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Presentación de "La Indiferencia", de Óscar Orellana
Das Kapital, 2012

Por Óscar Contardo

 

 

 



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Sabemos que algo malo va a ocurrir. Esa la primera línea del poema “Algo así como las ganas”. También es la primera línea de mis pensamientos desde que trataba de no pisar los bordes de las baldosas mientras caminaba rumbo al colegio para evitar que un conjuro, otro más, se desatara sobre mi destino. Algo malo va a ocurrir, es la predicción más científicamente comprobada por todos, por cualquiera, porque efectivamente siempre ocurre algo malo. Cuando conocí a Oscar tuve un pálpito parecido a ese, sólo que en forma de Ó. Yo nunca tuve amigos con mi nombre, aunque una vez pude tenerlo, pero me alejé para protegerme de que algo malo pudiera ocurrir.

Oscar a diferencia de mí no usa tilde y trata de convencerme de que es un error hacerlo. Yo me hago el indiferente y le digo que lo suyo no es la ortografía, sino la poesía. Y no es que yo aprecie mucho la poesía, que no lo hago básicamente porque no sé nada de literatura. Aparte de tener un par de autores fetiches a los que les entro por la biografía y las menudencias y un par de versitos que uso como purgante para los días de angustia, me las arreglo con poco y nada. Sin embargo, cuando leí lo que Oscar escribía pensé que posiblemente algo bueno podía ocurrir y que incluso a pesar de no llevar tilde podía tratarse de un Oscar de naturaleza extravagante que se daba a entender mejor en verso que en prosa.

Y aquí va otro ejemplo:

“Allá en el autista,
en el higiénico espacio de la felicidad”

Ese es el comienzo de otro de los poemas. Esas palabras me traen más de un recuerdo. Creo que una vez a Oscar le diagnostiqué Asperger. También un surtido de parafilias y cierta tendencia a esquivar la verdad. En ocasiones le pregunto dos o tres veces algún detalle de su despampanante biografía para buscar alguna fisura que compruebe  que la realidad es otra, y que se trata de un chico de infancia burguesa aburrida que decidió tejerse una vida a la medida de sus ambiciones. Trato de hacerlo caer y que muestre la hilacha de normalidad que sospecho oculta. Algún indicio que me deje más tranquilo y aplaque la ansiedad que me produce pensar que Oscar –el sin tilde- pase a la posteridad como un icono de culto, con el pasado adecuado para esos efectos, yo termine recluido en la infamia de un renglón secundario o una nota a pie de página, que diga “tuvo un amigo con su mismo nombre del que no se saben más detalles”.

Yo soy de los que se preocupan del epitafio. A veces con Oscar conversamos de epitafios. Yo tengo varios en mente, que no revelaré porque sé que en esta ocasión no soy yo el que importa, sino el otro Oscar. Aun así  creo no recordar ninguna idea de su propio epitafio que me haya confiado. Tal vez prefiere que lo cremen y lo esparzan en un matadero de provincia o en alguna cueva abandonada, dos de sus escenografías predilectas, muy a tono con su inquietante interés por los asesinos en serie. Oscar los colecciona en distintos formatos y plataformas. También colecciona escenas de películas, grandes momentos del porno, datos de gente conocida y desconocida, rastrea, vigila y ata cabos con dedicación oriental. Nunca, eso sí, le pidan puntualidad.

La Indiferencia es muchas veces Oscar; Oscar haciéndose el opaco cuando brilla, fingiendo torpeza con la mirada desabrida mientras piensa una línea que le imponga un nuevo orden al día en esas jornadas invertidas que suele tener por temporada. Noches que son días, días que son noches. Una línea que, parafraseando otro de sus versos, empuje el miedo como una pared sin fin. Es una tarea que cumple con la actitud de desaliento que muchos confunden con timidez. Pero no. Porque aquí el Oscar tímido es otro, diferente.

Cuando no hablamos de asesinos, ni epitafios, ni muerte. Cuando no me atormenta con su erudición de pornógrafo ni ejercita pasos de baile de alto riesgo, cuando no lo llamo para conseguir alguna píldora del sueño instantáneo, cuando repasamos trivia de música plástica, hablamos de mascotas. De perros, de gatos, de los años que se multiplican por siete y aceleran el temor a las despedidas imprevistas. Las que uno no quiere tener, pero a las que inevitablemente se enfrenta, lo mismo que las resacas y los síndromes de dependencia.

Otro ejemplo:

“Ser el tacto por debajo de la venda
La piel abierta.”

La Indiferencia tiene mucho niño triste y mucha carne dispuesta. Como arrojada sin destino en un sitio eriazo una tarde de domingo de provincia. Oscar es de provincia. Ambos lo somos. Aunque él se las arregla para serlo más aún porque es de un pueblo satélite de otro, lo que lo hace ser doblemente provinciano algo que en la escala demográfica lo sitúa en un ámbito de exclusividad que en ocasiones me irrita. Él va arrojando escenas de su vida infantil como quién esparce postales entre sus conocidos, postales con imágenes de un folclor melancólico y violento como un niño que salta con el fuego encendido y el pelo en baile. Cuando leo ese último verso – con su fuego encendido y su pelo en baile- no puedo dejar de pensar en los inviernos muermos de la provincia devastada de los años en que todos vivíamos como haciendo duelo.

La Indiferencia es un viaje que a mí me parece privado porque lo escribió un Oscar, que tal como yo tiene ecos de la O en su apellido, como un círculo persistente que pretende marcar un territorio sin esquinas ni rincones y que se desliza por la pendiente cuesta abajo para ir a sacar del sótano las razones para fingir indiferencia, los argumentos para cultivar la rabia, el alimento para los pájaros que no tienen jaula.



 

 


 

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