"Crónica del Reino de Chile", de Omar Lara
(Bucarest: I.P. "Buletinol Oficial" S. II, 1976)
Por Juan Armando Epple Publicado en Araucaria de Chile, N°1, 1978.
La dura experiencia del golpe militar de 1973 ha dejado una huella profunda en quienes la vivieron, una huella que comienza a manifestarse, en relación al arte, en el modo como el lenguaje artístico sacude sus antiguos ropajes para organizar la experiencia vital desde una perspectiva distinta, donde el yo se despoja de su precario signo individual para hacerse solidario de un sentir colectivo que asedia la realidad a partir de sus manifestaciones más concretas, más palpables, para reformular a partir de allí los valores que están en juego, valores que dejan de ser simples abstracciones metafísicas para transformarse en signos de una carnatura histórica.
En la poesía que se escribía en Chile antes de esa experiencia histórica tan encontrada como fue el avance hacia el socialismo durante el gobierno de Allende y luego la regresión violenta hacia la dominación oligárquica con la dictadura de Pinochet, se perfilan dos líneas básicas, representadas por dos buenos autores que son las voces destacadas de la generación precedente: Jorge Teillier y Enrique Lihn. Por una parte, estaba esa poesía que Teillier denominaba la "poesía lárica", caracterizada por la búsqueda de un orden básico posibilitado por el acercamiento a la tierra y a la experiencia de la realidad elemental, primaria, del hombre, una poesía que le otorgaba preeminencia a ese espacio inicial que es el lar familiar. Este centro básico, claramente sublimado por los poetas láricos, en oposición a la degradación del orden social del mundo adulto, surgía como el "espacio feliz", como un lugar cuyos valores olvidados concentraban la experiencia de ser, y cuyo rescate —de allí el predominio de un temple poético de constante afirmación— significaría el reencuentro con el sentido esencial del ser que lograba recuperar esa identidad original. A esa actitud poética, que fue definiendo Alberto Rubio, Rolando Cárdenas, Jorge Teillier (y en un registro más cercano a Neruda, es decir, buscando el fundamento en las fuerzas contradictorias del mundo material, Efraín Barquero) se adhirió por ejemplo Jaime Quezada, Floridor Pérez, Enrique Valdés.
Frente a esta poesía se destacaba otra que, partiendo de Nicanor Parra y reafirmándose con nuevos rasgos en Enrique Lihn, manifestaba la imposibilidad de acceder a espacios puros, no contaminados por la impronta de civilización y enajenación que marcan la experiencia vital del presente. La búsqueda se resolvía aquí en un horadar infructuoso en el círculo hermético de una individualidad gastada, donde sólo se rescataban destellos fugaces de plenitud (los rostros del amor, la entrega algo voluntariosa a la lucha social, u otros instantes rescatables de la vivencia fragmentada de lo humano. Pero en el fondo se asistía a la convicción de la fragmentación y de la preeminencia trágica de la temporalidad del ser, imponiendo un sentimiento de soledad y desazón en la mirada, y una actitud que fácilmente desembocaba en la ironía o la autocompasión.
En oposición a esa visión replegada o en la nostalgia de la infancia provinciana (que en su oportunidad Carlos Santander observó de reojo cuando propuso: "tuércele el cuello al ganso") o en el corrosivo "soliloquio del individuo", la poesía reciente parece encontrar en la inmediatez de la realidad histórica a la vez la materia y la justificación básica de su voz. Es una poesía donde el lirismo va siendo atemperado, y a veces diluido, por una preocupación testimonial o narrativa, que quiere explicar desde los mismos hechos la dura dialéctica del mundo que el poeta ha tenido que vivir, en una experiencia que se sabe compartida. La realidad impone violentamente sus fueros sobre la conciencia, obligando a una revisión de los supuestos que marcan la relación entre el poeta y su mundo, y exigiendo como tarea prioritaria una atención minuciosa a los hechos próximos, a lo que es palpablemente existente. Si hubiera que postular un manifiesto para justificar este cambio, bastaría con revisar a Neruda antes del Canto General ("Explico algunas cosas"). Pero como diría Juan Carlos García: aquí las explicaciones sobran.
En los dos poetas chilenos que han obtenido recientemente el premio Casa de las Américas (Omar Lara en 1975. por Oh buenas maneras, y Hernán Miranda en 1976 por La Moneda y otros poemas) puede advertirse el paso desde una poesía cuyo sujeto básico es el yo y sus conflictos (por lo general, poemas escritos antes del golpe) a otra donde ese yo se convierte en aliado urgente de una conciencia colectiva que debe expresar una experiencia que es de dominio común, y donde la voz deja de ser dominio privado del poeta para erigirse en una posibilidad de representación de la sensibilidad y las convicciones de esa humanidad tan concreta que fuimos aquilatando en el Chile de los años de Allende, y que luego fue puesta a prueba por la dictadura de Pinochet.
