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Dos cuentos de Ari Behn
Traducción del noruego de Omar Pérez Santiago
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El escritor Ari Behn se suicidó en la Navidad del 2019. Había nacido en 1972 en Aarhus, Dinamarca. Estaba catalogado como el hombre mejor vestido, fiestero y bohemio, comentador de tragos en la tele, con una relación no aclarada con las drogas y el terror de los porteros de las discotecas. Behn tenía la rutina inconfundible del escritor joven y hambriento de éxito. A los 26 años publicó un libro de cuentos llamado Trist som faen (Qué triste). Llegó a vender 80 mil. Ari Behn se convirtió en un escritor pop y top y su estilo fue asociado al realismo sucio de Raymond Carver. Luego publicó la novela Bakgard.
En el 2002 se casó con la princesa Marta Luisa, la primera hija del rey Harald V y Sonia de Noruega. Tuvieron tres hijas. Se separaron en 2017.
Lee dos cuentos del libro de cuentos de Trist som faen, Kolon editorial, Oslo 1999. Traducción del noruego de Omar Pérez Santiago.
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Qué triste
—Me encontré con ella a mediodía, entre el fandango de la gente del centro comercial. Ella era rubia y alta y muy diferente de mí –un gitano de bigote negro y de mirada caliente y diabólica. Cambiamos miradas cuando ella se cruzó. Pero fue todo. Todo hasta que la seguí al subterráneo, más allá de los cabinas telefónicas y directo a los baños. Yo, que siempre ataco a la yugular, le grité:
—Ey, has olvidado algo. Y ella respondió:
—¿Qué?
Y yo le dije que se había olvidado de mí.
—¿Te he olvidado? —respondió ella.
— Sí —dije yo y ella sonrió y me jaló dentro de uno de los baños.
— Cerró la puerta y me besó sin más trámite. Ella era tan noruega y deliciosa. No hubo error, pues bajo toda esa frialdad estaba llena de sangre hirviendo. Le rompí los jeans y la tomé con su chaqueta de tweed puesta. Ella se corrió conjuntamente conmigo y continuamos un poco más. Pero luego nos abrochamos y salimos del centro comercial. Ningún nombre. Ninguna palabra más. Nada. Solo un pequeño palmoteo y una sonrisa y ella había desaparecido.
— Por la cresta, Kare, muy banal —dijo Richard Hageberg.
Él era director de cine y estábamos sentados hablando sobre buenas historias que podían ser películas.
— Banal, huevón, pero una historia completamente cierta.
— Pero… pero tú estarás de acuerdo que esas historias sólo se oyen como tontas fantasías de adolescentes. El sueño de una dama deliciosa, dama desconocida que se deja tomar sin compromiso, unos minutos después de haberla visto por primera vez. Bastante tonto, ¿o no?
— ¿Tú no crees que es verdad?
—¿Verdad? Sí, no dudo que tú tiras 15 veces al día. Pero no se hace una buena película con eso.
—¿No son esas cosas las que exactamente ocurren en las películas? — dije yo.
— Sí, cierto. Sólo clichés por todas partes.
— Es terrible.
—Qué triste — dijo Richard.
— Más triste que la cresta — dije yo.
Después de la fiesta
La cafetería Bjorg está en el tercer piso del centro comercial y las escaleras son mi forma de ejercicio diario. Pero el último tiempo he tenido problemas para caminar. Vacilo un buen rato hasta que aprieto el botón del ascensor. Temo que la gente que me conoce vea que estoy en camino a estar enfermo.
Todo está como siempre en la cafetería, huele a comida barata y no hay tampoco nadie que hable en voz alta en las mesas. Así ha sido siempre. Voy a la barra y me sirvo un sorbo de café amargo. Apoyo la taza en la bandeja y me muevo hacia la caja. En la portada de un diario hay una foto del esquiador que ganó el círculo de campeones. Me agacho un poco y le echo una mirada.
—Debes pagar por el diario, sabes — dice la cajera—. O lo devuelves o pagas. No puedo hacer caridad con todos.
