lo siguiente: abrimos los ojos al nacer y los cerramos al morir; entre medio, muy velozmente, transcurre la vida: en un abrir y cerrar de ojos.

Tienes fama de ser un eximio autor de sonetos. ¿Qué te atrae en este tipo de composición tradicional?
—En Chile se ha exagerado mi supuesta condición de sonetista. Lo cierto es que en mis más de 50 años de poesía he escrito sólo 30 sonetos. Aunque parezca raro, yo no elijo utilizar esta forma. Surge la aparición, que puede estar compuesta de uno o dos versos, y yo no sé si va a terminar siendo un poema en versos libres o una composición clásica. Pero en algún punto de su desarrollo empieza a tomar la configuración de soneto y yo simplemente me dejo arrastrar por la estructura que se va insinuando.

Enrique Lihn describió tu poesía como “esa fiesta mortal del lenguaje”, frase que he elegido como título de esta entrevista. También se refirió a ti como “el vero artista de la palabra”. En este caso, ¿estaba pensando en tus sonetos?
—Yo creo que se refería específicamente a los poemas de Arte de morir, fueran sonetos o no. Él escribió varios ensayos sobre ese libro. A excepción de Mal de amor, Enrique no conoció mis publicaciones siguientes. Cuando aparecieron ya había fallecido. Él sabía, eso sí, que para mí el poema es una obra de arte, como la pintura o la música o el cine. Y esto no tiene nada que ver con esteticismos o con la doctrina del arte por el arte.

En tus dos últimos libros, En un abrir y cerrar de ojos y Pena de vida, el tema de la guerra reaparece de una manera muy impactante. Poemas como “Los jinetes del Pentágono”, “En la tumba del soldado desconocido” o “Retrato de familia iraquí” remecen hasta al lector más insensible.
—Lo que ocurre es que viviendo en Estados Unidos me vi enfrentado al problema de la guerra de una manera cotidiana. Los dos libros que mencionas fueron escritos durante el período de las Torres Gemelas y las guerras de Irak y de Afganistán. Yo veía a mis propios estudiantes de la Universidad de Iowa partir a la guerra y a algunos de ellos regresar adentro de un ataúd. Además pensaba en los miles de iraquíes y afganos que morían en sus respectivos países. Antes de vivir en Estados Unidos yo ya tenía una sensibilidad muy acusada con respecto a la barbarie que representa la guerra. Pero otra cosa es vivir bajo un gobierno que está lanzando bombas y misiles a cada rato contra otros países.

Como hemos dicho, hay diversos temas o aspectos muy definidos dentro de tu poesía: el erotismo, la muerte individual, la guerra convencional o nuclear, lo fantástico, la convivencia de tradición y modernidad, pero hay una línea que se insinúa en el poema “Invocación al lenguaje” de Arte de morir, pero que sólo cristaliza en tus últimos libros. Es lo que podríamos llamar la de poemas que hablan sobre el arte de la poesía. ¿A qué atribuyes la irrupción de este tema?
—No lo sé. Puede ser a una deformación profesional, ya que he sido profesor de literatura por muchos años. Lo que sí puedo decirte es que nunca me propuse introducir esa línea. Aún más, ni siquiera estaba consciente de ella hasta que el crítico venezolano Miguel Gomes la puso en evidencia. Pero me parece que en poemas como “¿Por qué escribe usted?” o “Arte poética” lo único que queda claro es que no sé por qué escribo, ni cuál es mi arte poética.

De acuerdo, en esos poemas nunca das una respuesta y todo permanece abierto. Pasando a otra cosa, hay un aspecto que llama la atención en tu poesía y es que, aunque a veces recurres a la tradición medieval o clásica, tus poemas incluyen con toda naturalidad elementos que podríamos llamar de la tecnología actual o del mundo moderno: televisores, computadoras, celulares, e-mails, la bomba atómica, un jet a 30,000 pies de altura o la radioactividad, por nombrar algunos. ¿Cómo consigues que esta especie de disonancia no produzca un efecto negativo en el lector?
—A ver, en el arte actual las disonancias no son necesariamente malas, pero en mi caso tiene que ver más bien con algo que encuentras en el pensamiento de Heráclito y que es la coincidencia de los opuestos. Así como la muerte está en la vida, o el sueño en la vigilia, la tradición y la modernidad convergen y se fusionan en un punto, y ése punto es el presente desde el cual escribo.

A propósito de lo que dices recuerdo tu poema “Fragmentos de Heráclito al estrellarse contra el cielo”, que fue citado por Fernando Savater en uno de sus ensayos. Pero quizás el poema tuyo más conocido sea “En una estación del Metro”, de Versos robados. Puede encontrarse en la web en innumerables blogs y está hasta en YouTube. ¿No te preocupó ponerle el mismo título que tiene un poema de Ezra Pound?
—Al contrario. Quería mostrar que el hecho de que dos poemas tengan el mismo título no significa nada. Era como un desafío a los críticos. Quería decirles: o.k., me voy a robar este título y voy a hacer explícita la semejanza. Ahora hablen de las diferencias que hay entre los dos poemas. El problema es que a los críticos les cuesta mucho hablar de la diferencias.

La editorial Visor acaba de publicar tus poesías completas con el nombre de Archivo expiatorio. Lo de “completas” puede ser relativo, me imagino.
—Esperemos que sí. Digamos que es sólo un alto en el camino. Antonio Machado escribió: “Al andar se hace camino/ y al volver la vista atrás/ se ve la senda que nunca/ se ha de volver a pisar”. Gran verdad con respecto a la vida. Pero el arte tiene su propio modo de existencia, y los lectores de Archivo expiatorio podrán volver a pisar la senda que mis poemas han trazado desde 1955 hasta el presente, cuantas veces quieran. Ojalá que esos versos no hayan sido, como dice el mismo Machado, “sólo estelas en la mar”.



 

 

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