En 1800 Bernardo cumple 22 años en Cádiz y sus sueños no parecían una realidad. De cabellos castaños y rizados está confuso y pobre, sólo y sin dinero. Qué triste es estar lejos sin contacto con su madre Isabel Riquelme. Sin noticias de su padre Ambrosio O´Higgins, al que el pueblo llamaba Camarón por su pelo rojizo y su carácter terco. Ansioso, Bernardo le escribió algunas veces a su padre sin respuesta.
Bernardo malvivía en la casa de su displicente tutor, el chileno Nicolás de la Cruz, el millonario Conde de Maule que chapotea en la opulencia en su confortable palacio frente a la plaza de la Candelaria, una de las plazas más antiguas de la ciudad trimilenaria de Cádiz, cuna de culturas y mitos.
Bernardo está desolado en una lucha interior. Sin saber nada de su padre Ambrosio, sin saber nada de su madre Isabel. Ahora que tan lejanos están, el largo silencio de sus padres lo abruma. Hace unos años que ya no los ha visto más.
Desesperado, buscando integrar su propia sombra, Bernardo le escribe tan pesaroso a mamá Isabel:
“Le pido por aquel amor de madre debido a un hijo...”
Bernardo decide volver a Chile. Se hace a la vela el 3 de abril de 1800 en la fragata "Confianza". Pero a pocas millas de la costa escucha un fuerte cañonazo. Dos corbetas de guerra inglesas los rodean. Obligados a rendirse, Bernardo es conducido por los ingleses a Gibraltar, donde lo liberan.
Vaga sin comida, sin dinero y en harapos, por largas horas los 40 kilómetros de Gibraltar a Algeciras. Allí, abrumado de cansancio y hambre, ruega, suplica que lo reciban en un barco que parte a Cádiz.
Está en estado lamentable. Golpea de nuevo la puerta de la casa de Nicolás de la Cruz, el Conde de Maule, su tutor. De nuevo a humillarse para que lo albergue.
—Aquí estoy de nuevo. Sosténgame, mientras consigo un pasaje a América.
Pero aparece un nuevo inconveniente.
Delfín, una corbeta procedente de La Habana ancló en Cádiz. El barco traía la fiebre amarilla, una infección epidémica que se propagó con rapidez en Cádiz.
Cundió el pánico y la histeria colectiva.
El concejo municipal ordenó arrojar al mar las materias corruptas, limpiar las calles, socorrer las enfermerías.
Aun así, el horror. En Cádiz morirían 10 mil personas, más del 10 % de la población. Hay consternación, lastimosos sentimientos por los dolidos estragos.
El pueblo sale con Jesús Nazareno en desconsolada procesión.
Nazareno del Amor, Señor de los gaditanos, No podemos más…Cuánto dolor, cuánta muerte.
Las familias adineradas huyen y buscan refugio en las casas de verano. Nicolás de la Cruz sale en sus carruajes por la plaza Candelaria y huye a Sanlúcar de Barrameda, un prehistórico pueblo de unas 10 mil almas, en el margen izquierdo del estuario del río Guadalquivir.
Bernardo sin alternativa los sigue.
Pero, qué mala suerte, Bernardo se contagia. La fiebre amarilla es implacable y surgen presagios de muerte.
La piel se le pone amarilla. Vomita negro, que no es otra cosa que flema de sangre. Bacinicas de sangre.
Tenía 22 años. Moribundo en Sanlúcar de Barrameda. Sin su madre Isabel, sin su padre Ambrosio, al que sólo vio una sola vez en su vida.
Le dan infusiones de borraja, un expectorante sedativo; tamarindos diuréticos, astringentes, antipiréticos y antisépticos. Lavativas de agua con alcanfor.
Pero Bernardo no mejora. Desahuciado, a punto de morir, ante la eminencia de la muerte, traen a un cura católico para que le otorgue los últimos sacramentos. El sacerdote le unge con óleo en el nombre del Señor y ora:
Por esta santa unción, el Señor con la gracia del Espíritu Santo, te libre de tus pecados, te conceda la salvación y te conforte en tu enfermedad. Amén.
El cura agregó:
—Adiós, Bernardo.
Pusieron un ataúd barato al pie de la cama.
Muriendo está Bernardo solo en España. Thanatos actúa de modo implacable.
Muriendo como el 20% de los habitantes de Sanlúcar de Barrameda (2.300 víctimas). Se improvisaron cementerios extramuros para enterrar cadáveres, se quemaron enseres contagiados y se desinfectan sus casas.
Así está el pobre Bernardo, con la angustia que le da la conciencia de la inminente muerte, desahuciado por la fiebre amarilla.
—El caso está indudablemente perdido, le dice Nicolás de la Cruz. No hay nada más que hacer, Bernardo.
—¡No! susurra Bernardo, su voz apenas le sale por la asfixia que lo sofoca.
El joven Bernardo no quiere morir.
Entonces, aparece Felipe Hoche, un irlandés amigo de su padre Ambrosio que había estudiado medicina en París.
Hoche desinfectó la habitación con ácido muriático. Le suministró Quinina. Los incas ya conocían la corteza del árbol para curar la malaria.
La fiebre declina. En los días que siguen y con los auxilios médicos de Felipe Hoche, así, casi de milagro, Bernardo se recupera.
Pero a Bernardo le espera otro golpe, ahora un golpe a su honor de hijo.
Su indolente tutor Nicolás de la Cruz le informa:
—Tu padre Ambrosio está indignado contigo, Bernardo. Pues no has sido capaz de hacer carrera alguna.
Bernardo queda atónito.
—Tu padre ya no te reconoce como hijo y me pide que te eche a la calle.
Bernardo sufre el estupor de un hijo dañado en su honor por su propio padre.
Bernardo le escribe una ácida carta a su padre corazón de escarcha:
“Yo, señor, no sé qué delito haya cometido para semejante castigo…¡Una puñalada no me fuera tan dolorosa!”
Pero su larga epístola de amargo descargo nunca llegó a manos del veterano Ambrosio.
Su acre padre, Ambrosio O´Higgins, el Conde de Osorno, al que el pueblo llamaba Camarón, muere en Lima a los 81 años y baja a la oscura tierra.
Ambrosio sabía que del mundo no podría llevarse nada al más allá. Quizá, para ir tranquilo a enfrentar a la muerte, Ambrosio tuvo la delicadeza o el remordimiento que lo obliga a redimirse, dejando su herencia a su hijo Bernardo en un testamento.
Ahora, de un momento a otro, Bernardo era rico, un terrateniente propietario de la hacienda Las Canteras en el sur de Chile.
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El joven Bernardo O´Higgins frente a la muerte desahuciado en
Sanlúcar de Barrameda, Cádiz.
Por Pérez Santiago