¿Qué se cree? Quería ver lo que se escribió sobre el esquiador en el diario. ¿Cree que yo me he convertido en un ladrón de un escuálido diario? Jaja. Quizás ella no me reconoce. Su parroquiano de cada día. Pero uno no puede esperar otra cosa. Somos muchos los viejos en el centro comercial esta mañana. Y yo no me veo especial. Aparte del mar. Que nunca toca techo. Por dentro.
— Sí, sí. Obviamente que pagaré —respondo y le doy el dinero. Ella lo toma sin agradecer.
¿Es el mar una madre o un amante? pienso y me voy a sentar en la mesa en la esquina. Una muchacha está sentada en la mesa de la muralla. Ella me mira. ¿Pasa algo?
Las olas. Sí, los rompeolas. Rosita Carmen García, se llamaba. Esa vez que llegamos al Callao en el Perú. Ella era la hija del inspector del puerto y su padre intentó todo para que no subiera. Pero, naturalmente, ella logró colarse y subirse al barco. Yo obtuve la primera vuelta y debí siempre pestañear cuatro o cinco veces al mirar a Rosita que era tan fina y buena y tenía ojos tan grandes y tan negros.
¿Son realmente las olas del Océano Pacífico? Las escucho cada noche, pero nunca estoy seguro. El ritmo. ¿No vuelve? Los muchachos me saludan cuando yo me siento. Son los mismos de ayer. Sigurd Skavasen y Gunnar Johansen, ambos obreros jubilados. Edin Holthe es también del grupo, un palo seco que no hace nada más que quejarse de dolores de espalda y del corazón.
Clara Piedad de Panamá era la más ávida de todas. Ella abordó el barco casi junto con el atraque al puerto y no se fue hasta que todos se hubieron vaciado. Exclamó y gritó y nosotros la amábamos por sus rudas bromas y su largo pelo negro. Para no hablar de Linda Hamilton de Brisbane. Eran mujeres que conocían su profesión. El mismo capitán hablaba de ella durante largo rato cuando nos acercábamos a Australia, y era una ley no escrita que él tomaría el primer lugar. Linda era aventurera igual que la Marilyn Monroe y, naturalmente, costaba más que las otras.
Sonrío. Los muchachos siguen mi mirada y se giran. Hay algo que han aprendido. Tratan de seguir lo que yo he comenzado. Ella no tiene más veinte años y sonríe de vuelta. Levanto la mano para saludarla. Gunnar y Sigurd hacen lo mismo. Pero ella no aprecia el gesto. Ella se inclina y comienza a hojear un diario.
Isadora Campos y Calletto de Valparaíso, Chile. Estuve con ella varias veces. Ella no era como el resto de la camada. Era alegre y seria, a la vez. Igual que el mar. Una corona de rosas de cuarenta brazas de profundidad. Oh, querida Isadora. A ti te amé como a nadie. Pero tú nunca querías casarte. Murió sola hace dos años atrás. Recibí tu carta de vuelta con un cordial mensaje de tu hermana.
—Antes la habría conquistado como nada —le dije a Gunnnar—. Entonces era marino y trovador. Ninguna mujer lograba rezar dos veces.
Pero esto no es todo. Alguna vez emergen ellas. Todos los infinitos y extraños ojos del Océano Pacifico. Fiji Samoa. Cook Islands. Pitcairn. Mar verde, corales y arenas naranjas. Por todas partes había whisky y buenas peleas en los bares. En dos ocasiones fui testigo de la muerte de hombres, en peleas por faldas y coronas de flores. Ellas sabían todo sobre el arte de poner a los marinos unos contra otros, y sonreían cuando los muchachos se golpeaban. Yo mismo he golpeado a muchos hombres en el mundo por una mujer. Pero nadie salió herido. Yo los golpeé hasta aturdirlos y eso era todo.
—¿Por qué no te moriste en el mar? —preguntó Sigurd.
Está serio y no bromea. El muy bien podría haber escupido a todos los otros viejos. A todos nosotros que estamos sentados frente al aparato de la televisión por las tardes y que venimos enjutos al centro comercial en cuanto abren por la mañana. Nosotros que estamos de más. El feudo de los náufragos. Nuestra esquina, marineros.
—Sí —respondo—. Sí. ¿Por qué no lo hice?
Ari Behn, Trist som faen, Kolon forlag Oslo 1999.