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Fernando Ampuero: “La literatura es en sí misma un compromiso”

Por Orlando Mazeyra Guillén

 

 

 

 


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- Luis Alberto, personaje de su novela Puta linda, arguye que “la literatura carece de oportunidad. Es solo un relato que, con o sin oportunidad, se basta a sí mismo. Uno cuenta lo que realmente ha sucedido y fin del cuento (…) Los relatos son esencialmente pinturas del mundo, retratos de personas, buceos en las aguas del alma y la conciencia, atisbos a la lotería de las circunstancias”. ¿Fernando Ampuero suscribiría lo que manifiesta este aprendiz de escritor o en qué medida matizaría esta idea de la literatura?
—Los atisbos a la “lotería de las circunstancias” son inevitables, particularmente en los  autores realistas. Luis Alberto habla como todo joven autor. Sabe que hay una tradición literaria, que no desdeña; conoce los peligros de las putas y su mundo, un tema trillado o tocado hasta la saciedad. Pero advierte que lo nuevo nace de lo viejo: una visión novedosa no es más que otra vuelta de tuerca de todo lo escrito: un ángulo fresco, un matiz diferente. Luis Alberto (y en esto me identifico con él) opta por ser un escritor vitalista. Y es, además, alguien que toma en serio su juventud. Jamás llegará a ser viejo. Su amigo, Tapia, cumplirá sus sueños de escribir sobre Noemí, la puta linda. Al final de esta novela, el lector debería tener la sensación de haber leído dos libros: el que tiene entre sus manos, un homenaje a la pasión literaria y la amistad, y aquel que pudo haber sido y no fue,  la novela de Luis Alberto, un proyecto trunco que quedará para siempre flotando en el aire.

- En un cuento de Hemingway, Un lugar muy limpio y bien iluminado, un personaje le pregunta a otro: “¿Qué te falta (en la vida)?” A lo que el otro responde: “Todo menos trabajo”. ¿No se está refiriendo acaso este notable narrador norteamericano a la gran mayoría de seres humanos? El trabajo es la mejor (o la peor, depende del cristal con que se le vea) tabla de salvación para soportar el sinsentido de la existencia…
—Para el escritor el trabajo es diversión, pues hace algo que le gusta. No siente que pasan las horas. Patalea, sufre, se angustia, pero está feliz. Es una actitud a contracorriente en nuestra cultura, que rinde culto a las vacaciones. Un escritor nunca sale de vacaciones, incluso cuando no escribe: siempre estará dándole forma a una idea. En Oriente, especialmente en Japón, el trabajo es considerado una bendición; en Occidente, a juzgar por la expulsión de Adán y Eva del paraíso, una maldición. Los escritores somos malditos por naturaleza.

- ¿Qué opinión tiene de la literatura comprometida?
—Me han hecho muchas veces esta pregunta. Ya no la contesto. Tengo la impresión de que quisieran hacerme sentir culpable de algo. Solo puedo decir que la literatura es en sí misma un compromiso, un compromiso cabal, y este simplemente se tiene con la literatura.

- Sé, por su obra y por las entrevistas que ha brindado, que es un gran viajero. ¿Cuál es su ciudad favorita y en cuál de todas las que pisó le gustaría morir y por qué?
—Hoy viajo apenas cinco o seis veces al año y por periodos cortos. Ya no es como en mis años juveniles, cuando decidí vivir una temporada en las islas Galápagos, adonde Darwin fue y desarrolló la teoría de la evolución, para estudiar in situ dicha materia, ¿no era maravilloso ese método? Hice luego lo mismo en otros viajes. Estudiar arte y filosofía griega en Grecia, tocar las estatuas, caminar por Atenas leyendo a Seferis. ¡Era la universidad ideal! Ahora soy un mochilero jubilado, aunque mantengo vivo el espíritu del viaje. Esto me lleva a pensar que debería casarme con una dama rica y convertirme en Bruce Chatwin el resto de mi vida… En cuanto a mi ciudad favorita, indudablemente es New York: la visito cada vez que puedo; y la ciudad más grata para morir (de infarto fulminante, de preferencia) sería París. Tiene bellos cementerios.  

