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La prótesis de la soledad: sobre La indiferencia de Oscar Orellana.
Por Patricia Espinosa H.
Doctora en Literatura
PUC
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Estamos ante un volumen donde la indiferencia no es tal, es decir, no es una ausencia o un estado de neutralidad, sino algo completamente distinto; más bien, un estar agazapado y expectante producto de una persecución o de un acoso que se ha prolongado por demasiado tiempo, que se ha, de alguna forma, naturalizado, trayendo como consecuencia este devenir que es nombrado como indiferencia, permitiendo que esa designación cubra, emboce, el daño, el miedo, el resentimiento, la pasión, en definitiva, el deseo.
De esta forma y a primera vista, el volumen parecería atravesado por el desencanto, el desarraigo, “la intuición de la derrota” (52), adoptando como único posible, el lugar del propio cuerpo. Estaríamos ante una escritura marcada por una tonalidad que aludiría a la permanente pérdida del sentido. Y en efecto, esta escritura confirma enunciados breves, secos, donde la vida se experimenta desde la fatuidad de su devenir. Sin embargo, la indiferencia, que expresa la desaparición del deseo, se resquebraja en su aparencialidad por medio de la emergencia del deseo mismo. Intentaré probar que no estamos en presencia de indiferencia alguna, sino frente al deseo, pensado como escritura y enfermedad, como crítica, resistencia y muerte.
Así, para configurar a este sujeto deseante y al deseo que lo mueve se hace necesario pensar la sobrevivencia como la aceptación de las reglas del juego de la escritura, porque en esa aceptación el signo se llena de sentido. La escritura es,entonces, definida como la prótesis de la soledad que experimenta el sujeto lírico. El autor así afirma: “La indiferencia escribo” (16). La función de la letra es escribir sobre los matices de la indiferencia, construir una filosofía sobre la indiferencia, desde la precariedad de un sujeto que opera como agente y testigo de un texto aporético, en tanto acción afirmativa y negación en el mismo movimiento de la indiferencia.
La perspectiva filosófica ante la que nos desplazamos, explora escenas, construye cuadros, configura atmósferas inscritas en un dolor aletargado, embozado en una resignación mentirosa. Digo resignación mentirosa como podría decir resignación enmascarada. Porque la resignación nos oculta el deseo. En primer lugar el deseo de escribir, donde encaja la materialidad del defecto en recorridos urbanos, recorridos domésticos. Porque en Orellana hay una pulsión de defecto, de mancha, de suciedad que pretende camuflarse en los tópicos de la poesía convencional, pero que progresivamente va intensificando su cometido. Así, los tópicos literarios recurrentes como la muerte, la soledad, el rechazo a la figura del maestro y, por supuesto, la indiferencia misma, van siendo intervenidos por la idea de la mancha y por el afán de construir un testimonio de vida.
Orellana construye un sujeto enfermo, desde el punto de vista de lo que entiende la medicina como sanidad. Este sujeto enfermo, padece de un mal que podríamos identificar como la parafilia del goce escópico. Registrar, entonces, el detalle de lo que abarca el ojo, la fisura en la que se zambulle el ojo con velocidad, una velocidad que solo le está permitida al sujeto, quien cuestiona tal movimiento y dice en diversos momentos del poemario: “prisa nerviosa de los transeúntes” (34) o “habría que destruir la velocidad que nos arrastra” (27), “habría que destruir la velocidad que comienza a borrar tu cara” (27). Orellana cuestiona el deseo de totalidad de los otros, su noción de felicidad, de vida y de muerte higienizadas. Porque para esta escritura lo real es un en sí putrefacto, donde la muerte “es algo que casi embellece la vida” (38). La muerte es configurada como un modo de hacer cotidiano. Tras dos cuerpos que se tocan deviene la muerte, la sinestesia tanática operando al límite, permitiendo que el deseo derivea la consumación del tocar que el poeta lee como muerte, inscrita en el día a día donde el hablante señala: “responder el teléfono, hacer ejercicio, comer más, comer menos. A veces, hay un resplandor seguido de una larga fatiga. En algún sitio entre la garganta y el estómago una clase de vacío que no es sombra, ni luz, ni palabras” (40).
La escritura es, de esta forma, la conciencia de la desviación. El hablante sabe que lo más repulsivo está contenido en la desnudez de la domesticidad, en aquello despojado de cualquier voluntad de efecto feísta. La voz así nos dice: “escuchen esta repugnancia/ la función del oído ya no me basta/ yo estoy aquí para ser/ la mano que cierra la cocina/cuando un montón de loza sucia se acumula y/el resto de la casa/deslumbra en todas partes” (44). Ser es asimilado a la acción de negación a higienizar, es en este momento cuando podemos advertir que la perspectiva filosófica que cruza este volumen asume la condición de ser en la mancha, en lo caído, en lo irredimible.Sin embargo su mirada no se desapega, no se desentiende de la crítica, del cuestionamiento al orden de las cosas, digamos, sistematizadas como normales.
