Memoria e intriga: Escuela de Ciencias Políticas de la Universidad de Chile
Por Omar Pérez Santiago
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Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí
Augusto Monterroso
Quizás esto no importe. Son hechos que ya ocurrieron hace 40 años. Muchos años atrás.
¿Por qué yo tengo que contar esto de hace 40 años?
Son asuntos que me fastidian, como molestan esos pelos que estropean la alfombra y que a uno le dan ganas de limpiar en la tela ya roída. En realidad, deberían no importarme. Debería dejar esos pelos ahí y que sigan afeando la alfombra vieja.
Ahora es como una pulga avanzando por el borde de la cama. Una indolente pulga cuyo todo mundo es una cama. ¿Qué me podría importar a mí esa pulga?
Es una pulga que pronto yo vuelvo a mirar como en trance, un largo rato petrificado y como aturdido, que la pulga ya no es ni sueño ni realidad.
Y voy y me despierto del ensueño y me dan ganas de contar.
Es sobre un cadáver que fue escondido hace cuarenta años. Si alguien me hubiese dicho que ese cadáver permanecería escondido por tanto tiempo, yo habría dudado.
Pero es así, a nadie le picó la curiosidad, de saber que había pasado con la escuela de Ciencias Políticas de la Universidad de Chile, de la cual yo egresé.
Es el cadáver de la Escuela de Ciencias Políticas de la Universidad de Chile.
Me pasa lo mismo que con la noticia, la noticia extraordinaria que ahora leo, o por lo menos a mí me parece extraordinaria. Es el descubrimiento de los historiadores Rubén Stehberg y Gonzalo Sotomayor y la hipótesis de que el conquistador Pedro de Valdivia, a su llegada a la cuenca de Santiago, no se encontró “con un sitio eriazo”, sino que con un complejo sistema de regadío e infraestructura de la cultura incaica. La versión oficial, la que se enseña en las escuelas, del papel de Pedro de Valdivia en nuestra historia, es falsa, encubierta, facinerosa.
Parece que hay formas muy eficaces de encubrir hechos relevantes de la historia, del mismo modo como el mago Copperffield hace desaparecer la torre Eiffel. Nos han hecho creer que Pedro de Valdivia un día en un sitio eriazo, a los pies del cerro Huelén, en fin, un día 12 de febrero…mentiras…
La escuela de ciencias políticas se encontraba justamente en la avenida que lleva el nombre del estafador, la avenida Pedro de Valdivia N°2257, de la comuna de Providencia. En la fachada hacia la calle tiene un muro continuo de dos metros de alto. La casona de hormigón es un edificio neoclásico de 2 pisos más un tercer piso de baja altura. Destacan sus jardines interiores y frondosos árboles. Allí funcionaban las oficinas de la Secretaria de Estudios, Presupuesto, Central de Apuntes y las salas de clases de la Carrera e ingresábamos todos los días más de 400 personas, profesores, administrativos y alumnos.
La escuela de Ciencias Políticas estaba, hasta junio del 1971, en la calle compañía, en el Palacio Matte. Un terremoto la dejó para repararla y se cambió a Pedro de Valdivia. La casa pertenecía a la Facultad de Ciencias Jurídicas y administrativas.
Era una época convulsa y el mundo universitario era una efervescencia y se podía ver moscas volando de espaldas.
Recuerdo que un día en el curso de Ciencias Jurídicas, un compañero llamado José Bomcompte, le propuso al profesor invitar a un dirigente del campamento Nueva La Habana para que hablara de los Tribunales Populares. Un poblador había violado a una muchacha que hacía trabajos voluntarios. La indignación creció entre la gente y quisieron lincharlo, como ocurre a veces. El dirigente del campamento Nueva La Habana, el técnico electricista Alejandro Villalobos, el “compañero Mikey”, planteó hacer un tribunal popular para hacerle un juicio al violador.
El profesor aceptó. En la próxima clase estaba el Mikey como estrella invitada. Era un joven estoico de 27 años, pelo crespo, bigotito cuidado y llevaba un sobretodo con las solapas levemente subidas. Nos explicó como se habían dado las cosas en Nueva La Habana y su particular visión de la justicia popular autónoma. El Mickey era de hablar lento y alejado de la discusión turbulenta, como uno hubiese esperado, y animó nuestras académicas discusiones jurídicas y nuestras extensas inquietudes. Después nos fuimos a tomar café, en la pequeña cafetería de la escuela. Allí recuerdo bien a doña María, la mujer del casino que nos preparaba huevos fritos al desayuno, cuya yema reventábamos con pan marraqueta.