- Hagamos de cuenta que se presenta en su casa un escritor en ciernes y le pide que le recomiende un cuento, una novela, una película que lo ayuden a estimular su creación (o, en todo caso, a saber si en verdad quiere ser un creador), ¿qué ficciones le recomendaría?
—Mis consejos cambian con los años. Pero yo siempre suelo recomendar que lean a Stendhal, a Juan Rulfo, a Borges, a Truman Capote, entre muchos otros. También a Scott Fitzgerald, tanto en sus cuentos logrados como en los fracasados: siempre hallarás unos buenos párrafos que rescatar. En suma, me gustan los autores de prosa clara y concisa, pero que sean estilistas. De las películas, eso sí, es más difícil hablar. Hay tanto que me gusta: el cine italiano de los sesenta, los filmes noir norteamericanos, todo Bergman, todo Fellini, todo Kubrick, todo Truffaut. Y una película hecha a mi medida: Los imperdonables de Clint Eastwood, un maestro del western crepuscular y un cineasta muy versátil.    

- ¿Se animaría a tomar unas buenas cervezas con Oswaldo Reynoso? No para discutir de los andinos versus los criollos, sino para hablar de buenos libros…
—No. No me gusta Reynoso. Pero no tendría problema en salir a tomar un lonche o ir a comer una buena pasta italiana con Miguel Gutiérrez, que es un autor mucho más interesante.

- ¿Cuál es su escritor favorito? ¿Y (en el caso de ser un escritor fallecido) qué pregunta le hubiese gustado hacerle?
—Borges, que admiraba a Wilde, se lamentaba de que este hubiera muerto antes de la aparición del Ulises de Joyce. Nunca sabremos, decía, qué epigrama le hubiera inspirado la lectura de ese libro. A mí me hubiera gustado conocer a Valdelomar. Yo conocí Pisco antes de que desapareciera por el terremoto. Los ojos de Judas, que acontece en Pisco, es uno de mis cuentos favoritos; de manera que muchas de mis preguntas a Valdelomar hubieran sido sobre ese texto. También le hubiera pedido que me lea Tristitia, ese poema un tanto cursi, pero de música perfecta, que Neruda solía leer con admiración a sus amigos.  

- En el mundillo literario limeño se habla mucho de su vanidad, el periodista Beto Ortiz ironiza sobre su legendaria pose "ta-qué-rico-que-soy". En esto, ¿cuánto hay de verdad y cuándo hay de mentira (envidia)?
—¿Qué raro que esa gente piense que soy vanidoso? ¿No estarán todos equivocados? La vanidad, en todo caso, es un saludable movimiento del alma. Cura la melancolía y sirve de antibiótico natural contra la infecciosa impertinencia de quienes nos malquieren. 

- En uno de sus cuentos más celebrados, un desempleado se mete de taxista y descubre las ofertas que una ciudad enloquecida como Lima puede proponerle: robar y vender borrachos. Como lector, entiendo que es una historia lograda porque nos hace entrar en la intimidad de una persona que, por necesidad (un hijo enfermo), cruza y descruza (no olvidemos al gordito que lo saca de quicio), la línea entre lo moral y lo inmoral…
—Este un tema que me ha interesado mucho: la transgresión de límites. Bertolt Brecht decía en una de sus obras: “Primero el pan, después la moral”. El taxista de mi cuento atraviesa un trance similar, y él, por cierto, no es otra cosa que el reflejo de lo que sucede en la ciudad, que es un 80% informal, lo que nos lleva a ser muy flexibles en el terreno moral.

- Contó usted que la versión larga del cuento del taxista, es decir la novela Hasta que me orinen los perros nace a partir del pedido de un guión para un largometraje. ¿Con cuál de sus trabajos se queda: con el cuento o la novela y por qué?
—Con los dos textos. El cuento, creo yo, expresa el drama íntimo del protagonista. La novela, en cambio, toma la posta y desarrolla ese drama: explora en la desesperación del limeño por  asegurar su supervivencia y, a partir de ese momento, abre un abanico de vicisitudes que convierten al taxista en un héroe del capitalismo salvaje. Estamos ahora ante un desempleado que se inventa su empleo, una suerte de Pymes con la venta de borrachos, pero sin que él se sienta tan inmoral como sus congéneres. A ello, se suma su historia de amor con una policía, lo que hace todo más ambiguo, confuso y provocador.

