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Primavera en Temuco, año 1993

Por Omar Pérez Santiago
Diario La Época, viernes 1 de octubre de 1993

 

 

 

 

 

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La ciudad de Temuco huela a leña quemada. Extrañamente no llueve en Temuco: un sol cálido hace brillar los florecidos y amarillentos pica-pica en la vera del camino. Temuco ha crecido. Los economistas –los sabios de la década- informan que Temuco es la ciudad que más crece en Sudamérica. El nuevo e inmenso edificio del Arzobispado en la Plaza de armas, con una cruz católica pintada al costado, domina el valle. ¿Qué impostergable necesidad tenía el Arzobispado de construir este elevado edificio, en una ciudad de 250 mil habitantes, en que la mayoría de las casas son de un piso?

Es fácil darse cuenta de una ebullición intensa y positiva entre los grupos mapuches de Temuco. La nueva ley indígena ha salido y el presidente Aylwin la promulgó en Nueva Imperial. En la calle Carrera está ubicado el Centro de Documentación Mapuche Liwen, una ONG que dirigen el poeta Elicura Chihuailaf y Pedro Miramar. Escuchamos –frente a un enorme mapa de la región- las explicaciones sobre el mundo mapuche, sus organizaciones, sus diversas visiones mitológicas. Luego nos invitan a visitar a un grupo de mujeres mapuches que tienen una jornada de trabajo, en el local de otra organización, de nombre Nehuen. Unas 40 mujeres beben mate y hablan sobre educación sexual y aborto terapéutico.

Cosas de mujeres. La cultura mapuche asigna un papel decisivo –para el éxito de un objetivo- a la presencia plena e íntegra del deseo de la mujer. Hay también aquí amigas forasteras: una joven rubia de Canadá y Carmen Blanco, hija del legendario líder campesino peruano Hugo Blanco. Otra mujer nos explica el funcionamiento del alfabeto mapuche: se siente orgullosa, es su padre quien ha estado mejorando ese alfabeto.

En la calle Balmaceda, en la sede de Loncokilapan, Luis Inaipil nos explica que están en plena actividad de planificación de un programa de asesorías a las comunidades indígenas. Lo mismo ocurre en la sede de Millantú que dirige Jorge García. En algunas horas en Temuco nuestra sensación es que hay mucha actividad entre los grupos mapuches, mapuches urbanos, como ellos mismos se catalogan. Están preocupados  por los más jóvenes, la necesidad de conversar sobre la identidad. Intentan transmitir ancestrales consejos, sentencias y proverbios más químicos que pedagógicos. Una tarea difícil en una país plagado de telenovelas pensadas en la barrio alto de Santiago.

A las seis de la tarde el sol empieza a caer y nos dirigimos hacia las afueras de Temuco. Cruzamos el puente nuevo que cruza el río y tomamos el desvío hacia Truftru. Gente en carreta va de regreso a sus comunidades desde Temuco, adonde han ido a vender sus productos a la feria Pinto o la de animales. El camino que vadea el río está húmedo. Nos bajamos frente a un cementerio que está al costado del camino. Las tumbas están rodeadas de unos cercos de madera que asemejan a una cama. Los colores son azules y verdes azulados que sobre el fondo anaranjado de la tarde dibujan un cuadro místico, mágico. Pronto aparecen, como de las sombras, gentes curiosas que nos observan, mujeres y niños, más allá hombres. Hablan en mapudungun entre ellos, se ríen. Hay algo de escepticismo, de desconfianza. La desconfianza al engaño y a la espada.

La noche y su inmensa oscuridad ha caído. Volvemos a Temuco y nos vamos a comer a una picada en la avenida Caupolicán. Es un lugar pequeño, pero cruzando una cortina blanca se encuentran los comedores. Hay mucha gente aquí. Un grupo celebra un cumpleaños. Una pareja susurra boca a boca sus amorosas cosas y en otra mesa hay varios hombres que conversan animadamente. Son dirigentes de la asociación Nehuen Mapu. Nos sentamos con ellos y la conversación empieza y termina en la nueva ley indígena. Son positivos a la ley, aunque creen que es sólo el primer fruto de una larga lucha. “la leyes siempre fueron hechas contra nosotros. Ahora esperamos que ésta tenga un signo diferente”, nos dice Mario Mallapi.

Al otro día nos internamos hacia Pichihue y nos vamos a saludar a la familia de don Carlos Linqueo. Su mujer, conocida en las comunidades mapuches por su amabilidad y solidaridad, no está en casa. “Anda comadreando” dice su hijo Carlos, mientras corta leña. Su hermana nos ofrece café de trigo y mate. Desde la cocina vemos a don Carlos tirar los bueyes. Pewun, el nombre mapuche de la primavera, significa brotar, tiempo de nacer brotes. Renace la primavera, las frías aguas se deslizan desde los nevados montes, y al soplo del céfiro se va abriendo el terruño, las yuntas empiezan a gemir bajo el peso del arado, hondamente sumido en los surcos. Allí brotarán papas.

Afuera hablamos con Clementina, hija de don Carlos, que teje una frazada. Pronto nos hacen compañía don Carlos, su hijo Carlos y su nieto Alejandro, de sólo tres años. Los tres nos observan desde cierta distancia, a veces sonríen y nos hablan en mapudungún con laconismo sugestivo. Son cordiales más no se mueven, no realizan ningún gesto corporal, los tres parados –padre, hijo y nieto- como estatuas en medio del campo. ¿Qué se sentirá estar quieto así en medio del campo? ¿Qué pensarán ellos realmente en su estrecha cercanía, en su íntimo enlace y silencioso diálogo con el mundo natural? La esquizofrenia del modernismo occidental, el divorcio entre la tecnología y el ambiente, llevó a la cultura a un desequilibrio peligroso. Ya está dicho: la reserva de las sociedades indígenas ya no son más sus selvas, sus tierras, sus costumbres, y ni siquiera sus ritos. Mucho ha sido devastado o está en planes de ser reducido. Hoy, por fin, surge una ley indígena, sobre la protección, fomento y desarrollo de los indígenas. ¿Habrá llegado a tiempo?



 

 

 

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Por Omar Pérez Santiago.
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