Orellana construye un hablante que es la enfermedad: “En el mundo adulto, la muerte viene corriendo. En el mío, tarda mucho, me llena de golpes, de síntomas por dentro. Me vuelve loco y nadie se da cuenta. Me llena de amor y enfermedad hasta el borde. Porque yo no estoy enfermo: yo soy la enfermedad. Los animales tenemos que morir antes del amanecer. Fingir que habrá un nuevo comienzo. Nos quedamos a la espera. A pesar de lo que sabemos, nos quedamos” (106-107). Asumir la animalidad es situarse en el sito de la mancha, de la torcedura, la contracara de la humanidad. La muerte en tanto agente, se encarga de construir a este sujeto enfermo y someterlo a un ciclo natural de eterno retorno al comienzo, encriptado en un ser niño eterno, sometido a un ritual que extermina para luego volver a dar vida, una vida que es la enfermedad que jamás tendrá un término, una patología que se niega a la muerte como término absoluto.
Este sujeto, el hablante que más que enfermo es la enfermedad se configura y configura a los otros: “No soy lo suficientemente fuerte” (74), “Me han revestido de culpas” (74), “soy torpe” (74), “No tengo amigos, estoy solo, desde que todo empieza y mucho antes, estoy solo y me hago falta” (74), “una malformación repugnante que soy yo” (106). Un sujeto que declara no tener cabida “dentro de ningún significado exacto” (104). Su diferencialidad es su conciencia del tiempo, una temporalidad que marca la muerte, un tic tac que pulsa la disminución de vida: “¿cómo pueden levantarse cada mañana?/ ¿cómo pueden, sabiendo la longitud exacta del/ tiempo?” (85).
“No mires a los animales” (105), poema ubicado casi al cierre del libro, me parece un texto importante dentro de la poética que construye Orellana en tanto coagula, en el estilo de prosa poética, sus temáticas recurrentes. En el título del texto subyace un enunciado de negación. No mirar a los animales, es no mirar esta enfermedad, este sujeto-enfermedad. Devenir animal es la distancia que el que habla establece con el sujeto normativizado por un concepto de realidad que discrimina entre el bien y el mal, la belleza y la fealdad, la soledad y el colectivo, la inconsciencia del tiempo versus la temporalidad asumida como muerte.
Orellana exhibe en este poema a un hablante perturbado y enfermo. Cuando digo enfermo, me refiero al hablante que decide abandonar el ser “persona” e instalarse en el umbral de un ritual que transgrede el orden ético, moral, judicial y cultural en el que vivimos. Es en este texto, donde sus referentes homicidas se entrelazan absolutamente con su escritura. El poema-relato nos instala en una escena de corte expresionista en la cual el hablante encuentra en un ascensor a un niño. “Mientras lo arrastro” (105) dice el que habla, asumiendo ahora una función de agente, excediendo su posición meramente visual, movilizando un cuerpo infantil contra su voluntad. El que habla se revela como el poder ante la fragilidad del niño que es el otro y a la vez el mismo hablante que lo lleva a emitir un juicio polar: “indescriptiblemente bella, al lado de algo monstruoso” (106). El otro es la belleza y el sí mismo, la monstruosidad que ejecuta y se interroga así: “¿Qué es lo qué hago? ¿Qué he roto, qué he doblado, qué he presionado con demasiada fuerza? No sabría, no podría explicarlo. ¿Acaso importa?” (105). Emerge así la culpa ante su accionar violento, expresada a través de los verbos: romper, doblar, presionar, forzar, matar. Y luego surge la respuesta, que aparentemente apacigua: “Yo, a la sombra de un niño muerto que poco antes de intentar subir la escalera más allá de la pesada puerta, reía” (106). El acto sacrificial ha sido fundamental para que el sujeto cumpla su mayor deseo: “Ya no volveré a salir de aquí” (106), “Vertido hacia adentro” (106) y exponga la cura a su enfermedad: “Pero ya no estoy triste, porque ya no pienso en mí. Escribo estas palabras lentamente. Escribo estas palabras por fuera de las palabras” (107). Tachando la tristeza, tachando al narciso melancólico, tachando la autorreferencialidad, eliminando ahora sí del todo la indiferencia, solo quedan entonces las palabras, emergidas tras la concreción de un ritual, un rito de pasaje perverso hacia la escritura como el único sitio de sobrevivencia.