Allí en esos jardines aprendí que los pájaros miran y reconocen. Había un zorzal que cantaba muy fuerte y que su trino llenaba el recinto. Un día lo vi parado en un árbol frondoso y lo observé desde abajo. Estaría unos segundos mirándolo, cuando el pájaro se dio cuenta que era observado, se calló, bajó la vista y me miró fijamente. Desde entonces nos reconocíamos. Estábamos comunicados. Cada mañana nos saludábamos.
Les he nombrado a tres seres: el Mikey, el pájaro y la señora María. Y en esos tres seres quiero darles a entender el idilio que era estudiar en esa escuela, donde había muchos hombres y mujeres y pájaros gentiles.
Con mi compañero Gabriel Caldés escribimos un libro sobre eso, Trompas de Falopio, que publicamos dos versiones hace ya algunos años, y que pueden ahora leer gratuitamente en internet con un click AQUI.
El día 11 de septiembre de 1973 el tiempo se detuvo para todos nosotros y la escuela fue tempranamente ocupada militarmente por un comando de Carabineros. Así terminó ese idilio.
La escuela se reabrió posteriormente en al calle Triana con Eliodoro Yañez. Pero algunos ya no volvieron a clases, y vaya uno a saber en que rincón del mundo se encuentran hoy. La lista sería larga de nombrar de exilios y maltratos de mis compañeros. Me basta sólo decir como los buscó la muerte: José Bomcompte fue asesinado en una casa de Valdivia, el hermano de Gabriel, Jaime Caldés fue asesinado en el centro de Santiago. El compañero Mikey, Alejandro Villalobos, que nos visitó un día en la escuela, fue baleado en una calle de Valparaíso.
Tenía que contar esto, esto que quizás ya no tiene mucho interés, pues parece pasado.
Efectivamente, pasaron 40 años pero nada explica por qué ese lugar, en plena ciudad, en una de las avenidas más lindas de Santiago, permanece con su murallón y sus torreones y guardias armados. Por qué la Universidad de Chile nunca ha recuperado esa casa, ni a qué ha sido destinada durante 40 años.
Han pasado muchas cosas en el mundo, y parece que el mundo es más abierto y transparente. Pero no en esa casa de la avenida Pedro de Valdivia n°2257.
Hay unas fichas patrimoniales realizadas por el departamento de la Municipalidad de Providencia del año 2003 que indica que esa casa es una vivienda “privada” y que ha sido declarada “Inmueble de Conservación Histórica”.
Nada concuerda.
Todavía no sé bien por qué me inquieta tanto estos pelos en la alfombra y esta pulga en la cama.
Pero intuyo que es por lo siguiente: el protagonismo de este lugar de mi memoria, parece una metáfora sobre lugares de resguardo y de intrigas, de huecos silenciados. Está aún allí esa casa, que parece no pertenecer a nadie, como un pedazo de indiferencia y de encubrimiento.
Tal vez la única casa verdadera del hombre sea la casa de la juventud, la juventud reluciente de sueños.
Esta casa real y de pesadilla, Pedro de Valdivia N°2257, esta casa está llena de sombras y mantiene una tensión con el entorno, y una angustia.
40 años en la vida de un hombre son hartos años. Uno va y viene, uno va y viene en muchos ámbitos de la vida. Uno puede dar la vuelta varias veces al mundo. Uno puede enamorarse y desenamorarse varias veces, casarse si quiere, tener hijos, hijas y nietos. Todo eso.
Toda una vida y la muralla sigue allí.
Sus torreones allí.
Sus guardias allí.
Hay un silencio de la memoria congelada.
Es claro, me habría gustado, al finalizar la crónica, poder usar la palabra “devolución”, en el sentido generoso.
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Omar Pérez Santiago es escritor. Ha publicado recientemente “Introducción para Inquietos. Tomas Tranströmer. Nobel 2012” (Cinosargo ediciones) y “Nefilim en Alhué y otros relatos sobre la muerte” (Mago Editores)
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