El Puma y sus cachorros
Por Orlando Mazeyra Guillén
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Siempre me gustaron los almuerzos anuales de ex-alumnos. Los entendía como una imperdible oportunidad de volver al colegio. Inclusive, y hasta ahora no sé por qué, me llegaron a elegir presidente de mi promoción. Recuerdo que en aquella oportunidad di un breve discurso citando, de memoria (y seguramente mal), un hermoso prólogo de un libro de cuentos de Gabriel García Márquez, en donde el colombiano contaba que, a través de un sueño que le permitió presenciar su propia muerte —habría que decir, su propio entierro—, cayó en la cuenta de que morir era no estar más con los amigos. Pocos de mis compañeros tomaron en serio ese mensaje. Quizá porque no supe dar ese mensaje. No me importó en ese momento. Lo que sí me apena, ahora y mucho, es que cada vez me importa menos volver a encontrarme con la gente con la crecí en las altas aulas de sillar de un colegio que sólo está en mis recuerdos, pues un terremoto —el del 2001— se lo llevó para siempre…
I
—Así que eres profesor —dijo Manuel Pomareda durante el almuerzo en el que celebrábamos quince años de egresar de La Salle. El comentario estaba revestido de una truculenta amalgama de mofa y desdén.
—Sí, profesor —asintió con orgullo Aníbal Mendiola—. ¡Por eso nunca me olvido del colegio!
La mirada bronca, furiosa, de Aníbal puso sobre el mantel postales de la secundaria (aquellas que condiscípulos como Manuel preferirían meter debajo de la alfombra). Aníbal era un embetunado humilde y estudioso. Manuel, en cambio, un blanquiñoso vago, lenguaraz, la imagen perfecta del ignorante patán (y orgulloso de su condición): admirador confeso de José Luis Carranza (un futbolista cuasi analfabeto que era respetado por los barrabravas por su estilo de juego violento y su lenguaje primitivo, pues todo lo que había aprendido lo resumía con una sola frase: «La U es la U»). En algún recreo lo escuché filosofar: «El Puma debería de ser el presidente del Perú. ¡Es más macho que Fujimori!».
Asomó entonces, en los extramuros de mi imaginación, el ídolo crema con la banda presidencial. Un desvarío improbable hasta para Kafka. O quizás no. Tampoco podía sacarme de la mente aquella vez en que nos hicieron ir a todos con terno para tomarnos, en la fachada del colegio, la foto promocional que todavía tengo pegada en la pared de mi habitación. Cuando Aníbal apareció con un terno sobrio y una corbata algo envejecida —probablemente de su padre—, Manuel lo aplaudió con sorna:
—Mendiola, por primera vez en tu vida pareces gente —exclamó—. Pero no te olvides de que a la mona, aunque la vistan de seda, mona se queda…
Todos celebramos el comentario. Aníbal permaneció en riguroso silencio.
—Dime, Pomareda, ¿por qué nunca estudias? —le increpaba el profesor de literatura—. Después estás sudando en los exámenes. Tienes que esforzarte y ser como tu padre, ¿entiendes?
—Claro, no quiero ser un simple profesor —murmuraba y otra vez la algarabía generalizada se hacía del aula: Pomareda estaba batiendo sin temores a uno de nuestros maestros.
—Tú y yo sabemos por qué los Hermanos no te echan del colegio —volvía a la carga el profesor Torres—. Tu padre es el médico de cabecera del Hermano Bejarano, si no fuera por él ya estarías en un cenecape… si es que te aceptan en alguno… cosa que yo dudo.
II
Terminaba el recreo y dos mocosos llorando entraban a nuestra clase acompañados del temido prefecto de disciplina, Telésforo Galdos:
—Ya, de una vez resolvamos esto —ordenaba furioso—: señálenme al infeliz que les quitó su refrigerio.
No hacía falta. Era obvio: Manuel Pomareda, el hijo del médico de nuestro director, el fanático de Universitario de Deportes que tenía claro que sólo un fracasado podía ser profesor de secundaria. A los ganadores los aguardaba un futuro promisorio: ser futbolistas de la «U», por supuesto.
A propósito de la «U». Una vez fui a ver un clásico a su casa y me percaté de cómo jugueteaba con Aquilino, su empleado, un muchacho puneño dos años menor que nosotros que, en aquel tiempo, ya teníamos quince. Un pellizco furtivo en el trasero y luego bromas obscenas sobre el tamaño de los colgajos de los jugadores de Alianza Lima:
—Todos estos son como el Mendiola: negros, pingones y huevones…
Sí, Manuel Pomareda se las daba de machito, de matón y pelotero nato (florón de la corona: un racista sin fisuras que no era serrano, «como todos los arequipeños de la promo», pues había nacido en la costa: «soy de Ilo, ¡costeñazo!»… Años después mostraría orgulloso su DNI en donde se señalaba que residía en la capital: «ya soy limeño, serranos envidiosos»). Menudas apariencias y nada más: en la intimidad de su casa era una loca desatada que le tocaba el traste —y algo más— a un serrano de Pomata. Salvajes ironías de la vida.
III
Muchos años después, volvió a la ciudad un compañero de clase, Serafín Lunarejo, que pensaba implantarse senos y trasero en Italia, en donde estudiaba teatro.
—¿Con cuántos de la promo te acostaste? —le pregunté, lo confieso, con morbo y malicia.
—Con pocos —dijo luego de contarlos mentalmente—. Eso sí, hay uno al que nunca le di bola… y esto que me persiguió hasta en la universidad…
—¿Quién?
—Manuel Pomareda —disparó—. Es un acosador, siempre me hacía propuestas enfermas y yo lo ignoraba. ¡Es un asco!
Recordé el colegio y sentí eso: asco. Paradójicamente la comida sabía exquisita y, en este instante, una imagen me supo a regalo de los dioses: quince años después Manuel Pomareda no le pudo empatar la mirada a Aníbal Mendiola en la mesa de la picantería. Para bien o para mal, muchos habíamos cambiado… aunque no todos. Por eso Pomareda se puso de pie para unirse de prisa a otro grupo. Había un gran ausente en la reunión: Lucho Carrizo, el más acudido, en aquellos años de la secundaria, por eso que ahora todos llaman bullying. Se comentaba que el colegio —es decir, ese «nosotros» que era, y es la promoción— lo había vuelto misántropo, inestable y bastante loco.
—¿A quién crees que mataría primero el Carrizo? —me deslizó la pregunta Aníbal con una mirada que me hizo dudar mucho al momento de dar mi respuesta.
—No sé —le dije—. Ya pasaron quince años: muchas heridas se cierran, ¿no crees?
—Ésta yo la tengo bien abierta y sé que tú también lo matarías a él primero. No lo niegues.
No lo negué. Tampoco lo reconocí (quizá este texto sea un poco amable, aunque bastante expeditivo, reconocimiento). Manuel sigue encarnando para mí lo peor de la especie: un semental de lo sombrío, un desatinado pertinaz que, con más de treinta años encima, seguía convencido de que un maestro era (o podía ser) peor que él:
—¡Salud, carajo, por el Puma! —tronó desde la otra mesa la construcción más sesuda podía formular su humanidad, aquella que me recuerda por qué festejo tanto cada vez que me entero que ha perdido un partido el equipo crema—: ¡La U es la U!
06 de enero de 2013