- El hecho de ser, ahora y por razones harto sabidas, un escritor vetado, inclusive en la sección cultural, del diario más importante del país y esto de alguna manera impida la difusión sobre todo de su última novela El peruano imperfecto, ¿no lo hace de alguna manera sentirse (valga el sarcasmo) un poco “andino”?

—Los llamados andinos no estuvieron vetados cuando yo era subdirector de Caretas, ni director de Somos, la revista de El Comercio: aparecían bastante a menudo Rivera Martínez, Gutiérrez y Reynoso, entre otros autores. Pero entiendo adónde va tu pregunta. Un autor sin promoción tienes pocas posibilidades… Bueno, hay que lucharla, ¿no? Siempre puedes encontrar un buen samaritano que te ayude. Además, ahora hay muchas vías para dar a conocer los libros: el internet, el facebook, etcétera. En pocas semanas, sacaré otro libro, que significa mucho para mí. Se titula Antología personal. Ya veremos qué pasa. 

- J.M. Coetzee, un escritor que entiendo que usted admira, reflexiona: “Es parte de la naturaleza de las adicciones que sean incompresibles para aquellos que las observan desde el exterior. El mismo William Faulkner no nos ayuda en este punto: no escribe sobre su adicción ni, por lo que sabemos, tampoco escribe desde el interior de ella (por lo general, estaba sobrio cuando se sentaba a su escritorio). Hasta ahora ningún biógrafo ha logrado darle sentido; pero tal vez darle sentido a una adicción, encontrar las palabras para explicarla, darle un sitio en la economía del yo, siempre será una empresa descabellada”. Sé que por muchos años fumó marihuana (también usó pastillas para dormir por tratamiento médico), aunque no sé si llegó ser adicto a éstas. En todo caso, lo invito a caer en la impudicia de confesar alguna adicción y a incurrir en la empresa descabellada de darle sentido…
—Café y vino, y algunos analgésicos para dolores esporádicos. Nada más. La marihuana  es una droga muy relajante y hasta divertida, pero fumarla seguido, en mi caso, no me deja trabajar. Mis adicciones vigentes, fuera de escribir, son leer mucho, mirar el mar, conversar con mi mujer y mis hijos, pasear a mi perro por el malecón, salir a comer con mis amigos.

- Hablando de darle sentido a las cosas: ¿se escribe para darle un sentido a la vida o quizá para añadirle más caos?
—Se escribe porque resulta imposible vivir sin escribir. Esto no es una simple frase. Es el dogma de mi religión personal.

- ¿Es saludable el parricidio literario? ¿Usted lo practicó en su momento?
—Carezco de vocación parricida. Respeto a aquellos que considero mis padres literarios, y no creo que matarlos o despotricar de ellos sea una buena política. Basta con que uno defina su propia voz literaria y siga su camino, procurando ser cada día un mejor escritor.

- A veces creo que uno escribe ficciones para huir desesperadamente de la realidad pero no hace más que darse un encontrón salvaje con ésta…
—Estoy de acuerdo. Por más evasiva que se considere una ficción, la realidad estará todo el tiempo presente y al acecho. La mayoría de las veces, y de forma involuntaria, parecemos escritores “comprometidos”, cuando solamente estamos siendo escritores, sin más.

- Sé que estuvo en el Cañón del Colca hace alrededor de medio año cuando preparó una crónica sobre el tan mentado caso de la desaparición y muerte de Ciro Castillo, ¿qué es lo que más le gusta de Arequipa y cuándo piensa volver?
—Estuve en el Colca y me pareció un lugar de fábula, espléndido. No fui allí para enterarme del triste caso de Rosario y Ciro, sino para disfrutar con mi novia de unas breves vacaciones. Ojalá que ese linchamiento mediático a Rosario acabe de una buena vez. Luego estuve una semana en Arequipa, y la pasé muy bien. Arequipa, para mí, es la ciudad más hermosa del Perú. Me gusta su arquitectura, su gente y su comida. Pronto buscaré cualquier motivo para volver a visitarla.




 

 

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Fernando Ampuero: “La literatura es en sí misma un compromiso”.
Por Orlando Mazeyra Guillén