Se trata de un cambio gradual, en vías de generar una poesía cualitativamente diferente, honda y poderosa como aquella que ha surgido en otros momentos decisivos de la historia del país. Por ahora, esta poesía avanza equilibrándose entre dos tentaciones fáciles que sólo la madurez del oficio podría evitar: por una parte, la tentación por concentrarse en el testimonio o la denuncia, sin que la voz poética trascienda la lectura del hecho que describe; y por otra, la exaltación subjetiva, nostálgica, del mundo amable que ha quedado atrás, en un allá geográfico y temporal (que es, a fin de cuentas, tentación del exilio).
Son dos tentaciones rozadas y salvadas exitosamente por Omar Lara en su último libro (o en lo que es, en realidad, un texto provisorio, modificable y ampliable). Y es que Omar Lara tiene en ese curriculum vitae que sólo puede mostrar en sus poemas dos antecedentes que son rasgos básicos de la nueva generación de poetas chilenos (aceptemos el término sólo como un convencionalismo metodológico, porque hablando en plata, Gonzalo Rojas ya liquidó brillantemente la vieja idea de las distinciones generacionales, pese a Goic y discípulos fieles); como impulsor de las actividades de Trilce, Omar estuvo siempre atento a la valoración de las voces prestigiosas de los poetas mayores —es cuestión de revisar los programas de los encuentros nacionales de poesía organizados en Valdivia— y su poesía tiene la huella de lecturas minuciosas de poetas chilenos precedentes (además de un Maiakovsky que algunos amigos intentamos robarle, en vano); como partidario de la Unidad Popular, también vivió la represión, la cárcel y el exilio.
Ya el título es un índice de la extensión expresa de los poemas, y de las opciones que ejercita la palabra: una crónica es la vez un recuento de la experiencia colectiva, un compendio de lo vivido por el “nosotros”, y una ordenación de esa experiencia a partir de la vivencia íntima del “yo”. Y la organización del texto descubre justamente esa interrelación: la primera parte, “la primavera de Chile“, es un canto muy personal a una geografía física y humana tronchada por la muerte, donde la presencia del río Valdivia (sobre todo en el poema “Hablo de Luis Oyarzún, del río Valdivia, etc.“) es una onda inquietante —también razón de la palabra— que integra en su curso la oposición extrema entre vida y muerte, congregando a la vez las presencias amables que daban sentido al mundo y los bruscos hechos que desviaron un curso natural, y que acosan la memoria explicándonos el sentido de lo que ahora es ausencia: la segunda parte, ”cárcel de Valdivia”, se centra en la experiencia directa de la cárcel en un presente donde el yo es testigo y aliado de las voces de los compañeros que compartieron ese espacio, alternando poemas que se centran en la situación íntima, personal, con otros que tienen como sujeto básico al grupo, a aquellos con los cuales se pudo compartir un destino; la tercera parte reúne letras de canciones, y sabemos que la canción deja de ser propiedad individual para transformarse en expresión colectiva.
Muchos de estos poemas fueron escritos en la cárcel. y para salir siguieron ese curso azaroso de los mensajes que la dictadura no permite: en el forro de los calzoncillos, en los zapatos, en una caricia rápida. Esta circunstancia, sin duda, ayudó a decantar ese lenguaje directo, conciso, donde cada palabra atrae ecos mayores que están más allá del papel, y a los que hay que atender para explicarse por qué ahora se escribe de otra manera.
Se ha dicho que la poesía moderna, desdeñando las convenciones retóricas, cifra su valor en la autenticidad de la experiencia, y que este supuesto está en la base de los nuevos modos de comprensión del discurso poético.
En los poemas de Omar Lara hay una atención cuidadosa a esos elementos de la experiencia directa que pueden fundar una comprensión totalizadora de la realidad, evitando a la vez la exaltación subjetiva del hecho trivial, intrascendente, y la superposición de generalizaciones que etiqueten en forma prematura esas vivencias.
En su poesía, donde el mundo no es una creación caprichosa de la imaginación sino una reelaboración de hechos anteriores a la palabra, susurran y cantan voces que hemos sentido desde muy cerca. Voces que sabemos que seguirán creciendo. Como las del flaco Valenzuela y sus tareas inconclusas. Como las de Fernando Krause, René Barrientos y tantos otros compañeros con quienes compartimos las calles de Valdivia, y que se despidieron cantando viejos temas revolucionarios cuando supieron que iban a ser fusilados.
De los ecos de esas vidas que se pretendió acallar en Chile, de los signos de un tiempo duramente asimilado, están hechas las raíces que comienzan a definir la nueva poesía chilena.
Las crónicas de Omar se unen a otras crónicas poéticas que se escriben estos días a lo largo del exilio, formando un catastro minucioso (y selectivo) de esa intrahistoria vivida recientemente en el país, y que aún lucha por imponer su verdad.
Son crónicas que se enlazan en ese acto colectivo de la memoria de un pueblo momentáneamente sojuzgado, que siente la necesidad de describir cómo fueron las cosas y de rescatar los valores que deberán orientar el futuro. Porque no es tiempo de inventarse un mundo por encima de la realidad, huyendo del presente. La tarea es entendérselas con esa realidad, para transformarla.
Fotografía de Omar Lara de Jorge Aravena Llanca
Valdivia, 1973.
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(Bucarest: I.P. "Buletinol Oficial" S. II, 1976)
Por Juan Armando Epple
Publicado en Araucaria de Chile, N°1, 1978.